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Dicho esto, el derviche se puso en pie y le indicó al mercader que le siguiera. Al cabo de una hora de marcha llegaron a un pequeño valle, cuya entrada era tan estrecha que los camellos apenas podían pasar por ella de uno en uno. Avanzaron luego hasta hallarse ante una montaña tan escarpada que era imposible de escalar. Allí dijo el derviche:
—Este es el sitio, procedamos ahora con el ritual.
Reunió a continuación un montón de leña seca y prendió fuego, arrojando luego a las llamas un puñado de incienso mientras pronunciaba unas extrañas palabras.
Al punto se elevó por el aire una columna de humo, que el derviche partió en dos con su báculo, y en ese instante, la roca que estaba enfrente se separó también en dos mitades, dejando una amplia abertura en el lugar donde antes había una pared lisa y vertical.
A una señal del derviche entraron los dos hombres en aquella mágica gruta, y ante sus ojos se ofreció un fastuoso espectáculo de riquezas sin cuento. Los montones de monedas de oro puro se mezclaban con las pilas de pedrería y las acumulaciones de diamantes y joyas. Cayó el mercader de rodillas, extasiado ante tan fabulosa visión, pero en cuanto se hubo recobrado de su asombro procedió con toda diligencia a llenar sacos y más sacos con aquellos tesoros, y a cargarlos, de dos en dos, en los lomos de sus camelllos.
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Cuando los ochenta camellos estuvieron cargados, el derviche, que hasta entonces había estado sentado sin moverse de su sitio, se dirigió hacia un arca que había en un rincón, y sacando de su interior una pequeña vasija de oro, la guardó entre sus ropas. Le preguntó el mercader qué era aquello y él le respondió:
—¡No es nada, solo pomada para los ojos! Ahora, si ya tienes bastante, es mejor que salgamos de aquí.
Pensó el mercader que ojalá hubiese tenido no ochenta, sino ochocientos camellos, para llevarse muchas más riquezas.
Pero como ya no había forma de cargar con nada más, aceptó abandonar aquel lugar de fábula. Hecho lo cual, el derviche pronunció otro ritual de palabras incomprensibles, con lo que la abertura quedó cerrada y la pared de la montaña tan escarpada como antes.
—Ahora volvamos al oasis donde nos conocimos —dijo el derviche—, y allí nos dividiremos amistosamente este tesoro.
Sin embargo, estas palabras no fueron del agrado del mercader, quien por el camino iba pensando:
«¿Cómo se atreve este derviche a reclamar la mitad, si no ha trabajado nada? Cierto es que ha sido él quien ha descubierto el tesoro, pero ¿qué hubiese hecho sin mis camellos?».
Total que, llegado el momento del reparto, el mercader le dijo al derviche:
—¿No te parece injusto llevarte cuarenta camellos con su carga, teniendo además en cuenta que los animales son de mi propiedad? Por otra parte, como derviche que eres, ¿acaso tus creencias no te indican que no debes preocuparte por los bienes terrenales?
—Estás en lo cierto —contestó el otro sin enfadarse—. Pero no reclamo para mí esas riquezas, sino para entregárselas a los pobres y necesitados. En cuanto a lo que tú llamas injusticia, piensa que con cien veces menos de lo que te corresponde ya serías el hombre más rico de Bagdad; y no olvides que fui yo quien te reveló el secreto de este tesoro.
Actividades
1 Describe el ritual que se practicó para que la roca se partiera en dos.
2 Cita las riquezas que se encontraban en el interior de la montaña.
Sobre el libro
Título: Las mil y una noches
Editorial: Grafalco