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El control que imperaba durante los años de la dictadura del Gral. Alfredo Stroessner, aquel militar que gobernó nuestro país durante 35 años (1954-1989), no escapó el terreno de las artes.
Escritores, poetas, músicos, escultores y cualquier profesional que vinculaba su oficio a la creación ocuparon la atención de un estricto control policial que no escatimó en perseguir, castigar y hasta expulsarlos del país, si fuera necesario.
El pecado de reflejar la dura realidad a la esfera artística era un pecado que podía costar caro. Es el caso del prolífico escritor paraguayo, Augusto Roa Bastos, quien fue deportado sin orden judicial alguna a la ciudad de Clorinda, Argentina, un 30 de abril de 1982.
La cruda escena nos remite a una tarde en la que cuatro hombres vestidos de civil irrumpieron a la vivienda del literato para expresarle que debía acompañarlos.
Tras un duro silencio del oficialismo, recién el 2 de mayo el Ministerio del Interior se preocupó de difundir que el escritor no era más que “un bolchevique ultra-moscovita”.
“Antes de que venga a adoctrinar a la juventud para organizar guerrillas o para alzarse contra el gobierno, lo expulsamos del país”, señaló Sabino Montanaro, el ministro del Interior de la época, tiempo después.
Durante sus años de exilio, Roa Bastos expulsó sus demonios a través de obras que lo llevaron a la cumbre, como “El trueno entre las hojas” (1953), “Hijo de hombre” (1960) y “Yo el Supremo” (1974).
Recién en febrero de 1989, luego del derrocamiento de Stroessner, el gobierno del Gral. Andrés Rodríguez entregó de nuevo un pasaporte paraguayo al eminente escritor, en el mismo año en que Roa Bastos fue galardonado con el Premio Cervantes de Literatura.
Pero Roa Bastos no fue el único escritor que sufrió por cuestiones políticas durante la dictadura. También ocurrió con el escritor José María Rivarola Matto, quien –si bien fue exiliado inicialmente durante la contienda civil de los años 1946 al 1947–, al regresar a Asunción en 1950, durante la dictadura de Stroessner, fue apresado por exponer libremente sus ideas.
Entre otros célebres escritores que sufrieron el exilio se encontraban hombres de letras como Hérib Campos Cervera, Rubén Bareiro Saguier y el poeta Elvio Romero.
“Si me toca volver, si me tocara / volver a lo hondo, al haz de los rastrojos, / ...volvería a cumplir el mismo rito, / volvería a cantar del mismo modo / ...¡la misma luz coronaría a un hombre!”, escribió alguna vez Romero, quien huyó de Asunción, atravesó el Pilcomayo, cruzó a pie el Chaco y llegó a Buenos Aires, ciudad donde vivió sus últimas décadas hasta que, finalmente, su vida se apagó.
Las obras literarias no fueron las únicas expresiones observadas con lupa durante la dictadura de Stroessner. La música corrió la misma suerte.
Así, artistas que no estaban afiliados al Partido Colorado no tenían derecho a beneficiarse con becas ni viajes al exterior; mucho menos poder acceder a un cargo público.
Es por eso que no faltaron los músicos “aduladores”; esto es, aquellos que cantaban loas al dictador desde los denominados “purahéi kele’e” o “canto de adulación”, como lo llamó el periodista y compositor Alberto Candia.
Entre los músicos obligados al exilio se encontró el compositor y director de orquesta Herminio Giménez, quien tuvo que partir a la Argentina. También fue el caso de Epifanio Méndez Fleitas, quien incluso fue torturado y preso, y tuvo que exiliarse en Argentina, Uruguay y en los Estados Unidos.
En contrapartida, en Paraguay brotaba un impulso creativo, valiéndose de figuras literarias para transmitir un mensaje de liberación y esperanza. Es así como surgen movimientos populares como el Nuevo Cancionero Popular Paraguayo, las canciones de protesta, la “guarania bolero” y el rock nacional.
De las letras a las artes visuales, de la música al teatro, los artistas paraguayos generan espacios de creación y difusión, aún enfrentándose a los conflictos que imponía la autoridad.
Se desenvuelven activamente artistas como Carlos Colombino, Olga Blinder, José Luis Ardissone, César Cataldo, Joel Filártiga, Ricardo Flecha, Galia Giménez, Alcibíades González Delvalle, Félix de Guarania, Hermann Guggiari, Ricardo Migliorisi y Agustín Núñez.
Muchos de sus testimonios forman parte de la película documental “Esperanza”, dirigida por los franceses Enrique Carballido y Sylvie Moreaux y estrenada comercialmente el año pasado en Asunción.
En tiempos de la dictadura, el rock era considerado casi una mala palabra. Y ser “rockero”, usar barba y conservar el pelo largo, podían conllevar medidas impensadas para nuestros días.
Es lo que recuerda Nicodemus Espinosa, reconocido ilustrador y músico que – en aquellos tiempos– integró las agrupaciones de rock Mugre y Ataúd. “Todos sentíamos miedo. Todos nos autocensurábamos, y sabíamos que, si te agarraban, la ibas a pasar mal. Esa era la consigna. Todo el mundo sabía…”, recuerda el artista, quien también fue uno de los fundadores la primera revista de rock en Paraguay, titulada “JE JE GRAP”.
Espinosa recuerda insólitos episodios que reflejan una época en la que solo importaba la voz de la “autoridad”. Tal es así, que cuando fueron a registrar esa publicación al Ministerio del Interior, les pidieron los nombres de los titulares, aclarando que “si publican algo que no nos guste, ya sabemos a quién buscar”. O la recordada “operación tijera”, a través de la cual los agentes policiales buscaban a los “rockeros pelilargos” para rebajarles o hacerles un “recorte cadete”, según la actitud que demostrasen.
“No podías pasar donde había policía: sin falta te atajaban, te pedían documentos o te rompían las bolas”, comenta el ilustrador rockero, quien también recuerda una ocasión en la que interpretaron una canción a un anciano insomne del barrio Obrero, pedido suyo. En esa oportunidad, policías aparecieron inmediatamente y los detuvieron por no tener “permiso para serenata”. Terminaron todos en la Comisaría.
La postura de aquellos músicos de rock, sin dudas, era demostrar que no había un pensamiento único. Era lo que denominaban una “contracultura”, tan temida por la autoridad.
Por aquellos años nacen los primeros conceptos de un “rock nacional”, que por entonces se denominaba “progresivo”. Entre los precursores, Espinosa nombra a Los Rebeldes como primera agrupación de rock nacional con canciones en español.
La lucha contra la intolerancia era permanente. “Era enfermiza. Los uniformados eran los dueños, y toda la gente quería estar bien con la policía o las autoridades”, menciona el artista, quien escribió metáforas para su grupo Ataúd, en letras como la que decía: “Monstruos de metal / verdes y carroñeros”; una clara referencia a la milicia. Figuras literarias que la Policía ni los mismos militares, afortunadamente, nunca supieron interpretar.