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La yerba mate (Ilex paraguariensis) acompaña a la cultura guaraní desde antes de la llegada de los españoles, desde la Amazonía hasta la Cuenca de la Plata. Cuenta la historia que los jesuitas en principio llegaron a registrar su consumo como algo “diabólico”, pero -con los años- aceptaron su valor y propiedades medicinales.
En Paraguay, el consumo del tereré y el mate es extensivo, por lo cual la yerba se consume durante todo el año, ya no solo entre las comunidades indígenas.
A unos 240 kilómetros de Asunción, en Capiibary, se encuentra ubicada la comunidad indígena Ka ́aty Miri San Francisco. Para llegar se debe seguir un largo camino marcado por la gran cantidad de plantaciones extensivas de soja.
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De esta comunidad forman parte aproximadamente 30 familias, que viven de la producción, sobre todo, de la yerba mate (Ilex paraguariensis). “Para nosotros, es una planta sagrada”, afirma el líder, Ariel Benítez (30).
Su comunidad se encuentra instalada en un terreno de 600 hectáreas y, hace aproximadamente tres décadas, estaban completamente rodeados de bosques nativos. La yerba crecía en su estado silvestre, sin intervención humana. Sin embargo, en los últimos años fueron perdiendo los bosques y sus plantaciones se vieron afectadas por el avance masivo de la soja, además de la sequía y las repentinas tormentas.
La yerba, una planta sagrada y medicinal
“La yerba mate, para el pueblo indígena, es una planta medicinal y sagrada. Por eso los bosques de yerba que tenemos los vamos a conservar hasta donde podamos”, expresa el líder de la comunidad.
La yerba contiene vitaminas del complejo B y potasio. Posee un efecto diurético y antioxidante, además, su contenido de cafeína tiene efectos estimulantes.
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Destaca que tiene un alto valor ancestral y algunas comunidades la usan también para los rituales. “Es lo que nos da fuerzas, como pueblo indígena. Es en lo que creemos; consumimos y nos da una fuerza espiritual”, expresa.
Otros miembros de la comunidad agregaron que usan las hojas de la yerba para curar distintos tipos de enfermedades y hasta para sanar heridas de animales. Por ejemplo, contaron que un puñado de hojas machacadas en té frío puede ser muy efectivo para el dolor de cabeza.
Sus bosques también albergan muchas otras plantas medicinales, que forman parte de la cultura ancestral de esta y muchas otras comunidades indígenas.
Un proyecto, una esperanza
En el distrito de Capiibary, San Pedro, la agricultura es una de las actividades más expuestas al cambio climático. Eso convierte a esta y otras comunidades indígenas y campesinas como las más vulnerables a las intensas sequías y los repentinos temporales de gran intensidad.
Hace dos años, la comunidad decidió formar parte del proyecto PROEZA (Proyecto Pobreza, Reforestación, Energía y Cambio Climático). “Nosotros vimos que iba a ser importante para nosotros. Informamos a la comunidad, hicimos las consultas, vimos que sería de provecho y decidimos aceptar el proyecto”, relata el líder.
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El proyecto combina objetivos de generación de ingresos económicos, reforestación, generación de energías renovables y mitigación de los efectos del cambio climático en familias rurales que viven en situación de vulnerabilidad social y ambiental.
Por primera vez, esta comunidad empezó a cultivar plantines de yerba, con ayuda de los técnicos y combinando, sobre todo, con los conocimientos ancestrales de los integrantes. Los coordinadores de proyecto facilitaron insumos para todo este proceso.
“Muchas cosas aprendimos en las capacitaciones. Antes, por ejemplo, cocinábamos la yerba para la venta a través de intermediarios, muy barato, pero ahora nos enseñaron y podemos cocinar, producir y envasar acá, para poder vender a mejor precio”, relata Ariel.
El bosque es el “supermercado” de la comunidad
La protección de sus bosques nativos no solo implica un beneficio global contra los efectos de la crisis climática. Para las comunidades indígenas, significa proteger su modo de vida y su sustento diario.
“Ahí tenemos todo lo que necesitamos. Nos mantenemos gracias a él (bosque); tenemos leña, carneamos animales, encontramos miel y no nos falta nada”, agrega Treli, la esposa de Ariel.
Esta comunidad posee extensas plantaciones que fueron también potenciadas en el marco de este proyecto. Producen desde maní, maíz, sésamo y mandioca, hasta sandía, piña y muchos otros productos más.
“Este (el bosque) es nuestro supermercado, ahí tenemos nuestros remedios, alimentos, comida para los animales, frutas, naranjas, guembé. Si sabés cómo usar, tenés de todo”, destaca el líder.
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Un pulmón para Capiibary
“El proyecto PROEZA busca fomentar la regeneración natural y recuperar áreas boscosas. Esta comunidad cuenta con 600 hectáreas y 400 hectáreas de bosque nativo en proceso de recuperación. Lo que hicimos fue introducir la yerba mate bajo monte, buscando mantener la cobertura forestal dentro”, detalla el ingeniero Luis Britos, especialista forestal de PROEZA.
“Esta es una de las pocas comunidades que siguen manteniendo su área boscosa; como pueden ver, no tenemos monocultivos ni cultivos extensivos. Sí los tenemos en parcelas colindantes a esta comunidad. Entonces este es un pulmón prácticamente en Capiibary”, asegura.
Relata que la comunidad tenía producción de forma nativa, por lo cual era una zona apta para el cultivo. Además, eso implicó que el trabajo en todo momento sea colaborativo.
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“Por ejemplo, ellos nos enseñaron que antes de realizar la plantación tenés que preparar los sitios de plantación y dejar que eso respire. ‘Torespira la ka’aguy (Que respire el bosque)’, decían. Entonces posterior a eso nosotros comenzamos las plantaciones y tuvimos bastante éxito”, destaca el ingeniero.
Esta comunidad mejoró sus ingresos a través del proyecto, recibió incentivos económicos durante dos años y el 90% los más de 1.500 plantines que prendieron forman parte de sus recursos naturales invaluables.
La coordinación del proyecto PROEZA está a cargo del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), quien junto con otras 8 instituciones públicas acompañan la implementación. Tiene la financiación del Fondo Verde del Clima (FVC) y cuenta con la asistencia técnica de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
Hay cientos de familias participantes a nivel país y todas forman parte al mismo tiempo del programa social Tekoporã, orientado a la protección de familias en situación de pobreza y vulnerabilidad.
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Sequías prolongadas y pesticidas, principales enemigos de la comunidad
Paraguay lleva prácticamente dos años enfrentando una cruda sequía. Esta comunidad indígena también sufrió los embates, sobre todo al inicio de la plantación. Las familias cuentan que perdieron muchas plantaciones que eran para el autoconsumo.
Generalmente, por ser área boscosa nativa, las plantas no requieren de riego. Sin embargo, en temporadas de sequía extrema, los miembros de la comunidad tuvieron que ver la manera de regar sus plantines, de manera manual.
“Nosotros iniciamos en el 2022, tuvimos una sequía al inicio del otoño, tuvimos inconvenientes en cuanto al prendimiento. Se tuvo que replantar en cuatro ocasiones para que los plantines estén en estas condiciones. Actualmente, ya con el 99% de prendimiento”, relata el ingeniero forestal.
Realizando un recorrido por las parcelas de plantación, los miembros de la comunidad contaron que están rodeados por extensas parcelas de sojas. Destacaron que en ciertos horarios, los pesticidas los invaden y creen que ya está afectando la salud de sus niños.
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Los miembros más antiguos de la comunidad destacaron que los pequeños ahora tienen muchos problemas estomacales y también respiratorios, con más frecuencia. “Ojogua paite la brasilero kuéra (los brasileños compraron todas las tierras)”, destacaron mostrando las plantaciones de soja.
Contaron, por ejemplo, que una comunidad campesina vecina se vio obligada a dejar sus tierras ante el avance del monocultivo. “El veneno mataba todo lo que plantaban, nada prendía”, lamentaron.
Los participantes se mostraron muy contentos con su producción y las mejorías que vieron gracias a los nuevos métodos sustentables, pero aprovechan la visibilidad para pedir mayor presencia estatal. Puntualmente, destacan la necesidad de construcción de viviendas y la extensión del sistema eléctrico, puesto que deben instalarse en distintos puntos lejanos de la parcela, para cuidar sus plantaciones. Además, señalan que apenas tienen una escuela para todos los niños de la comunidad, con un profesor que implementa el sistema plurigrado, con muy pocos recursos.
En medio de todas estas adversidades, esta comunidad resiste y está mejorando sus condiciones de vida gracias al esfuerzo diario. Además, sus miembros prometen preservar sus bosques, como un legado para generaciones futuras.
“Nosotros vemos que esa es la misión, enfrentar el cambio climático, porque hoy en día es lo que a todos afecta y los más vulnerables son campesinos e indígenas. Por eso ponemos nuestra parte para poder enfrentar. Tenemos 600 hectáreas y 400 son de monte; eso nos comprometimos a cuidar para que la familia pueda aprovecharlo también. Porque lo que se destruye no se puede recuperar”, reflexiona Ariel.
*Este artículo hace parte de la serie de publicaciones resultado del Programa de becas de ColaborAcción edición Hábitat, ejecutado con el apoyo de la Fundación Gabo, Fundación Avina y Hábitat para la Humanidad.