Una melodía que suena a grito de guerra con decenas de gallos de pelea entrenándose para ganar, para sobrevivir, en estos duelos de vida o muerte en los que está en juego el orgullo.
Un sol con una luz primitiva que llega de lejos avecina una tarde oscura. En la casa de Juan José, un hombre guatemalteco afable con unos zapatos rojos y un pantalón de vestir gris impecables, va a empezar la fiesta. Él es el anfitrión del derbi (evento). El dueño del palenque.
Un clamor entusiasta y acalorado va adueñándose de la multitud en el municipio capitalino de Villa Nueva, uno de los más violentos de Ciudad de Guatemala. En el centro de la arena, sobre un tapiz de color vino, dos muchachos jóvenes agarran por las plumas a sendos gallos. Los alzan al cielo. Los desafían en el aire una y otra vez.
En cuanto ponen las patas en el suelo comienza la lucha con movimientos que parecen un código de honor, casi un baile. Las alas baten y los picos afilados relucen más con los pobres rayos de sol.
No hay rounds. Tan solo 15 minutos en los que vence el gallo más fuerte, lo que supone, sino hay un empate o no se rinden - “pico en tierra” -, acabar con la vida del adversario. Rara vez pasa, pero sí pueden quedarse ciegos o sucumbir a hemorragias.
Entre tanto, Juan José cuenta a Efe que esta tradición, legal en el país, viene de antaño, de España. De ahí precisamente son algunos de los mejores ejemplares: gallos con más coraje, más livianos y ágiles. Finos.
Pero son buenos también los orientales, con una cabeza más redonda y pequeña, o los peruanos o argentinos, con una gran resistencia. Lo importante, dice, es “mezclaros”, para conseguir las mejores cualidades, y cuidar su estética: rasurados y con menos plumas son más raudos y veloces. Grandes gladiadores. Púgiles.
En estas luchas, narra este hombre que pasa la treintena y que lleva toda la vida en ellas -su padre y su abuelo eran “galleros” al igual que sus hijos-, si el gallo “baja la cresta” - se rinde o sale corriendo- es una “humillación”. Todo el trabajo preparatorio, de crianza y adiestramiento, cae en saco roto.
“Este es mi hobby, mi profesión y mi vida”, añade con orgullo mientras no quita ojo de la pelea que hay en el derbi: “Tengo que ver a mis oponentes, pronto me tocará a mi”.
Con las alas extendidas, las aves se lanzan la una contra la otra mientras las apuestas suben como la espuma: “500 (quetzales, casi 100 dólares) por el español”, grita un hombre calvo desde la grada con una pistola en la espalda. Se levanta y agita los brazos. Lo señalan. Aceptan la apuesta.
En estas pugnas se mide todo. Los gallos tienen que ser de igual a igual. Mismo peso y misma navaja: “No es una crueldad. Es un gallo de pelea. Es una manera de desahogar, una manera sana de salir de la rutina. Forma parte de nuestra historia y tradición”.
La violencia está “controlada”. También entre los asistentes, todos una gran familia que llega desde Estados Unidos, Nicaragua, Honduras o El Salvador. Los resultados se dejan sobre el derbi, como si el cristal de vidrio que lo rodea fuera un gran contingente: “Somos todos grandes amigos”.
La afición sigue animándose. Un hombre de camisa blanca y gorra roja grita: “Vuélvase, vuélvase. Mátalo hijo de puta”. El gallo pica y pica en la cabeza de su oponente, pero este resiste, se encoge y se encorva por momentos, pero continúa en pie.
El otro entrenador se agacha a la par de su gallo renqueante, con sangre corriéndole por los ojos, y de cuclillas, a ras del suelo, le dice todo tierno: “Así mihijo, así. Vamos”. El animal se eriza, mira fijamente, suena la campana y va a por todas. Un niño de unos cinco años lo anima: “Dale, dale”.
“Va a ganar”, dice Juan José convencido a pesar de su débil estado.
Está seguro. “Este es un deporte de caballeros”, grita un señor de camiseta azul desde la otra punta. A los que no son habituales en estos lares los miran.
El hombre de la pistola le chupa la cabeza a su gallo. Le quita la sangre del cuello para que pueda respirar mejor. Escupe los restos al suelo. Se mete en el dedo entre los dientes para sacar lo que quede y mira al vacío.
Suena la campana. La pelea ha acabado. Una de las aves cae inerte en el suelo. La muchedumbre que observa el duelo estalla, mitad con rugidos de triunfo, mitad con bramidos de fracaso: “A veces se gasta más de lo que se gana”, cuenta Juan José.
Sobre el tapiz persisten las pavesas de una lucha con punto y final. Plumas y restos sanguíneos de la batalla. Pronto dos hombres lo limpian y acicalan el cuadrilátero para el siguiente combate. Hasta la madrugada esto no se termina.
Prohibidas en varios países del mundo, las peleas de gallos son una realidad legal en Guatemala a pesar de la oposición que profesan varios sectores contra lo que califican como violencia animal.
Pero de forma profesional o improvisada, en barrios habitualmente marginales, los impulsores de estas prácticas son “los dictadores del silencio”. No por el miedo que puedan infundir, sino porque sus “juegos” son casi un secreto que empieza y termina en el ring.