“Blackstar”, otro gran disco alienígena de David Bowie

MADRID. Dicen de “Blackstar”, el nuevo disco que David Bowie publicará el 8 de enero, que podría considerarse el cuarto capítulo de su trilogía berlinesa, probablemente por un afán claramente experimental que le ha conducido, fuera de esta galaxia...

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Una sola escucha resulta insuficiente para aprehender todos los mundos comprendidos en el vigésimo quinto álbum de estudio del británico, si bien es cierto que la enorme intensidad de este ejercicio musical hace dudar de que sea apto para encadenar las reproducciones.

No es Blackstar un disco frugal y su acabado rezuma gran calidad no exenta de humor, como si Bowie hubiese dado rienda suelta a su ánimo más travieso tras satisfacer el gusto del público con el más convencional The next day (2013), esperado y alabado retorno a la música tras diez años sin material nuevo.

Por muy minucioso que haya sido en su elaboración, el genio londinense da señales aquí de ejercicio lúdico, de no tomarse demasiado en serio o, cuando menos, de no haber perdido el pulso provocador con títulos como “Tis a pity she was a whore” ("es una pena que fuera una puta", en español).

Su valentía es doblemente admirable porque, a los 68 años y tras 24 discos en los que reinventó varias veces la historia de la música popular, aún tiene el deseo de investigar y trascender.

En este caso la proeza consiste, por un lado, en incorporar un cuarteto de jazz para hacer rock y no sonar meloso en el 98 por ciento de su extensión y, por otro, en que la incorporación de tantos elementos a la línea melódica principal no suene caótica, pero sí desasosegante.

El saxofón de Donny McCaslin, conocido por realizar versiones de artistas de música electrónica como Aphex Twin, tiene un papel casi tan protagonista como la misma voz de Bowie, pero lejos de suavizar el contubernio musical, es fundamental para subrayar la demencia, el hastío o la decadencia que transmiten las canciones.

A la producción, cómo no, Tony Visconti, junto al que Bowie construye 7 cortes como 7 catedrales de largos, algunos de los cuales, como el inaugural Blackstar, primer sencillo, parece constituido en realidad por dos canciones en sus casi diez minutos de duración.

Su videoclip no resultó menos impactante. Un esqueleto embutido en un traje de astronauta aterriza en un paisaje desértico y rojizo, terreno abonado solo para los mutados y para que prospere una iglesia oscura para la que Bowie predica.

Aunque quizás este sencillo sea el ejercicio más loco y desbordante de todo el repertorio, música e imagen ofrecen un retrato fiel del conjunto.

El lamento de Lazarus, el segundo sencillo y tercer corte en el orden del disco tras la citada 'Tis a pity she was a whore, resulta más accesible a la escucha, con su saxo pesado y quejumbroso.

Contrasta con la velocidad que marca la batería en el siguiente tema, Sue (or in a season of crime), que Bowie ya editó en 2014 y habla de una relación predestinada a un mal final, en lo que parece una búsqueda acelerada y obsesiva tras la protagonista del título.

Girl loves me se asemeja a un típico cántico infantil, sobre todo por la voz de Bowie, que asume ese rol desde una perspectiva casi psicótica, con un coro eclesiástico y una sección de cuerdas que refuerzan el clima de misterio.

Lo más árido ya ha pasado. El piano es el que manda en Dollar days, lo que hace de este el corte más melancólico y un pequeño refugio a los agrestes pasajes previos, hilado con la armónica inicial de I can't give everything away, remate con marcada caja de ritmos tras una línea de voz que, sin su envoltorio de amargura, podría haber cantado un “crooner”.

De su escucha integral, solo queda la duda de si Blackstar contiene piezas capaces de trascender singularmente al imaginario colectivo junto a joyas como Heroes, The man who sold the world o Life on Mars, aunque a nivel global sacia sobradamente el paladar, con el regusto que dejaría la banda sonora de un remake imaginario de Blade runner a cargo de David Lynch

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