La aleatoriedad del seguro

Escuchamos con frecuencia la aseveración “es mejor tener un seguro y no usarlo”. Esto más allá de la apreciación, parece generar “una ventaja” para el asegurador cuando no es utilizado el seguro. Sin embargo, deviene de su característica de contrato de tipo “aleatorio”. La palabra alea proviene del latín “suerte”, de ahí el término. El contrato de tipo aleatorio representa la supeditación voluntaria de las partes al designio o a la suerte de un hecho futuro e incierto. Por ello, en este caso, alea es sinónimo de riesgo. Ocurre lo propio con la apuesta. Es también un modelo de contrato bilateral, aleatorio y consensual por el que dos personas que tienen un concepto distinto de un suceso pasado o futuro y determinado se comprometen a entregar una cantidad, una a otra, según se realice o no dicho suceso. La diferencia con el seguro estriba en que el acontecimiento incierto no depende de la voluntad de las partes, mientras que en el juego las partes participan activamente en dicho acontecimiento y contribuyen a su resultado final.

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El contrato de seguro es por su naturaleza “aleatorio”. Es que si el siniestro no se produce, el asegurado, al extinguirse la póliza, habrá pagado la prima inútilmente, sin retorno. Pero en contrapartida, el asegurado que sufra un siniestro percibirá una contraprestación o indemnización en virtud del contrato hasta si se quiere muy superior a lo que abonó como prima, de donde, podemos concluir, que lo que es ganancia para uno, es pérdida para el otro, por lo que es imposible que un contrato sea aleatorio para una de las partes sin serlo para la otra.

Por definición, la obligación de la aseguradora transcurre en “...indemnizar un daño causado por un acontecimiento incierto, o a suministrar una prestación al producirse un evento relacionado con la vida humana...” (Art. 1546 del Código Civil). En contrapartida, “…el contrato de seguro es nulo si al tiempo de su celebración el siniestro se hubiere producido o desaparecido el riesgo…” (1er. párrafo del Art. 1547 del Código Civil). Es claro que el fundamento del contrato es amparar un riesgo futuro e incierto. La certeza lo hace nulo.

Pero no se reduce solo a que sus efectos “dependan de un acontecimiento incierto”, sino es también indispensable que tales efectos sean “ventajas o pérdidas” para ambas partes o una de ellas, y desde este punto de vista en el contrato de seguro, tal como hoy se realiza, no surgen ventajas ni pérdidas, sino simplemente obligaciones que son puras y firmes para el asegurado (pago de la prima) y que son condicionales para el asegurador (indemnización, en el caso del seguro de los seguros patrimoniales, o pago de la suma asegurada, en los seguros de vida).

Así pues, ni el asegurado pierde o gana, ni ocurre lo propio al asegurador. Sobre todo en los seguros patrimoniales es más evidente esta circunstancia, dado que el hecho del siniestro no puede dar lugar a ganancias y solo hace exigible la reparación del daño sufrido por el hecho; y en cuanto al asegurador, también el ánimo con que se realiza el contrato, no es el de una ganancia que dependa del hecho singular, futuro o incierto, sino de la explotación de la empresa, calculada para que, con el conjunto de primas pagadas por los asegurados, se forme un caudal suficiente para el pago de los siniestros que ocurran a la masa. Principio histórico de la mutualidad.

No hay, pues, ni ventaja ni pérdida para ninguna de las partes. El contrato de seguro es pues aleatorio porque del hecho futuro dependerá que el asegurador pague o no la indemnización. Esta es tan solo una de las obligaciones que surgen del contrato y que tiene claramente establecida por el Código Civil su clasificación: es la obligación condicional. Pero no es el contrato lo que depende del acontecimiento incierto, sino sólo las ventajas o pérdidas que una o ambas partes esperan derivar de él, estas ganancias quedan sometidas a la eventualidad de ese acontecimiento y por eso son inciertas y no pueden ser apreciadas por las partes al tiempo de la celebración del contrato.

(*) Abogado

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