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Esta composición es acorde a la de otros tribunales mixtos, los llamados “hybrid tribunals”, que vienen operando en diferentes situaciones de transición. Claro está, lo clave aquí va a ser quiénes concretamente serán estos magistrados colombianos y extranjeros. El acuerdo solo habla de manera imprecisa de “los más altos requisitos”. En términos más concretos se podría acudir a los criterios conocidos de los tribunales internacionales, por ejemplo al art. 36 inc. 3 del Estatuto de la Corte Penal Internacional (CPI), que exige que sean “personas de alta consideración moral, imparcialidad e integridad” con reconocida competencia en las materias de Derecho relevantes (lo que en este contexto significaría: Derecho Penal Internacional, en sentido amplio, y proceso penal internacional y colombiano) y el dominio suficiente del idioma de trabajo, que en este caso sería español. Además, es importante que estas personas tengan un conocimiento básico del conflicto colombiano, sin que ello implique una pérdida de su independencia o neutralidad frente a los actores del conflicto.
Por lo demás, el acuerdo sigue las experiencias de procesos similares de justicia transicional con algunos ingredientes particulares colombianos. En primer lugar, el establecimiento de una “Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad” lo más amplia posible, lo cual es una vieja demanda del movimiento de derechos humanos y de justicia transicional. Claro está, aquí también mucho dependerá de los integrantes de esta Comisión. Básicamente deberían aplicarse los mismos criterios generales mencionados arriba.
En segundo lugar, el modelo procesal dualista que propone el acuerdo –sometimiento versus contradicción– recoge por un lado la experiencia de la Ley de Justicia y Paz (Ley 975 de 2005), pero por otro lado agrega el modelo del proceso penal contradictorio. Para muchos causa sorpresa que las FARC aceptaran este planteamiento, pues esto significa que serán judicializados –lo que presupone a su vez que, en primer lugar y ante todo, aceptan responsabilidad (penal)– y, además, que son equiparados a los paramilitares. De hecho, el acuerdo en esta parte adopta el mismo modelo que fue aplicado a estos últimos, ya que si un paramilitar no se sometía a la Ley 975, debía, por lo menos teóricamente, ser procesado por la justicia penal ordinaria en un proceso contradictorio. Aquí también está presente el componente de verdad, tan importante en estos procesos de transición, pues se espera que la mayoría de los responsables se sometan y realicen confesiones amplias. Ante esta similitud con el proceso de la Ley 975 es poco consistente que su arquitecto, el senador Uribe, se oponga vehemente a lo acordado.
En tercer lugar, en cuanto a la competencia ratione materiae de la nueva jurisdicción, es de anotar que comprenderá los crímenes internacionales más graves (los denominados “core crimes”, es decir: genocidio, crímenes de lesa humanidad y graves crímenes de guerra) e inclusive algunos crímenes individuales (por ejemplo toma de rehenes, tortura, desplazamiento forzado y, de manera bastante amplia, violencia sexual), los cuales, por la falta del elemento de contexto, no pertenecen al primer grupo de los “core crimes”. Así, la jurisdicción propuesta incluso va más allá de lo internacionalmente demandado y comprendido dentro de la competencia de la CPI. Todos estos crímenes no pueden, según el acuerdo, ser objeto de una amnistía o de cualquier otro mecanismo de exención de responsabilidad. En consecuencia, la fiscal jefe de la CPI no ha demorado en afirmar que recibe “con optimismo” la exclusión de una amnistía para tales crímenes. En otras palabras, la fiscal ha “aprobado” explícitamente esta parte del acuerdo.
Por otro lado, “la amnistía más amplia posible” a la cual se alude en el acuerdo, tiene plena conformidad con el Derecho Internacional, concretamente con el art. 6 inc. 5 del Protocolo Adicional II a los Convenios de Ginebra, norma que ya había sido invocada anteriormente por el expresidente Uribe en el marco de su “proceso de paz”. Por supuesto, la interpretación del delito político y de conductas conexas es muy discutible, en particular en relación con el secuestro y con actividades de narcotráfico. Claro está, se podría asumir una postura restrictiva que limite el concepto de delito político a los delitos clásicos de rebelión y sedición excluyendo a este tipo de conductas de los delitos conexos. Sin embargo, esto no es una cuestión que determine el Derecho Internacional, sino que concierne al Derecho y a la política criminal colombianas. De hecho la tradición colombiana del delito político y su tratamiento diferenciado a nivel constitucional es algo muy particular, difícil de entender para extranjeros. Como es de recordar la Corte Suprema de Justicia ha considerado, en el marco de la Ley 975, que “los antecedentes legislativos no indican que el espíritu de la ley pasara por excluir la actividad del narcotráfico de la justicia transicional” (Sentencia de 30/4/2014, Sala de Casación Penal, radicado núm. 42534) y, además, que el narcotráfico tiene conexidad con el delito de rebelión cuando esta conducta se realiza para financiar las acciones de organizaciones insurgentes en el marco del conflicto (Concepto de extradición CP117-2015 del 24/9/2015).
En cuarto lugar, en cuanto a la competencia ratione personae de la nueva jurisdicción, vale la pena enfatizar que tiene competencia para todas las personas involucradas “de manera directa o indirecta” en el conflicto, o sea, no solamente frente a miembros de las FARC-EP, sino también frente a agentes del Estado. En este contexto se debe subrayar que si bien la competencia se refiere a todos los responsables, se hace hincapié en “los casos más graves y representativos” –igualmente, en cuanto a la competencia material a los delitos “más graves y representativos”– lo que podría ser interpretado, siguiendo la práctica internacional (y colombiana), como un enfoque en la investigación y el juzgamiento en los “más responsables”. De todas maneras no es completamente clara esta parte del acuerdo –pues la referencia es a casos y delitos, no a personas– y debería ser clarificada por la legislación estatutaria.
En quinto lugar, con relación al muy polémico tema de la sanción, el acuerdo prevé, efectivamente, un sistema triple: Por un lado, distingue entre personas que acepten responsabilidad desde el principio y otras que la acepten “de manera tardía”; en ambos casos la sanción debe tener “un componente de restricción de libertades y derechos” entre cinco y ocho años pero en el primer caso se cumplirá “en condiciones especiales” y en el segundo “en condiciones ordinarias”. Por otro lado, las personas que se nieguen a reconocer su responsabilidad podrían recibir, su culpabilidad debidamente demostrada, una “pena de prisión” hasta de 20 años “en condiciones ordinarias”. De allí surgen por lo menos tres preguntas: Primero, no está claro a qué se refiere el reconocimiento “tardía”, tal vez a una fase procesal (¿cuál?) luego del inicio de la investigación. Segundo, mientras “condiciones ordinarias” parecen referirse al cumplimiento de la pena en cárcel, no queda claro el significado de “condiciones especiales”. Obviamente tiene que ser algo diferente, probablemente una restricción de libertad fuera de la cárcel. En tercer lugar, parece claro que la (mal) llamada “pena alternativa” en este contexto se alude solamente al periodo reducido de cinco a ocho años pero exige, como requisito adicional, que el beneficiario contribuye activamente con su resocialización. Respecto a esa pena alternativa el legislador estatuario debería precisar el contenido de una sanción que “garantice el cumplimiento de las funciones reparadoras y restauradoras… mediante la realización de trabajos, obras y actividades y en general la satisfacción de los derechos de las víctimas”. Lo único que está claro aquí es que todas estas cuestiones no están determinadas por el Derecho International, sino por el Derecho y la política criminal colombianas.
No obstante estos problemas de interpretación el acuerdo es un paso histórico que, en términos de accountability, le exige más a las FARC-EP de lo que la Ley 975 le exigió al paramilitarismo y les da, en cambio, algo que ya es consecuencia de las negociaciones de La Habana, o sea, el reconocimiento de “movimiento político”. Ahora todo depende de la rápida pero al mismo tiempo exacta y detallada implementación para evitar o por lo menos reducir los problemas de interpretación mencionados. La firma del acuerdo final el 23 de marzo de 2016 traería como consecuencia la dejación de armas de las FARC-EP dentro de los siguientes sesenta días. Solamente a partir de allí se podrá comenzar con el procesamiento de los (más) responsables en el marco de la nueva “Jurisdicción Especial”.
* Catedrático de Derecho Penal, Derecho Procesal Penal, Derecho Comparado y Derecho Penal Internacional en la Georg-August-Universität Göttingen (Alemania), Director del Centro de Estudios de Derecho Penal y Procesal Penal Latinoamericano (CEDPAL) de la misma Universidad y juez del Tribunal Provincial de Göttingen. Agradecimientos del autor a Gustavo Cote y Diego Tarapués Sandino por sus importantes comentarios. Originalmente publicado en El Espectador, Bogotá, Colombia, 27/9/2015.