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Una bandada de loros levantó vuelo desde la costa argentina para pasar hacia lado paraguayo. La ruidosa multitud de aves despertó a Rolando, un niño de 10 años, que dormía acostado en el plan de una lancha que flotaba sobre el río Paraná.
Los rayos del sol comenzaban a vislumbrarse dando color a lo que había quedado oculto por la noche. El niño abrió los ojos y buscó a su papá. Seguía ahí, acostado a su lado.
Tal vez los malos presentimientos que le atormentaron la noche anterior eran solo producto de su imaginación, inducida por una vieja tradición. No podía estar más equivocado.
La aventura, que se convertiría en pesadilla, comenzó casi 24 horas antes para Rolando. Como cada fin de semana, esperaba que su padre llegara del trabajo y eligiera a uno de los varones para acompañarlo a pescar.
Su hermano mayor, Rogelio, y él “competían” a lo largo de la semana para tratar de ganar ese privilegio. Más allá del amor por la pesca, lo que hacía realmente interesantes a las salidas era la oportunidad de pasar tiempo con su padre, el Dr. Agustín Goiburú.
La hermana más pequeña, Jazmín, no formaba parte de la competencia porque tenía apenas dos años. Ella deleitaba a su madre con sus primeras palabras.
Llevaban ya un tiempo viviendo en Posadas, esa ciudad argentina separada de Encarnación por el río Paraná. Habían tenido que recurrir al exilio en tierras del vecino país debido a la persecución que el gobierno de Alfredo Stroessner había desatado contra el médico.
Todo porque el Dr. Agustín se había negado a firmar certificaciones de defunción falsas para las víctimas de tortura que eran llevadas al Policlínico Policial, dónde él realizaba su residencia.
La pesca era la oportunidad de descanso para Agustín luego de una larga semana de trabajo en el Sanatorio Misiones, donde cada día recibía a decenas de compatriotas que iban desde Encarnación para poder escucharlo al menos.
Apenas oyó el anuncio: “Rolando, vamos”, el niño comenzó con los aprestos el sábado. Juntó lo necesario: liñadas, anzuelos, cucharas para el dorado, azúcar, sal, arroz y la infaltable yerba. Todo perfectamente ubicado en la parte de enfrente de la lancha.
La lancha, que era orgullo de su padre, tenía 3 metros de ancho por seis de largo, contaba con motor fuera de borda. Estaba pintada de color gris, lo que contrastaba con las letras de color rojo en las que se había escrito el nombre “Elin”, en homenaje a su esposa y madre de sus hijos.
Con las cosas ya cargadas, partieron.
En esa oportunidad fueron acompañados por don Francisco Amarilla y don Gumercindo Cardozo, un par de paraguayos que se encontraban realizando trabajos de albañilería en la casa de la familia Goiburú, ubicada en el barrio Aguacate.
Más de 40 años después, Rolando todavía recuerda cada instante de aquel fin de semana. Cada detalle es relatado con precisión mientras conversa con ABC Color. Una fuerte lluvia comenzó a caer.
Él decide continuar con el recuento.
El sábado pasó sin mayores novedades. No habían tenido suerte en la pesca, hasta que ya cerca de la noche picaron dos rayas. Las soltaron enseguida, pero el recuerdo de los animales quedó grabado en la mente del niño.
Una antigua tradición en la zona de Misiones y toda la zona aledaña al río Paraná asegura que pescar una raya es premonición de que algo malo ocurrirá. Quienes pescaban a alguno de esos animales optaban por volver a casa y probar suerte en otra oportunidad.
Ellos decidieron no hacerlo y continuaron ahí. Esa era la sensación que atormentaba a Rolando antes de acostarse lo más cerca posible de su papá en el piso de su navío.
Los hombres que los acompañaban siguieron pescando hasta bien entrada la noche.
Pero ya era un nuevo día y el niño trataba de obligarse a sí mismo a dejar de pensar en aquello. De hecho, con el amanecer ya se imaginaba pescando un dorado para comerlo poco después con sus compañeros.
Como desayuno tomó una taza de cocido acompañada de pan con picadito.
Su padre añoraba volver a su patria que estaba a escasos metros de ellos. Como todo aquel que vive en el exilio o incluso aún con mayor intensidad. Es por eso que cada vez que podía acercaba un poco su navío a la costa paraguaya, aprovechando los días con poco control.
En más de una oportunidad llegó incluso a tocar costa paraguaya para bajarse a caminar un poco, a sentir el suelo de ese su país del cual había tenido que huir debido a la persecución de un tirano gobernante.
A medida que se acercaba el mediodía, el sofocante calor iba tomando fuerza. El Paraná corría crecido, muy revuelto. Sus aguas de un color casi rojizo hacían un fuerte ruido cada vez que chocaban contra la embarcación.
Era hora del almuerzo y la suerte seguía sin acompañarlos. Ante esta situación, decidieron comenzar a comer las provisiones que habían llevado. El doctor Agustín fondeó la lancha para que pudieran descansar.
Luego del almuerzo, se acostaron a tomar una siesta.
Como ya lo había hecho la noche antes, Rolando volvió a ubicarse lo más cerca posible de su papá. Los dos albañiles seguían inmersos en su silenciosa pesca.
Rolando apoyó su cabeza contra el piso de la embarcación. El sonido del agua golpeando el casco le producía una agradable sensación de tranquilidad. Cerró los ojos y se dejó arrullar por la corriente del Paraná.
No se percató del paso de tiempo, pero de pronto el agua hacía llegar hasta sus oídos el sonido aún lejano del motor de otra embarcación. No le prestó mayor atención, ya que en varias ocasiones anteriores había sido testigo de cómo la corriente hacía llegar el ruido de algún navío que pasaba lejos. Debía de ser solo eso.
Trató de volver a sus sueños. Pero el ruido tomaba cada vez más fuerza. La intensidad aumentaba con cada segundo. Se levantó con la intención de encontrar con la vista a los responsables del ruido que perturbaba su descanso. Nada podría haber preparado al niño para encontrarse con lo que se encontraría.
Allí estaba.
Era un patrullero color gris con la bandera paraguaya flameando en lo alto. La nave venía directo a ellos.
Rolando sacudió al doctor. “¡Papá! ¡Papá! Levantate y mirá”, le espetó el niño, consciente de que nada bueno les depararía el destino si eran alcanzados.
Agustín se levantó del piso dando un brinco y llegó corriendo hasta el motor. “Recojan todo rápido”, dijo a los gritos y agarró con su mano la cuerda del motor para comenzar a tratar de ponerlo en marcha. Pero el maldito no funcionaba.
Una y otra vez, cada vez con mayor fuerza y frustración, Agustín intentaba hacer funcionar al armatoste. “¡La puta carajo!”, gritó, dándose cuenta de que sus esfuerzos eran vanos.
¿Cuánto tiempo había pasado? Algunos minutos quizás, pero la tensión hacía que cada fracción de segundo quedara registrada en la memoria de Rolando. De pronto la LP1 ya estaba a escasos metros de distancia.
El suboficial José Dolores Paiva, un asimilado -es decir uno que no hizo carrera en la marina sino que debía el puesto a algún padrino- estaba parado a estribor con la mirada irónica clavada en los cuatro tripulantes del “Elin”. Una mirada que trataba de esconderse detrás de unos lentes de sol como aquellos que utilizaban los pilotos de aviones de guerra que aparecían en las películas.
Una sonrisa burlona, pesada, se dibujaba en un rostro marcado por una gran cicatriz que bajaba desde el lóbulo inferior de la oreja izquierda hasta el maxilar inferior.
Rolando sentía que estaba frente a uno de esos piratas sobre los que escuchaba en cuentos, antes que frente a un encargado de velar por la soberanía de un país.
Justo en el centro de la proa de la patrullera, un pequeño marinero -no mucho mayor que Rolando tal vez- sostenía una pesada ametralladora mucho más grande que él. El arma apuntaba directamente a ellos.
Intentando simular voz de autoridad, Paiva espetó: “Entreguen sus documentos”. Apenas había terminado la oración cuando se dio la vuelta a ordenar a otro marinero: “Aten con la cuerda la proa a la popa, que les vamos a remolcar”.
El pequeño Rolando ya no entendía lo que pasaba a su alrededor, apenas alcanzó a comprender que su papá se dirigía en tono amenazante al marino para decirle: “Agante jajotopajeyta tape po'ipe” (Ya nos encontraremos en algún caminito).
Los marinos se encargaron de atarles las manos a todos, incluido al niño de 10 años. Todavía confundido, luego de unos minutos Rolando consiguió pararse. El encargado de la ametralladora le apuntó.
“¡Oficial, métase esa ametralladora en el culo carajo en vez de apuntarle a un niño! ¡Cobarde!”, gritó enseguida el doctor Goiburú.
Rolando volvió a sentarse en el piso de la embarcación. “Se cumplió nomás lo de la raya”, pensó. “Si hubiésemos regresado a casa después de largarlas esto no iba a ocurrir”.
El viaje duró aproximadamente una hora y media. Durante todo ese tiempo, el niño solo miraba a su padre que viajaba sentado en la popa con la vista fija en el agua que corría a un costado del bote. Cada cierto tiempo levantaba la cabeza para quedarse mirando fijo en dirección a Posadas.
Tiempo después, antes de ser secuestrado y desaparecido definitivamente, Agustín le contó a su familia lo que se le pasó por la cabeza en aquel instante. Pensaba en tirarse y zambullir todo el tiempo que sus pulmones le permitieran para luego tratar de llegar a nado hasta la costa argentina.
El médico era un hombre atlético. Le dedicaba buen tiempo a realizar caminatas, correr, ir al gimnasio. El nado era otras de sus especialidades. Su familia recuerda con qué habilidad se tiraba desde el puente del balneario Bonplán, cerca de Candelaria en Argentina, para luego permanecer bajo el agua durante varios minutos.
Pero como estaba Rolando, decidió no hacerlo.
El viaje los llevó hasta las oficinas de la Marina, un edificio cuadrado y despintado de blanco que parecía más a un gran calabozo que a una dependencia estatal.
Apenas llegaron, un grupo de marineros vestidos con sus uniformes azules los esperaban. Sus pequeñas manos cargaban fusiles de la época de la Guerra del Chaco. Eran del tipo “tiro por tiro”, conocidos como máuser que tres décadas antes habían sido utilizadas para repeler la invasión boliviana en la zona del Chaco.
El doctor Agustín Goiburú fue encerrado en una celda. Ahí fue maniatado con alambres y lo metieron en una bañera, una de las técnicas de tortura más comunes durante los años de la dictadura más larga en Sudamérica.
No permaneció mucho tiempo ahí. Uno o dos días después fue trasladado a Asunción, donde estuvo recluido en las oficinas de la Marina donde un primo suyo, de apellido López Moreira, era el encargado. Lo que no le significó ahorros en el sufrimiento al que fue expuesto.
Rolando, en cambio, permaneció prisionero en la Marina de Encarnación durante una semana. Siete largos días durante los cuales sufrió maltratos verbales, empujones, golpes en la cabeza. El tiempo parecía no pasar para el niño.
Paiva trató de obligar al niño para que firmara una declaración en la que admitía que habían sido detenidos por portar armas en el navío. A él, un niño de 10 años.
Luego de esa semana, decidieron dejarlo libre. “Andate”, le dijo un oficial mientras le abría la puerta del viejo edificio que hoy ya está bajo agua como consecuencia del embalse de la hidroeléctrica Yacyretá.
El niño nunca había conocido Encarnación.
Así que ahí estaba, solo, golpeado, en una ciudad totalmente desconocida mientras la noche iba cayendo. Caminó un buen tiempo, sin saber adónde se dirigía hasta que llegó a una casa donde se decidió a golpear las manos.
“Yo soy Rolando Goiburú. Mi papá está preso en la Marina y yo me quiero ir a mi casa, a Posadas, porque me está esperando mi mamá”, suplicó el niño a los dueños de casa. Los desconocidos lo acogieron, le dieron un lugar donde dormir mientras encontraban la forma de contactar con su madre.
Al día siguiente, la familia lo llevó hasta el puerto donde lo esperaba su mamá que lo llevó a casa.
“No sé quiénes eran, de qué familia eran. Solo sé que encontraron la forma de contactar con mamá”, me cuenta cuatro décadas después.
Afuera, la lluvia caía con más fuerza y en la ventana se podía observar como algunos rayos irrumpían en el cielo negro.
Una vez con su madre, Rolando no conseguía hablar mucho. Seguía en shock y lo único que podía hacer era llorar. “Mamá, nos metieron presos. No sé dónde está papá, él también estaba ahí”, le dijo entre sollozos.
De su papá no volvió a saber sino hasta un año después, cuando luego de muchas averiguaciones se enteraron de que estaba preso en la Comisaría Séptima de Asunción. Rolando acompañó a su mamá para visitarlo.
Pocos días después, Agustín y otros presos consiguieron fugarse para pedir refugio en la embajada de Chile, país al que terminaría viajando antes de volver a Posadas.
Algunos años más tarde, Rolando fue enviado a Buenos Aires por su padre, y ya nunca lo pudo ver, porque el 9 de febrero de 1977, Agustín Goiburú fue secuestrado por desconocidos mientras volvía de su trabajo. Luego fue asesinado y hasta hoy sus restos siguen desaparecidos.
Lejos de quedar sumidos en el miedo, sus hijos comenzaron a incursionar en grupos juveniles que desafiaban al régimen stronista. Se los podía ver en manifestaciones, pegando panfletos, siendo encarcelados por pedir justicia.
Investigaciones realizadas por un Rolando ya maduro le revelaron que José Dolores Paiva fue investigado por inteligencia de la Marina debido a sospechas que pesaban sobre él.
El oficial que lo había secuestrado fue acusado de narcotráfico. Llevaba drogas desde Paraguay a Argentina a cambio de bebidas y otras cosas. Asesinó a dos personas, una de ellas un cabo de la Prefectura Naval del vecino país.
Era un alcohólico empedernido, por lo que fue degradado y enviado al Penal de Tacumbú. Luego de cumplir su pena fue a parar a Encarnación, donde se encontraba sumido en su propia miseria.
El bote de su padre había quedado en manos de un capitán que le confirmó que fue a parar a alguno de los depósitos de los talleres de la Marina en Asunción.
“Me llevó bastante años poder recordar muchos detalles y todas las sensaciones que te estoy relatando”, me confiesa.
Junto a sus hermanos, Rogelio y Jazmín, siguen buscando los restos de su padre, además de los otros casi 500 desaparecidos de la dictadura stronista sobre los que se tienen denuncias. Los tres han tratado de mantener una vida intachable, siendo fieles al legado que les dejó su padre.
Rolando se encuentra escribiendo esa historia con la intención de poder publicarla algún día.
Terminó su relato. Se sacó los anteojos y quedó en silencio por unos segundos. La lluvia seguía cayendo con fuerza, cada tanto un relámpago nos sorprendía. “Esa es parte de nuestra historia, nuestra pesadilla”, me dice.
Nos quedamos hablando varios minutos más sobre temas varios, para luego despedirnos aprovechando que la lluvia había parado un poco.