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Lo primero que la gente demanda es que se combata frontalmente la corrupción, cuyo alto grado de desarrollo en nuestra sociedad es reafirmado anualmente por el índice mundial de Transparencia Internacional. Sin embargo, el sector empresarial, que tiene cada vez más injerencia directa en el Estado a través de consejos que intervienen en las políticas públicas, descarga sus críticas solo sobre los funcionarios públicos (cuyos actos deshonestos no dejan de ser una preocupación), pero no denuncia los casos de corrupción de gran envergadura de los que algunos medios de prensa se hacen eco.
La calidad de las infraestructuras viales no se corresponde con el nivel de desarrollo del país, decía recientemente un experto chileno, quien señaló que se necesita patriotismo para resolver el mal estado de rutas, las fallas en las especificaciones técnicas de las licitaciones, la deficiente o permisiva fiscalización y los costos inflados. En efecto, las obras públicas y sus equipamientos, como la construcción de centros educativos, complejos hospitalarios y edificios públicos, fueron y siguen siendo cotos de grandes negociados. En su mayoría, los proveedores del Estado son también parte de la corrupción. En estos grandes negociados están personas influyentes del sector político y los intereses personales de quienes gobiernan. La evasión de impuestos y los sobornos a funcionarios públicos son también parte del esquema de corrupción que la ciudadanía percibe. Y exige respuestas del poder de turno porque el sistema de corrupción del Estado ahuyenta las inversiones privadas serias, debilita las instituciones y desmoraliza y empobrece a la sociedad.
Otra demanda de la gente es la generación de empleos, sobre todo para los jóvenes y los segmentos más vulnerables de la población. Los sectores con mayor capacidad de ocupación de la mano de obra de baja calidad son las micro y pequeñas empresas y la agricultura familiar campesina. Ambos sectores tienen baja productividad y son inestables debido a la falta de políticas públicas que potencien su capacidad de producir y competir en el mercado.
Existe abundante mano de obra con escasa calificación como producto de la baja escolarización y baja calidad de la educación. Pero, como los resultados de una eventual reforma educativa se observarán solo en el largo plazo, se necesitan programas pasivos de entrenamiento laboral, centrados en transmitir habilidades cognitivas y socioemocionales que puedan formar a los jóvenes para el mundo del trabajo, que rindan sus frutos en el corto plazo.
Las fallas del mercado son otra limitación que no permiten que la oferta de mano de obra se ajuste a la demanda. Es necesario implementar un programa de información de calificaciones requeridas por el mercado y un sistema de intermediación laboral que sea capaz de coordinar la disponibilidad de la fuerza laboral con los requerimientos de mano de obra de las empresas.
Otra demanda sensible es la reducción de la pobreza y la desigualdad. La división de la sociedad paraguaya entre ricos y pobres se manifiesta en diferentes formas. La pobreza rural, indígena y de los asentamientos urbanos adquieren cada vez mayor magnitud y los programas de transferencia de renta resultan insuficientes para paliar las privaciones de estas poblaciones.
Los servicios públicos básicos de salud, educación, agua y saneamiento y vivienda son de baja calidad y el acceso a los mismos es insuficiente para cortar la transmisión intergeneracional de la pobreza y para dotar de condiciones mínimas de bienestar a las personas adultas mayores.
La diferencia de las condiciones de vida de esta sociedad fragmentada no abrigará esperanza alguna de cambio si las políticas públicas no se enfocan en brindar una oportunidad preferencial a los más vulnerables para que sean capaces de romper el círculo de la pobreza. Urge que los gastos públicos se destinen prioritariamente a combatir la pobreza y la desigualdad.
En el largo plazo, la desigualdad frena el crecimiento y el desarrollo. El Gobierno debería promover una mayor justicia social mediante una reforma tributaria para que los ricos y los sectores más poderosos paguen más impuestos como ocurre en las sociedades más desarrolladas. Es cierto que también se debe combatir la evasión y la elusión tributaria, pero ese esfuerzo no será suficiente para recaudar más y, sobre todo, para dotar de mayor equidad al sistema tributario.
El argumento de hacer que paguen los que no tributan y que se asigne bien lo que se recauda no pasa de ser una media verdad. El país cambió en los últimos tres quinquenios y no se puede seguir sosteniendo el tratamiento preferencial del sector agropecuario, ni la formalización del impuesto a la renta personal como única vía para recaudar más. Pagar el tributo no es un favor que hacemos, es una obligación que tenemos todos para financiar la inversión en capital humano y físico que se necesita para aumentar la competitividad, mejorar el bienestar social y acortar la brecha entre ricos y pobres.
* Economista y exministro de Hacienda, 2003-2005 y 2008-2012.