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“Toda vez que veas una empresa exitosa, es porque alguien habrá tomado alguna vez una decisión valerosa”. Esta frase de Peter Drucker contiene implícito el hecho de que toda decisión está esencialmente enmarcada en un acto de la voluntad de la persona que la toma.
A su vez, toda decisión surge como producto de un juego interactivo entre tres impulsos presentes en la mente del decidor: lo racional, formado en base al procesamiento intelectual de la información, en la que se utiliza la inteligencia como instrumento; lo emocional, en el que los sentimientos se asocian con la personalidad y la cultura del responsable de decidir y constituye el reservorio de las pasiones del decisor; y la imaginación, empleada como chispa de originalidad para afrontar de manera creativa los desafíos del futuro incierto en el que los efectos de la decisión se harán sentir y que en buena medida encarna la libertad del decisor.
Se forma entonces un sistema de cuatro fuerzas vitales –voluntad, inteligencia, emoción y libertad– en tensión, que se nutre, entre otras fuentes, de la experiencia, verdadero reservorio de conocimientos acumulados en la memoria y que orientan la decisión en la dirección “correcta”.
Este conjunto de fuerzas se encuentra enmarcado en: la cosmovisión de quien toma la decisión, que definirá entre otros su concepto de persona; los conocimientos del decisor y su forma de procesar y aprovecharlos en concreto; las circunstancias temporales y espaciales en las que la persona toma la decisión; en muy buena medida por las circunstancias temporales y espaciales en las que la decisión originará sus principales consecuencias, y que podrían ser bien diferentes a las circunstancias temporales y espaciales en las que se toma la decisión.
Cualquier decisión necesita de un cierto balance siempre cambiante de estos elementos, de una satisfacción diferente de las cuatro fuerzas mencionadas. Los desbalances en el sistema de fuerzas dan lugar a desvíos que pueden conducir a crisis y conflictos profundos.
Cuando por alguna circunstancia se pierde el balance adecuado entre las tres fuerzas –balance que, insistimos, aún a riesgo de ser repetitivo, debería además mantener una conformidad con las circunstancias tempoespaciales del decisor y de las consecuencias de la decisión–, las decisiones tienden a producir deformaciones bastante típicas.
El sesgo de la razón
En primer lugar, una decisión puramente racional nos convertiría en el compañero de Sheldon Cooper, uno de los cuatro nerds de la serie The Big Bang Theory, quienes exhiben manifiestas dificultades para integrar sus emociones a su análisis y sobre todo a su toma de decisiones. Sin embargo, sabemos con claridad que toda decisión empresarial afectará la vida de muchas personas. Una decisión tomada únicamente empleando la razón, puede no contener la empatía suficiente para considerar las consecuencias humanas ni generar valor para la sociedad a partir de la innovación creativa. En el extremo de la racionalidad productiva solo se persigue la eficiencia de lo que está en marcha. Este paradigma quedó muy bien representado con la famosa frase de Henry Ford: “Cualquier color de automóvil, mientras sea negro”.
El sesgo de la emoción
En segundo lugar, cuando la decisión considera solo lo emocional, se corre el riesgo de perder de vista los fines económicos y de crecimiento, bases fundacionales de cualquier empresa. Es el tipo de decisión que podríamos calificar como utópica, aunque generalmente bien intencionada y sin duda sensible a la naturaleza humana –tanto en el sufrimiento como en el placer–, pero que suele olvidar el requerimiento de sustentabilidad empresarial, principio elemental si se desea generar valor para la sociedad por períodos de tiempo prolongados desde el sector privado. Encontramos una expresión que lo resume en el dicho popular de “pan para hoy y hambre para mañana”.
El sesgo de la imaginación
Por último, una decisión puramente imaginativa puede conducir al despilfarro de recursos valiosos. Los “grandes creativos” suelen ser personas carismáticas, bendecidas con un aura de misteriosa vitalidad. Desafortunadamente, la mayoría de las veces esa aura se esfuma luego de un breve tiempo de confrontar la dura realidad. La carencia de cierta dosis de pragmatismo que tenga en cuenta la ecuación de fines y medios, conduce a desilusiones dolorosas.
El entusiasmo innovador debe encontrar el contrapeso de la responsabilidad en el uso racional de los recursos. “Andar por las nubes”, “estar en la luna”, o “construir castillos en el aire”, son la mejor manera de sintetizar la actitud del decisor que, de tanto volar, se olvida del suelo. Tal vez sea Don Quijote de la Mancha, mientras imaginaba que los molinos de viento eran gigantes, el personaje más representativo de aquel que hace de los sueños su única realidad.
Más allá de estas fuerzas, hay un elemento temperamental que es verdaderamente imprescindible para cualquier decisión: la valentía del empresario según la frase citada de Drucker. Toda decisión es una apuesta, una corazonada que nos vincula íntimamente con la incertidumbre del futuro. Sin cierta dosis de coraje, ninguna decisión empresarial tendría lugar.
Deberíamos finalmente considerar la cuarta fuerza que hemos mencionado brevemente: la voluntad. Si el empresario se recostara exclusivamente en esta fuerza estaría generando una nueva desviación que puede ser tan poco realista como el sesgo de la imaginación: el voluntarismo.
Está claro que la voluntad en un vacío sin la participación de la razón, las emociones y la imaginación, no podría producir ningún tipo de decisión que se aplicara a una organización humana.
Una decisión tomada únicamente empleando la razón, puede no contener la empatía suficiente para considerar las consecuencias humanas ni generar valor para la sociedad a partir de la innovación creativa.
El entusiasmo innovador debe encontrar el contrapeso de la responsabilidad en el uso racional de los recursos. “Andar por las nubes”, “estar en la luna”, o “construir castillos en el aire”, son la mejor manera de sintetizar la actitud del decisor que, de tanto volar, se olvida del suelo.
Académicos del IAE Business School.
amarchionna@iae.edu.ar
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