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Cuando Jesús y San Pedro iban por el mundo, caminaban un día muy cansados. Hacía mucho calor y en todo el camino no habían encontrado un alma caritativa que les diera un vaso con agua, ni un arroyo, por pobre que fuera, que les brindara su corriente.
Andando, andando, el Señor, que marchaba delante, vio en el suelo una herradura y volviéndose a su discípulo le dijo:
—Pedro, toma esa herradura y guárdatela.
Pero San Pedro, que iba de muy mal humor, le contestó:
—No vale la pena ese pedazo de hierro para que nos cansemos en levantarle de donde está. Dejadlo ahí, Señor.
Jesús, como siempre, no le argumentó nada, pero se bajó él mismo y tomando la herradura se la guardó en el bolsillo; ambos siguieron en silencio su camino. Cuando habían andado algún tiempo, se encontraron con un herrero que venía en dirección opuesta a la de ellos. El Señor trabó conversación con él un momento que estuvieron parados y al despedirse le vendió en cuatro monedas la herradura que acababa de encontrarse.
Siguieron andando y poco después tropezaron con un vendedor ambulante que iba al pueblo inmediato a vender frutas. Jesús le detuvo y con las cuatro monedas que le habían dado por la herradura compró media libra de cerezas. A todo esto, San Pedro iba muy callado y cada vez de peor humor. El calor apretaba. La sed era cada vez más, pero ya no la padecían Jesús y San Pedro, sino este último porque el Señor se llevaba las cerezas a la boca y el jugo de la fruta le refrescaba.
El Apóstol que marchaba penosamente detrás miraba con envidia al Salvador, pero como las cerezas se habían comprado con el importe de la herradura que él no quiso recoger, no se atrevía a pedir parte al Señor. Este no obstante iba dejando caer disimuladamente una cereza de cuando en cuando y San Pedro se bajaba con avidez a recogerla llevándosela a la boca con el ansia de la sed que tenía. Cuando se acabaron las cerezas Jesús se volvió a su discípulo y le dijo:
—Ves, Pedro, cómo nada en el mundo debe desdeñarse aunque parezca mezquino y desprovisto de valor. Por no bajarte una sola vez a recoger la herradura has tenido que inclinarte muchas veces a recoger las cerezas que yo dejaba caer al suelo. Esto te enseñará a no despreciar nada ni a nadie. San Pedro no tuvo qué contestar. Bajó la cabeza y siguió humildemente al Señor en la jornada de aquel día.