Cuando un perro se interpone entre su tutor y otro animal, o un gato araña el sofá justo cuando la casa recibe visitas, muchos interpretan la escena como “celos”. ¿Se trata de emociones complejas comparables a las humanas, o de estrategias aprendidas para proteger recursos valiosos?
La ciencia empieza a iluminar estas conductas, y sugiere que, en el mundo de perros y gatos, posesión, afecto y competencia social están íntimamente entrelazados.
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La delgada línea entre el cariño y la protección de recursos
En etología, el término “protección de recursos” describe conductas destinadas a asegurar el control de algo valioso: comida, juguetes, espacios de descanso y, en el caso de animales altamente sociales como los perros, también la atención del humano.

Gruñidos junto al comedero, bloqueos corporales entre el tutor y otro animal, empujones o vocalizaciones insistentes forman parte de ese repertorio.
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En 2014, un experimento de la Universidad de California en San Diego observó que perros expuestos a su tutor “acariciando” a un perro de peluche mostraban más conductas disruptivas —empujar, colocarse en medio, tocar con la pata— que cuando el humano interactuaba con un objeto no social.
Los autores interpretaron estos hallazgos como un análogo canino de los celos: un estado motivacional que emerge cuando una relación valiosa se percibe amenazada.
Otros especialistas prefieren una lectura más conservadora: el perro aprende que ciertos gestos humanos anuncian pérdida de atención y actúa para recuperarla, sin requerir atribuirles emociones complejas.
Con los gatos, la evidencia es más fragmentaria. Si bien son hábiles para leer señales humanas y ajustar su conducta en función de la atención disponible, su historia evolutiva —más solitaria— hace que la “posesividad” se exprese de modos distintos: marcaje con feromonas, ocupación preferente de lugares elevados y controles sutiles del territorio.
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En algunos casos pueden aparecer bufidos, manotazos o bloqueos cuando otro animal o persona invade espacios clave o usurpa el contacto con el tutor.
Rivalidad social: jerarquías flexibles en casa
La convivencia entre varias mascotas introduce competencia por recursos limitados, y la rivalidad puede intensificarse cuando hay diferencias de temperamento, edad o necesidades.

En perros, la literatura sobre grupos domésticos describe “jerarquías fluidas”: no hay un líder absoluto, sino un reparto de prioridades según contextos —uno manda sobre los juguetes, otro sobre los lugares de descanso—.
Las fricciones suelen escalar cuando los humanos refuerzan sin querer la tensión, por ejemplo, premiando al individuo que irrumpe primero o castigando señales tempranas de incomodidad (gruñidos, miradas fijas), empujando a respuestas más bruscas.
En gatos, la competencia puede pasar inadvertida: bloqueos pasivos en pasillos, vigilancia en puertas, uso alternado del arenero para evitar encuentros.
Estos microconflictos se asocian a problemas crónicos de estrés, marcaje inadecuado o cistitis idiopática. A falta de señales vocales llamativas, es fácil confundir la rivalidad con “mal carácter”.
¿Amor o dependencia? El apego, bajo la lupa
Varios estudios con pruebas de “situación extraña” —adaptadas de la psicología infantil— han mostrado que perros y, en menor medida, gatos desarrollan vínculos de apego con sus tutores: buscan proximidad, usan al humano como “base segura” para explorar y muestran malestar ante separaciones prolongadas.
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Ese apego subyace a comportamientos que interpretamos como amor.

No obstante, el apego puede tornarse problemático: la ansiedad por separación y la hipervigilancia del tutor suelen confundirse con celos.
Un perro que ladra cuando el humano abraza a otra persona quizá no protege la relación per se, sino que anticipa la pérdida de control y responde con estrategias que antes le funcionaron para recuperar la atención. Diferenciar afecto saludable de dependencia es crucial para intervenir.
Antropomorfismo: un riesgo y una herramienta
Atribuir emociones humanas a los animales conlleva riesgos. Etiquetar toda conducta posesiva como “celos” puede invisibilizar dolor, miedo o mala socialización. Sin embargo, cierta dosis de antropomorfismo empático puede mejorar el bienestar: reconocer que un perro experimenta frustración o que un gato necesita previsibilidad ayuda a ajustar el manejo cotidiano.
Los expertos proponen un equilibrio: guiarse por la evidencia (qué antecedentes provocan la conducta, qué consecuencias la mantienen) y, a la vez, respetar que los animales sienten y se comunican, aunque no con nuestro mismo repertorio emocional.
Señales de alerta y cuándo pedir ayuda
- Escalada de intensidades: de gruñidos o bloqueos a mordidas o zarpazos.
- Generalización: la posesividad se extiende de un recurso a muchos.
- Estrés crónico: jadeo excesivo, acicalamiento compulsivo, trastornos del sueño o apetito.
- Interferencias en la convivencia: niños o visitantes en riesgo, imposibilidad de gestionar rutinas básicas.
Ante estos cuadros, la recomendación es consultar a un veterinario etólogo o a un profesional en comportamiento con métodos basados en evidencia.
La evaluación médica descarta causas orgánicas (dolor, trastornos endocrinos) que pueden exacerbar la irritabilidad o el control de recursos.
Qué funciona (y qué no) para reducir la posesividad
- Prevención y gestión del entorno: duplicar recursos en hogares multianimal (comederos, bebederos, areneros, zonas de descanso), crear rutas de escape y espacios verticales para gatos, y establecer rutinas previsibles.
- Entrenamiento con refuerzo positivo: enseñar conductas incompatibles con bloquear o empujar —“a tu sitio”, “mirame”, “dejá”— y reforzarlas sistemáticamente cuando aparecen señales de competencia.
- Asociaciones positivas: convertir la aproximación de otro animal o persona a un recurso en predictor de cosas buenas (contra-condicionamiento), reduciendo la necesidad de defenderlo.
- Señales tempranas, no castigos: respetar advertencias como gruñidos o bufidos y evitar reprimendas físicas o verbales que pueden suprimir señales y aumentar el riesgo de agresión.
- Atención repartida y predecible: sesiones de juego y caricias individuales, especialmente en hogares con varios animales, para minimizar la percepción de escasez.
- Enriquecimiento y gasto energético: ejercicio, juegos de olfato, rascadores adecuados y rompecabezas de comida reducen frustración y canalizan conductas.
Lo que no funciona: “dominancia” por confrontación, castigos aversivos, reñir el gruñido o “forzar” la convivencia sin desensibilización. Estas prácticas suelen empeorar la ansiedad y la agresión.
Un espejo de nuestras relaciones
Los comportamientos posesivos en mascotas revelan más que “celos”: hablan de cómo distribuyen valor entre recursos y vínculos, de su historia de aprendizaje y de las condiciones del entorno.
También reflejan nuestras propias dinámicas: cómo damos atención, cómo manejamos la competencia y cuánto entendemos sus señales.
Amor, rivalidad y posesión coexisten en el día a día de perros y gatos. Reconocer esa complejidad, sin romantizarla ni demonizarla, permite construir relaciones más seguras y felices: las que se sostienen en la confianza, la previsibilidad y el respeto por la manera —canina o felina— de decir “esto me importa”.
