Para las autoridades y la gran mayoría de la gente que incluso aplaudió la muerte de José Alcides Garozzo Lezcano, él era solo un “chespi”. Sus ocasionales compañeros en la adicción lo llamaban "José Cementerio“, porque se acostumbró a dormir en el Cementerio del Sur, para evitar el robo de sus escasas pertenencias.
Pero no siempre fue así. De hecho, para aquellos que conocieron a José antes de que cayera presa de las drogas, hubiera sido impensable imaginar siquiera su trágico final.
José no era huérfano. En su familia no hay delincuentes ni fascinerosos y él tampoco creció en un entorno turbio o de explotación que pudiera predisponerlo a una vida marginal.
Él tenía madre, padre, hermanos y dos hijos que hoy tienen 7 y 3 años. La familia de José está conformada por gente trabajadora, que hizo todo lo que estuvo a su alcance para rescatarlo de las drogas pero este es un enemigo que está prácticamente en cada esquina. Sin recursos, la lucha es desigual.
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Excelentes calificaciones le valieron el puesto de abanderado
José era el mayor de cinco hermanos. Su familia lo recuerda como un joven alegre, amoroso, con un futuro prometedor. Antes, recibía aplausos de admiración y felicitaciones.
“Él era buen alumno. Él era abanderado en su colegio, siempre tuvo buenas calificaciones”, cuenta su madre Nuri Lezcano, al recordar la infancia feliz de su hijo en Concepción y San Lorenzo.

También de aquella época, vienen los recuerdos de José como monaguillo en la parroquia Virgen de Fátima de San Lorenzo, donde incluso llegó a ser catequista. Excelente alumno, buen hijo, buena persona, José tenía todas las condiciones para salir adelante y triunfar en la vida, como cualquier persona de bien.
La adolescencia vino acompañada del cambio de colegio y el ingreso a una institución de Fernando de la Mora, marcó un antes y después en la vida de José, pues con el nuevo entorno surgieron los primeros problemas.
“No había ningún control, era increíble como se escapaba, como la gente le llevaba ahí para consumir. Impresionante todo lo que nos enteramos después”, recuerda la madre.

Nuri contó que cuando empezaron las primeras llamadas del colegio, eran espaciadas y luego más seguidas. El motivo eran sus ausencias que, en principio, atribuyó a la rebeldía típica de la adolescencia.
Se escapó del colegio y cayó en una redada
“A veces él desaparecía, se escapaba del colegio y se iba en grupo. Yo jamás me hubiera imaginado que era para esas cosas. Hasta que en el último año que estuvo ahí me llamaron, yo estaba trabajando, pedí permiso para irme al colegio. Había sido que él se había escapado y estaba con gente que estaba consumiendo (drogas), ahí recién me di cuenta de lo que estaba pasando”, explicó.
A partir de ahí, todo cambió. Nuri organizó sus horarios laborales para llevar y traer del colegio a su hijo, entonces con 16 años y como él estudiaba computación, desde el trabajo estaba pendiente en cada salida, con llamadas para controlar si salió, si llegó y si volvió.
Las relaciones se pusieron difíciles y a pesar de sus esfuerzos, José no terminó el colegio ese año.
La madre empezó a frecuentar el Centro Nacional de Control de Adicciones, donde su hijo siguió tratamiento ambulatorio. Por indicación de un amigo, también acudió a la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad) y desde ahí le enviaron a la Iglesia de la ciudad de San Antonio, donde hay un grupo de ayuda.
Fue ahí que también decidió enviarlo a otro colegio, en Asunción, donde también se había mudado. José terminó el colegio, consiguió su primer trabajo en un shopping, hacía planes para estudiar diseño gráfico y hasta inició un noviazgo.
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El peligro a la vuelta de la esquina
La relación se puso seria, así que José se fue a vivir con su novia, con la que tuvo su primer hijo. Esta nueva situación trajo alegría y tranquilidad a la familia, en la creencia de que el peligro había pasado.
Pero no era así. Su nuevo domicilio era en el barrio Tacumbú, cerca de lo que se conoce como “boca de fumo”. De a poco, las “desapariciones” de José empezaron a desgastar la relación hasta que la novia decidió poner fin a la misma, en la creencia de que había una tercera persona. En realidad, otro era el motivo que hacía que José se alejara.
El joven se fue a vivir con la abuela materna, que se ofreció a llevarlo a Concepción, donde había una granja de rehabilitación. José no quiso quedar internado, pensó que tenía todo bajo control y empezó a trabajar como mozo en un conocido hotel de aquella ciudad.

La paz no duró mucho. Ante el primer conflicto, abandonó el trabajo y desapareció. En setiembre de 2019, los medios de comunicación se hicieron eco de su desaparición, que durante 12 días movilizó a las fuerzas del orden.
“Él se bajoneó y se fue, desapareció. Su abuela movió cielo y tierra, le buscaba por todos lados con la Policía, incluso los de Narcóticos se metieron a buscarle hasta que lo encontraron. Él estaba como en una favela, es un lugar donde los jóvenes están tirados, se drogan. Él ahí estaba, de ahí se fueron a buscarlo. Los de Narcóticos dijeron a mi mamá que no se baje, pero mi mamá se bajó igual. Me dijo que es deprimente lo que vio ahí. Jóvenes, adultos, de todo, como zombis. Este lugar está hacia el puente de Concepción. La gente normal no puede entrar ahí y la Policía poco o nada puede hacer”, comentó su madre.
Lista de espera “eterna”
Alarmados por la situación, la familia decidió traer nuevamente a José a la capital. Nuri perdió la cuenta de todas las veces que fue al Centro de Adicciones pero nunca logró internar a su hijo para desintoxicación.
“Muchísimas veces intenté internarle pero él nunca salió de la lista de espera”, recuerda la madre.
“Él llegó a probar de todo, pero empezó con marihuana. Cuando eso empezó, fuimos al Centro de Control de Adicciones y ahí la psicóloga le decía: ‘tenés papi todavía solución, porque no probaste todavía químicos, hicimos los análisis y no probaste aún químicos pero una vez que pruebes químicos, ya va a ser más difícil’. Ahí él empezó a recuperarse, hasta que se fue a vivir con su primera novia, ahí decayó. Consumió LSD y en los últimos tiempos consumía crack, varias veces encontramos pipas en su mochila”, comentó.
A la par del tratamiento ambulatorio en la institución pública, en todos estos años la familia hizo que José acudiera a distintos tratamientos con grupos de diferentes religiones en Asunción, San Antonio y Luque.
Otra opción que buscaron fue tratamiento con una psiquiatra que atiende exclusivamente a personas con problemas de adicción. La consulta costaba G. 180 mil por sesión y para empezar, durante los primeros meses se tenían que hacer tres sesiones semanales y de acuerdo a la evolución, mantener o reducir ese número.
“Yo quería tanto hacer eso por mi hijo pero no tenía condiciones, no tenía ese dinero”, dijo su madre.
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El crack y su golpe final
José era conciente de su enfermedad y decía a sus familiares y amigos que quería salir de eso, pero no lo conseguía. Con apoyo de su familia, volvió a conseguir trabajo, esta vez en una empresa de San Vicente, donde conoció a una joven con la que inició una nueva relación.
En esta nueva etapa, José se fue a vivir con esta joven, con quien tuvo su segundo hijo y luego una niña, que falleció. La nueva pareja alquiló un departamento en Barrio Obrero pero la cercanía de otro local de consumo complicó las cosas. Es a que cada “bajón”, José recaía en el vicio y cada vez con drogas más fuertes.
“Elos estaban en Estados Unidos y 24 proyectadas y él se metía en Antequera y 26. Ahí hay un pasillo. Ella no quería preocuparme y trataba de resolver el problema sola, pero en uno de esos días no pudo y me llamó y me dijo que necesitaba ayuda. Ese día ella le encerró para que no fuera a consumir y él se puso histérico. Rompió la puerta, gritaba, escándalo hizo porque quería salir para ir a consumir”, recordó.
A partir de ahí, José perdió su empleo, y sobrevivía de “changas”. La relación de pareja se terminó porque era insostenible, pero la madre de su primer hijo siempre estuvo pendiente y trató de ayudarlo en todo lo que pudo.
“Yo te juro que recorrí muchísimo. Yo le decía: procurá papito, nosotros estamos poniendo todo de nuestra parte, vamos a salir adelante todos juntos. Él quería, pero no podía”, resaltó su madre.
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Cárcel y vida marginal
La falta de trabajo y de dinero derivó en un nuevo problema. Por incumplimiento del deber legal alimentario José fue detenido y enviado a la cárcel, donde las cosas solo empeoraron. En 2023, tuvo otras dos causas por tentativa de hurto de cables y de sillones (que ya compurgó) y le enviaron a la cárcel de San Pedro.
“Mi hermano y mi mamá fueron a visitarlo a la cárcel de San Pedro y salieron destrozados porque era inhumano como le tenían. Él rogó para que lo ubiquen en el pabellón religioso porque ahí no se puede consumir. Su papá pagó para que le pongan ahí“, recordó.
En Remar conseguieron lugar para internarlo, pero había que gestionar que cumpla su arresto domiciliario ahí y no lograron cumplir el protocolo establecido.
“Las instituciones no entienden que cuando uno va a buscar ayuda para internar a un enfermo, ellos no están para esperar, ellos necesitan para ayer. Pero todo es muy lento, hay mucha burocracia y así no se puede. Nosotros buscamos ayuda en todos lados y solo encontramos puertas cerradas”, agegó Arami, hermana de José.
Día de la Madre con aires de esperanza
Finalmente José salió de prisión en mayo del año pasado unos días antes de Día de la Madre. Cuando estaba bien, limpiaba patios, hacía pintura, de todo.
“Antes de salir él me dijo: mamá, yo voy a hacer que tengas el mejor día de la madre de tu vida. Y cumplió. Él salió el y así como dijo, pasamos demasiado bien el Día de la Madre, el cumpleaños de su hermanita, luego mi cumpleaños en junio. Fue un año increíble, yo estaba feliz, pensé que ya había superado y que todo iba a ser como antes”, recordó Nuri.
José volvió a vivir con su madre, tuvo trabajos ocasionales y aparentemente estaba todo bien, hasta que en un día de agosto de 2024 salió y no volvió más. Ese día, recibió el pago por un trabajo que hizo en una feria, entregó parte del dinero a la madre de su primer hijo y ya no regresó.
Luego de mucha insistencia de su madre, atendió su llamada únicamente para decirle que le había fallado, agradecer su ayuda y decirle que la amaba. Fue a visitarla una vez más pero ya no regresó a la casa.
Él decidió vivir en la calle porque era conciente de su deterioro y no quería que su familia le viera en esas condiciones. Vecinos de Barrio Obrero siempre comentaban que lo veían en distintas calles de la zona.
“Ahí le pusieron el mote de José Cementerio. Entre otras personas que están en su misma situación, si se encuentran, se roban las cosas. Entonces él buscó un lugar en el Cementerio que está en 21 y ahí guardaba sus cosas para que no le roben, a veces dormía también", comentó su hermana Arami.
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El último mensaje
“Mami, no me respondas. Soy José. Quiero agradecerte por todo lo que hiciste y hacés por mí. Te amo mucho y te voy a amar siempre”, decía el último mensaje enviado por José desde un número desconocido a su madre, en marzo pasado. La siguiente noticia que tuvo de su hijo, la recibió a través de los medios de comunicación el 19 de mayo último.
“Lo único que te puedo decir es que mi hijo es una víctima más como otros tantos jóvenes y nadie hace nada. Mi hijo era un buen muchacho y es impresionante como los que son acá culpables, que son los narcotraficantes y los que están en el gobierno, que no hacen nada para salvar y crear centros de rehabilitación para ellos. Recorrimos todo y acá con o sin dinero, no hay ayuda para los jóvenes que tienen adicciones. Yo como mamá estoy destrozada porque yo busqué ayuda para mi hijo y nadie me pasó la mano”, afirmó Nuri, al tiempo de comentar que deben hacer hamburgueseadas para cubrir los gastos fúnebres.

La muerte de José viene a enrostranos el fracaso de un sistema incapaz de dar respuesta a las necesidades urgentes de familias azotadas por la epidemia de las drogas, que excluye a las víctimas y las deja a merced de la destrucción total.
Hoy José Garozzo ya no está en la lista de espera, pero hay muchos otros que aún esperan que el “Chau chespi” se haga realidad.
Fiscalía investiga circunstancias de la muerte
El 19 de mayo pasado, José fue ultimado de un disparo en una casa ubicada en Caballero casi Blas Garay (4ª Proyectada), en circunstancias que son investigadas por la fiscala Teresa Sosa, para quien aparentemente se trata de un caso de legítima defensa.
El propietario del inmueble, el empresario libanés Karim Abou Saleh, quien no vive ahí, dijo que ese día llegó a la casa, se acostó a dormir hasta que un ruido lo despertó, así que tomó su arma y salió a mirar. Al salir al patio se encontró frente a frente con el intruso y, al ver que portaba un arma de fuego, le disparó.

Para la familia, esta versión no condice con la escena del crimen, pues el disparo que recibió José ingresó a un costado, a la altura de la cadera y salió por el otro. El joven estaba descalzo y al lado, estaban su mochila y sus zapatos.
Como ellos sabían por vecinos que José pernoctaba en una casa abandonada, presumen que entró a dormir ahí y cuando el propietario llegó y lo sorprendió, directamente le disparó. Piden que se tomen muestras de la pistola de juguete hallada en el lugar, para saber si realmente tiene huellas dactilares de José.