Con 15 años, Adama (nombre modificado), una joven togolesa, fue explotada como criada en Nigeria, antes de ser conducida a Gabón a casa de una mujer que le hacía vender comida en la calle sin pagarle.
Senami (nombre modificado), 13 años, fue comprada en Benín. “Mi padre no quería pero fue mi tío el que lo enredó y lo convenció para que me vendiera” a un traficante, explica. Entre rabia y tristeza, recuerda cómo se convirtió en esclava doméstica y vendedora de cacahuetes de una “malvada” mujer de Benín en Libreville. “Le lavaba la ropa, le hacía todo (...) Pero cuando veía que faltaban 100 FCFA (0,15 céntimos de euro, 0,17 centavos de dólar) me pegaba con sus babuchas”, cuenta la adolescente, que dormía sobre una alfombra en el suelo del salón y comía “después de todo el mundo”.
Niñeras, vendedores ambulantes, vigilantes de noche, esclavas sexuales... Estas son algunas de las múltiples historias de los niños y niñas víctimas del tráfico de personas en Gabón, forzados a trabajar sin salario. Estos niños llegan junto a otros migrantes clandestinos, la mayoría en precarias embarcaciones desde las costas de África occidental. “Seis personas murieron durante el trayecto en piragua que duró cuatro días”, se acuerda Senami, que llegó a principios de de 2018 a Gabón y que solo piensa en una cosa: volver a Benín para “reencontrarse con (su) familia y trabajar por (su) cuenta”.
Como casi otros 80 niños, Adama y Senami viven hoy en un centro temporal financiado por las autoridades de Gabón, con el apoyo de Unicef. Pronto serán devueltas a sus países respectivos, donde irán a otro centro antes de reunirse con sus familias.
Se trata de “criminalidad transnacional organizada” y es “toda una red que parte del oeste de África”. Incluso puede pasar que estos niños vuelvan a ser víctimas del tráfico después de regresar con sus familias, explica Mélanie Mbadinga Matsanga, miembro del comité nacional de seguimiento de la lucha contra la trata de niños en Gabón.
Una pequeña “niñera” en Gabón conseguía entre 100.000 FCFA (unos 150 euros, 177 dólares) y 150.000 FCFA (casi 230 euros, más de 260 dólares) al mes para el traficante, según testimonios recogidos por Unicef, señala su representante en Gabón, Michel Ikamba.
“Al niño no le pagan, trabaja para la red (y) nada va a su pueblo de origen”, asegura. Cuando un traficante tiene problemas con la justicia, “constatamos intentos de corrupción de los jueces”, a quienes proponen dinero para liberar a su “amigo”, explica un magistrado, bajo anonimato, que dice haber vivido esta situación. “Algunos jueces de instrucción hacen de la lucha contra el tráfico de niños un negocio”, lamenta.
También puede pasar que la justicia considere que algunas prácticas son “culturales”, olvidando que se trata de un “acto criminal”, explica este mismo magistrado.
Como cuando se trata de los matrimonios forzados de menores.
Comprada por 500.000 FCFA (760 euros, 887 dólares) en 2012 a una “red tentacular” por un maliense residente en Gabón, Niakate Tene, 12 años, vino de Malí y fue obligada a casarse con él. La policía la encontró encadenada en casa de su “marido” . El hombre solo cumplió un mes de cárcel y luego fue puesto en libertad condicional, critica el magistrado.
En Gabón, el fenómeno se ha ido reduciendo desde principios de los años 2000, gracias a una ley de 2004 que criminaliza la trata de niños, según Unicef, que sin embargo no tiene datos precisos. “Hemos llevado ante los tribunales a varias personas y esto ha tenido mucho eco, y se ha tomado conciencia”, estima Sylvianne Moussavou, teniente coronel del ejército de Gabón, especializada en la lucha contra la explotación de menores. “Mucha gente vigila ahora la edad” de los niños pero también la pueden cambiar en documentos falsos, se lamenta.