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Con el estreno de una nueva entrega de Transformers, los fans del séptimo arte nos vemos obligados a meditar de nuevo sobre el siempre fascinante misterio que es Michael Bay. Injustamente considerado por muchos el Anticristo del buen cine, quizá excesivamente empoderado por el dineral que la mayoría de sus películas recaudan, rara vez venerado pero siempre notable.
El amo y señor de las explosiones, la cámara en perpetuo movimiento – con o sin propósito –, los estereotipos y la comedia más cruda y negra, intencional o no, es un director cuya inclinación hacia los “blockbusters” siempre ha chocado un poco con sus sensibilidades más cínicas.
Bay es un cineasta que está más en su elemento cuando parodia y refleja en la luz menos halagadora posible el Estados Unidos “feo”; el exceso extremo de Bad Boys II o la perversión del sueño americano en Pain & Gain nos muestran al Bay más honesto.
Es por eso que, aunque su ojo para el espectáculo sin duda lo califica para algo de la escala de Transformers, Bay desde hace tiempo parece “desenganchado” de la saga, su interés en ella más que nada como un taller para probar tecnología cada vez más poderosa y de paso asegurarse financiación para sus proyectos más personales. Como resultado, sus Transformers se sienten vacías, espectáculos de dos horas y media cuyos detalles más allá de “había robots gigantes, muchas explosiones y edificios destruidos” se vuelven difusos y muy difíciles de recordar poco después de salir de la sala de cine.
Pero no es el caso en la primera película de la saga.
Si bien está lejos de ser una gran película, la primera Transformers lleva consigo en una medida pequeña pero perceptible la magia de lo nuevo, y un sentido de entender que lo que está poniendo en pantalla es impresionante.
Los filmes siguientes nunca se toman el tiempo para respirar y dejarnos asimilar lo que estamos viendo, acelerando entre batallas hiperactivas y charlas sobre conspiraciones, el pasado de los Transformers y lo que sea que héroes y villanos buscan en la película de turno; pero el primer filme repetidamente nos permite ponernos al nivel de Sam (Shia LaBeouf), Mikaela (Megan Fox) y el resto de los humanos y compartir su asombro.
Una de las primeras peleas “robot a robot” de la película, en la que el icónico Autobot amarillo Bumblebee defiende a Sam y Mikaela de un maligno Decepticon camuflado como una patrulla policial, culmina con una secuencia llena de lo que coloquialmente se llama la “mirada de Spielberg”, esas tomas de los personajes mirando con los ojos abiertos como platos, en pronfundo asombro, una reacción auténtica ante, digamos, ver cómo dos autos se transforman en robots y pelean hasta la muerte.
Spielberg fue el productor ejecutivo de las primeras películas de la saga y diría que su influencia se percibe más claramente en la primera; en tomas como en la que Bay nos muestra, bien claro y sin movimiento innecesario de cámara, cuando Bumblebee pasa de robot a auto, hay cierta magia “spielbergiana”.
Parte de esto es innegablemente debido a que, simplemente, era la primera película. Primeras impresiones son difíciles de replicar en una segunda, tercera o cuarta película por lógica. Pero la (relativa) simpleza de la primera Transformers con respecto a sus secuelas sencillamente se traduce en un filme más “limpio” y fácil de seguir, e incluso la típicamente caótica acción de Bay se ve más contenida. Entre todos los filmes de la saga – sin contar El Último Caballero –, el primero es el que tiene la acción más coherente.
La primera secuencia de acción con el Decepticon en la base militar es intencionalmente confusa porque se supone que haya algo de misterio, pero casi toda batalla que le sigue – que, para ser sinceros, se limitan a los militares contra el Decepticon en el desierto, el tiroteo con el mini-Decepticon Frenzy en la represa, la persecución en la autopista y la prolongada batalla final con todos los Transformers en Mission City – están coherentemente coreografiadas y editadas, son fáciles de entender y, por lo tanto, logran entretener en vez de simplemente apalear al cerebro con un asalto audiovisual casi abstracto.
Ayuda que la acción está mostrada, en la mayoría de las tomas, desde un punto de vista humano. Si la acción involucra a humanos – o sea, si no estamos viendo a Transformers peleando con Transformers – la cámara casi siempre nos pone a nivel de los humanos, lo que vende bien la escala de los robots y la destrucción que causan.
La saga Transformers hasta ahora no ha sido algo que celebrar demasiado, pero ha producido al menos una película que indudablemente entretiene. Y ya que los miles de millones de dólares en taquilla significan que no va a parar pronto, no queda más que esperar que produzca al menos otra con la calidad del filme original – o, de ser posible –, mejor.
¿Quizá El Último Caballero sea esa película?