La memoria canta: Lizza Bogado y un ritual de emociones en escena

Antes de que sonara una sola nota, el hall del Teatro de las Américas ya hablaba por ella: vinilos, afiches, postales de otra época. Cada imagen era un umbral a su historia musical, desplegada como un altar para el reencuentro. Lizza Bogado invitaba así a entrar y agradecer: a recorrer el tiempo con la música como guía.

Lizza Bogado. Fotos: gentileza de la producción.
Lizza Bogado. Fotos: gentileza de la producción.

La ceremonia del pasado jueves 10 comenzó con “Gracias”, solo en instrumental, como un suspiro contenido. Luego, ella cruzó el umbral del escenario y su voz completó lo que ya vibraba en el aire. Cantó la segunda parte del tema, dijo unas palabras, y el lanzamiento del disco “Laboratorio del alma” se puso en marcha. No había fórmulas, solo una entrega radical: emoción, memoria y coraje.

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El primer estallido fue “Crecer y vencer”. Voz potente, inmensa, que irrumpe y desarma con una mezcla de urgencia y dulzura. El público respondió con vítores, y ella, sonriente, se permitió el regocijo. “Ha sido largo el camino, pero estamos aquí”, expresó. Este disco —dijo— se suma a otros que no solo buscan entretener, sino incomodar, provocar, tocar una fibra que a veces cuesta nombrar.

Cada canción era una puerta. Con “Asunción de mis amores”, la homenajeada fue la raíz: José Asunción Flores, el sonido original de un pueblo entero. La cantó suave, como quien guarda una ternura antigua. Entonces empezó a preguntar: ¿Qué es el tiempo? Y las respuestas surgieron como si fueran parte del guion: “oportunidad, regalo, nostalgia, bendición, amor”. “Entren al laboratorio”, invitó. Y nadie quedó afuera.

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“Detener el tiempo” la dedicó a su madre, con una emoción que no necesitó subrayarse. Luego, en “Ka’aru nde rehe’y”, abrió la herida colectiva de los domingos lejanos, esos que duelen por lo que falta. En “Silencio mortal”, el arte se volvió pregunta: ¿qué es la violencia de género? Y el público respondió con palabras duras, necesarias. Ignorancia, inhumanidad. El escenario era un espejo, pero también un aula, un fogón, un lugar donde pensar juntos.

Pero no todo fue llaga. “Quiero hacerte feliz” trajo sonrisas. Lizza preguntó si hacer feliz a otro es fácil o difícil. Las respuestas oscilaron entre lo serio y lo gracioso, y ella las recibió con complicidad. Luego rescató una joya olvidada: “A veces quiero ser”, una canción de 1985 que había llevado al festival OTI en Sevilla y nunca más se cantó ni grabó. Hasta esta noche.

Tras un intermedio instrumental con “Volverás a volar”, la artista reapareció con un cambio de vestuario y un temblor distinto. Cantó. Recordó el accidente en el que su hijo casi perdió la vida. Había algo en esa voz que no era solo canto, era testimonio.

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Lo que siguió fue un viaje por la emoción desnuda. “Sol de mi otoño” dejó a todos sin aliento: Lizza ruge como leona o acaricia con la voz. “De madre a hijo”, “Pequeño cielo”, “Herencia” y “Madre” tejieron un mapa de vínculos: la sangre, la raíz, la herida y el abrazo. Y entonces, con “Esperanza y fe” y “Paraguay mi pasión”, el canto volvió a hacerse bandera. Aún había sitio para el orgullo.

A su lado, sosteniéndola con una solvencia impecable, estuvieron Esteban Godoy en el piano, Paula Rodríguez en el bajo, Dahia Valenzuela y Ramón Mendoza en guitarras, Gonzalo Resquín en percusión y Sixto Corbalán en el arpa. Una banda ajustada, sensible, precisa, capaz de abrazar cada matiz con elegancia y fuerza, sin robar nunca el centro pero dándole cuerpo al alma del espectáculo.

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Y cuando parecía que ya no quedaba nada más por decir, “Un solo canto” cerró la noche como debe cerrarse toda celebración: todos unidos, sin distancias entre escenario y platea. Como si el alma misma se animara a cantar.

Y ahí quedó ella, intacta en el aire. Lizza, cuya voz no tiene tiempo, porque no pertenece a una época: pertenece a la emoción. Su canto es de esos que no se gastan, que no se apagan, que no se van. Como las cicatrices profundas, que lejos de doler, nos recuerdan que estamos vivos.

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