Se presenta en este artículo a la provocación como acción directa del perjuicio, y luego si es realizada con intención dolosa o con culpa grave del asegurado. Provocar denota primeramente una acción que tiende a inducir o incitar a que algo ocurra. En este caso el siniestro. Pudo haber sido una acción para precaver el siniestro o atenuar sus consecuencias, pero puede que no. Y sobre esto último es donde puede nacer el conflicto en la relación asegurativa.
Partimos del hecho de que el seguro es un contrato del tipo aleatorio. La palabra alea proviene del latín “suerte”, de ahí el termino aleatorio. El contrato de tipo aleatorio representa la supeditación voluntaria de las partes al designio o a la suerte de un hecho futuro. Por ello, en este caso, alea es sinónimo de riesgo. El contrato de seguro es pues claramente aleatorio en cuanto que, por definición, la obligación de la aseguradora transcurre en “... indemnizar un daño causado por un acontecimiento incierto, o a suministrar una prestación al producirse un evento relacionado con la vida humana...” (Art. 1546 del Código Civil). En contrapartida, “… el contrato de seguro es nulo si al tiempo de su celebración el siniestro se hubiere producido o desaparecido el riesgo…” (1er. párrafo del Art. 1547 del Código Civil). Es claro que el fundamento del contrato es amparar un riesgo futuro e incierto, y cuando el asegurado provoca el siniestro de manera dolosa, se pierde esa aleatoriedad y el carácter indemnizatorio del seguro, que tiene como fin resarcir daños accidentales y no actos intencionales.
Esto es importante para comprender del porqué de esta delimitación de cobertura que está sujeta a la conducta del asegurado. Y es que, la provocación hace que el evento ya no sea sorpresivo e incierto.
Si a la provocación se suma la intención dolosa, es decir, haber actuado con falsedad o disimulación de lo verdadero, astucia, artificio o maquinación que se emplee con ese fin (Art. 2901 Código Civil), no solo afecta la validez del acto, sino también el que provocó está obligado a resarcir el perjuicio en el caso de haber recibido del asegurador una prestación o indemnización.
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La culpa grave, más atenuante que el dolo, implica haber provocado el siniestro, no con intención quizás, pero sí con negligencia extrema, imprudencia o error grave, quizás con mala fe pero no llega a la “ilicitud”. El simple descuido no puede ser atribuible a culpa grave. De lo contrario también se desvirtúa la institución del seguro cuando solo se limitaría a cubrir casos fortuitos o de fuerza mayor. Esa no es la esencia.
Ahora bien, al asegurador le corresponde probar el grado de culpabilidad. La culpa está cubierta por lo tanto debe demostrar que se califica como “grave”. Esto generalmente transcurre en una esfera pericial, es decir, le compete al perito como técnico determinar ese grado de culpabilidad. La culpa grave debe ser gravísima para constituirse en una delimitación de cobertura y cada situación es distinta, por lo que debe analizarse desde la esfera del tiempo, persona y lugar, pues un mero criterio puede llevar a una destrucción temprana del contrato.
Entendemos entonces que la conducta del asegurado puede ser causal de exclusión de cobertura. Su conducta precavida (la de prevenir un riesgo dañoso y evitarlo) lo hace acreedor y con derecho a reclamar y percibir la contraprestación. En tanto su conducta provocativa (la de incitar y facilitar un hecho dañoso) con dolo o culpa gravísima en la producción del siniestro, lo hace perder su derecho a la indemnización. Esta conducta debe ser probada por quien la invoca, en este caso por el asegurador. A falta de pruebas, prevalece el beneficio al asegurado como sujeto más débil de la relación.
Perder la indemnización
La conducta provocativa de incitar y facilitar un hecho dañoso con dolo o culpa en la producción del siniestro hace perder el derecho a indemnización.
(*) Abogado