Desde tempranas horas, a pesar de las inclemencias del tiempo, una multitud de fieles, devotos y familias enteras comenzaron a llegar hasta la capilla local, convertida por un día en el corazón palpitante de la fe y la tradición. En un ambiente cargado de emoción y espiritualidad, la comunidad se unió para rendir homenaje no solo al santo, sino también a su historia, sus raíces y su identidad cultural.
El evento central fue, como cada año, el Guaikurú Ñemondé, una colorida y profunda manifestación de fe popular en la que la religiosidad, el folclore y la memoria ancestral se entrelazan en una jornada que marca a quienes la viven.
Una herencia que no se apaga
Para los emboscadeños, el Guaikurú Ñemondé no es solo una fiesta, es una promesa; es el cumplimiento de una deuda espiritual con San Francisco Solano, pero también un compromiso con los antepasados.
Los promeseros, en su mayoría descendientes de pobladores originarios de la zona, preparan durante meses sus trajes artesanales, hechos con plumas, telas rústicas, fibras naturales, cuentas y máscaras que evocan la figura mística de los antiguos guerreros guaikurúes.
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Cada prenda, cada adorno, cada paso de la danza es un símbolo: de agradecimiento, de protección, de pedido o de gratitud. Muchos participan para cumplir promesas por la salud de un hijo, el sustento del hogar, el fin de una enfermedad, o simplemente como gesto de continuidad de una tradición que se transmite de abuelos a nietos.
“Esto no se aprende en los libros, esto se siente desde la cuna. El Ñemondé es parte de lo que somos”, expresó emocionado don Rufino González, promesero de 67 años que este año volvió a bailar junto a sus nietos.
“Así me enseñó mi papá y así les enseño a ellos”.
Misa emotiva y encuentro de generaciones
La misa patronal fue celebrada por el presbítero Modesto Martínez, nacido en Emboscada y conocedor profundo del valor simbólico de la festividad.
“San Francisco Solano camina entre ustedes hoy. Se manifiesta en cada promesero, en cada paso, en cada gesto de unidad. Me llena el alma ver a tantas familias reunidas, fieles a su promesa, fieles a su cultura”, dijo en su homilía, que fue acompañada por cantos tradicionales y oraciones en guaraní.
Niños con coronas de plumas, jóvenes con máscaras coloridas, adultos y ancianos entrelazados por la misma causa: agradecer.
Las danzas, los cantos, el desfile y los rezos se sucedieron en un clima de recogimiento y celebración. Algunos vistieron atuendos heredados de generaciones pasadas; otros, vestimentas nuevas, confeccionadas con esmero por las propias familias, recuperando técnicas tradicionales de cosido y teñido.
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Identidad que resiste
En un país donde muchas expresiones culturales van perdiéndose con el paso del tiempo, el Guaikurú Ñemondé es un símbolo de resistencia. Es la prueba viva de que la fe puede convivir con la memoria indígena, y de que las tradiciones, cuando se aman y se viven con pasión, no mueren.
Cada año, más jóvenes se suman y no por obligación, sino por convicción. Lo que comenzó hace décadas como una pequeña expresión comunitaria hoy es un poderoso acto de reafirmación identitaria y aunque aún no figura en las grandes postales del turismo religioso paraguayo, en Minas se vive como lo que es: una fiesta del alma, del cuerpo y de la historia.
Mientras el cielo aún descargaba su llanto, los tambores sonaban y las máscaras danzaban. Y así, como cada 24 de julio, el espíritu del guerrero guaikurú se unió al del santo franciscano. Unidos por la fe, sostenidos por la memoria.