“Empezamos el día recogiendo las vacunas del hospital en un pequeño refrigerador. Después, empaquetamos lo que necesitamos para esa jornada o para la semana entera y nos montamos en los coches”, explica a EFE Ahmed Garad desde el campo de desplazados de Kaharey, a las afueras de la localidad de Dollow, en el suroeste de Somalia.
Enfundado en su bata blanca, este joven de 32 años habla con voz grave sentado en una silla de plástico al lado de la casa de apariencia endeble que se ha transformado hoy en el hospital del campo.
El tejado y las paredes de uralita plateada brillan rabiosamente mientras una veintena de mujeres esperan protegidas del sol en su interior, con sus bebés envueltos en pareos de diferentes colores, a que el equipo médico los examine, los pese y, si es necesario, los vacune.
Suele haber pocas sorpresas: lo más probable es que sí que tengan que recibir la inyección.
Somalia es uno de los veinte países del mundo donde más niños nunca han sido inmunizados o no lo han sido de manera completa. De hecho, se estima que sólo entre un 30 % y un 40 % de los menores están plenamente cubiertos contra la tuberculosis, la poliomielitis la tosferina, la difteria, el tétanos y el sarampión.
Sin infraestructuras y en movimiento
“Tenemos un país cuyo sistema de salud se ha visto diezmado por décadas de conflicto. En muchas zonas no hay centros médicos y, si los hay, no son funcionales, especialmente en el centro y el sur del país”, dice a EFE Milhia Abdul Kader, jefa de Salud en Somalia del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef).
Así, alerta Kader, sólo un 27 % de los somalíes puede acceder a servicios de salud "sin un impacto financiero significativo".
Sobre todo en zonas rurales, la mayoría no pueden asumir el elevado coste de recorrer los kilómetros y kilómetros de árido paisaje somalí que los separan del hospital más cercano.
A esta falta de infraestructura se suma el desplazamiento: forzadas por la violencia del grupo yihadista Al Shabab o por los fenómenos climáticos extremos que han arrasado cultivos y ganado durante los últimos años, más de 3,8 millones de personas han abandonado sus hogares.
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Pero ese no es el único movimiento que dificulta la cobertura vacunal de la población: al menos un 26 % de los somalíes son pastores nómadas y no tienen una residencia fija, sino que se mueven periódicamente en busca de pasto y agua.
"A veces llegas a un lugar donde sabías que había gente, pero no hay nadie. Ya se han movido", comenta riéndose Garad, acostumbrado a viajar de punta a punta del distrito de Dollow con su equipo móvil.
Armados con neveras que pueden mantener la cadena de frío hasta durante un mes sin electricidad, así como de suplementos alimenticios y otras medicinas, él y sus compañeros han llegado a trabajar "bajo un árbol", relata.
La prohibición yihadista
No sólo el clima y el desplazamiento dificultan la vacunación en Somalia. Al Shabab, que controla gran parte del sur y el centro del país, prohíbe, junto a la música o aprender inglés, la distribución de vacunas en sus territorios.
"En esas zonas, a veces trabajamos con algunas ONG locales que tienen acceso por las afiliaciones de los clanes", explica Kader, en referencia a estas comunidades que vertebran la sociedad somalí.
Otra manera de asegurar que los preciados fármacos llegan a la población bajo control yihadista es formar a vecinos de la zona para que ellos mismos puedan proporcionar servicios básicos de salud, como la vacuna oral de la polio.
En uno de esos territorios, en otro punto de la región de Gedo donde se encuentra Dollow, vivía Isnino Muse, quien, a sus 30 años, asegura a EFE que no sabía lo que era una vacuna antes de llegar con sus once hijos a Kaharey.
Mientras acuna pegado a su torso al pequeño Ubeyd, de ocho meses, el más pequeño de su prole y el primero que pudo vacunarse, Muse admite que, aunque está contenta por ello, tuvo que “apartar la mirada cuando le clavaron la aguja”.