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El precepto que antecede impone a los funcionarios vinculados a la actividad “imprescindible” la obligación de asegurar el funcionamiento regular de los servicios. Para tales efectos, el organismo afectado o la autoridad administrativa (Viceministerio del Trabajo, dependiente Ministerio de Justicia y Trabajo antes, hoy, Ministerio del Trabajo) pertinente hará saber al sindicato propiciante de la huelga, la nómina de personal que resulte necesaria. Esto quiere decir, básicamente, que no está prohibida la huelga para los funcionarios público; sin embargo, los mismos deben garantizar la regularidad del servicio, lo que implica que la calidad del mismo no puede verse disminuida. La regularidad del servicio público se vincula, como se ha dicho, con la calidad del mismo, debiendo los funcionarios garantizarla, con independencia del precio que ello suponga; la regularidad comprende la calidad y la eficacia.
Así, no basta con que el servicio no se vea ininterrumpido para dar por cumplido el requisito de “regularidad”, sino que la calidad del mismo no puede verse afectada. Ello es así, por cuanto que el artículo 133 de la Ley 1626/00 prohíbe a los funcionarios adoptar “medidas de acción directa” que importen modificaciones o “innovaciones” con respecto a las condiciones de prestación del servicio anteriores al conflicto, de donde se sigue que antes de que el ente administrativo (Ministerio del Trabajo) respectivo analice la legalidad o ilegalidad de la huelga, no pueden existir alteraciones a la calidad del servicio público, por tratarse de uno imprescindible. De lo contrario, podría ocurrir que la prestación no se vea interrumpida totalmente pero que el servicio, al haberse alterado o “disminuido” con respecto a su forma original o anterior al conflicto, se torna “irregular”.
Esta inmodificabilidad del “estatus quo” del servicio en el marco de una huelga, en la práctica, resulta casi imposible, puesto que difícilmente la calidad de un servicio que es prestado por “N” cantidad de funcionarios pueda ser mantenida si el número de “N” disminuye. El factor humano constituye un elemento fundamental para el servicio público y, naturalmente, si la cantidad de personas a quienes se ha encomendado el servicio disminuye, la eficacia y eficiencia del mismo se verán afectadas proporcionalmente.
Por la vía del ejemplo: Si son 30 los conductores de colectivos (transporte público) que laboran durante 8 horas diarias y 15 de ellos deciden ejercitar el derecho a la huelga, difícilmente se podrá pretender que 15 personas hagan “las veces” que 30. Esto resulta lógico, sin embargo, el mensaje de la norma es claro: la regularidad del servicio (comprendida en ella la calidad y eficacia del mismo) no puede verse afectada.
La obligación de no alterar la regularidad del servicio no recae, a mi juicio, exclusivamente sobre los funcionarios que pretenden echar mano a la medida de fuerza, sino que esta carga debe ser compartida equilibradamente entre los prestadores “directos” del servicio público y la autoridad administrativa que lo presta. Así, por ejemplo, si se trata de una huelga de personal médico, la institución debe arbitrar todas las medidas de carácter preventivo o precautorio para garantizar al usuario la calidad y continuidad del servicio. Para ello, podría contratar más personal durante los días que perdure la huelga. Podría no conceder permisos a sus funcionarios durante esos días, entre otros remedios paliativos. Aumentar las cargas horarias de quienes no se adhieren a la huelga, previendo una justa remuneración adicional. Etcétera.
Como se observa, la limitación al ejercicio de la huelga tiene un fundamento de carácter “precautorio” pues lo que se intenta evitar es el potencial daño que la interrupción del servicio público podría provocar a la ciudadanía. Es que al funcionario público, al formar parte del Estado, cabe exigirle con severidad que antes de adoptar cualquier medida “anormal” a sus funciones efectúe una evaluación previa de los riesgos que dicha decisión habría de tener para la sociedad.
En relación, el artículo 362 del Código del Trabajo prevé: “Los trabajadores de los servicios públicos imprescindibles para la comunidad, como ser suministro de agua, energía eléctrica y hospitales, deberán asegurar, en caso de huelga, el suministro mínimo esencial para la población. Los hospitales deberán mantener activos los servicios de primeros auxilios y todo servicio necesario para no poner en peligro la vida de las personas”.
Del mismo modo en que el artículo 131 de la Ley de la Función Pública impone la obligación relativa a que la regularidad de los servicios públicos imprescindibles no puede verse afectada, el precepto transcripto en el párrafo que antecede exige que se garantice un suministro “mínimo” esencial para la población. El precepto del cuerpo normativo laboral utiliza una acepción distinta a la de la Ley 1626/00, limitando la prestación del servicio a lo básico, a lo esencial, de manera a que quienes se adhieran a una huelga deben proporcionar sólo “lo mínimo” para no dañar a la población.
En mi opinión, ante una discrepancia entre las disposiciones que rigen una misma materia, debe estarse por la interpretación que menos lesione el interés general y menos restrinja la libertad, la libertad de quienes serán afectados con el corte del servicio público, no de quienes ejercen la huelga como medida de fuerza, claro está. Siendo así, habrá de prevalecer aquella interpretación que garantice la “regularidad” del servicio, pues, si se opta por la interpretación que impone a los funcionarios prestar sólo “lo mínimo”, se estaría exponiendo a la población a un virtual daño que no tiene por qué soportar.
A la conclusión que antecede arribamos a través de una ponderación de los derechos involucrados en la que utilizamos como rectores y contrapesos del “balancing test” a tres principios que considero esenciales: 1) el principio de razonabilidad; 2) el principio de proporcionalidad; y, 3) el principio de restringibilidad.
Marienhoff apunta que “…reglamentar un derecho de índole constitucional no significa suprimirlo o cercenarlo sino más bien disponer el modo como habrá de ser ejercido…”.
Así, aparece como criterio rector al tiempo de ejercer el Poder de Policía, la aplicación del principio de razonabilidad, en virtud del cual se impone al Estado la obligación de armonizar los intereses de las personas con los del interés general en el que se fundan los objetivos de la Administración.
La razonabilidad, como límite al ejercicio del Poder de Policía Estatal, consiste en la adecuación de los mecanismos fijados a través de la reglamentación, de cara a la obtención de los fines que justifican las medidas adoptadas, con el propósito de que tales medios no aparezcan infundados o arbitrarios, esto es, desproporcionados o alejados de las circunstancias que los motivan y la finalidad que se procura satisfacer.