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LA ESTETIZACIÓN DE LA GUERRA
Terminada la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), un decreto del Gobierno que se había formado provisoriamente en Asunción condenó como criminal al mariscal Francisco Solano López; décadas después, en marzo de 1936, un decreto del Gobierno militar entonces en el poder lo declaró «Héroe Nacional». Lo extremo de estos dos decretos nos puede dar algunas pistas acerca de una polarización que en el Paraguay va mucho más allá de la mera política, polarización que afecta –que a un siglo y medio de distancia sigue afectando– las ideas y los sentimientos que los paraguayos tenemos en relación con nosotros mismos y con nuestra historia.
En un discurso del 1 de marzo de 1970, el entonces presidente del Paraguay, el general Alfredo Stroessner, expuso lo que para la ideología oficial del régimen era la figura del mariscal López: resumiendo lo dicho en aquella oportunidad, se había cometido una gran injusticia histórica contra López, injusticia que la corriente de revisionismo histórico iniciada por O’Leary ayudó a reparar, y que sería compensada con creces al hacer toda una tradición patriótica del culto al Mariscal en años posteriores.
Lo que esta línea de ideología patriótica llevó a cabo fue la estetización de la guerra, y fue posible realizar esto solo cuando la guerra hubo terminado, cuando ya había pasado, porque para que la estetización se realice se requiere que la realidad ya no esté ahí, a fin de poder negar sus aspectos menos «ideales», menos estetizables, más tristes, dolorosos, aterradores, displacenteros, deprimentes.
PORQUÉ DEL MITO PATRIÓTICO
La idealización de la guerra, su distorsión y adaptación a una sensibilidad nacionalista necesitada de mitos para reforzar la experiencia de la identidad colectiva y el orgullo de la pertenencia a un pasado común, así ennoblecido, trajo consigo un rechazo de las visiones críticas de la figura del mariscal López, una identificación de la «Patria» con el mariscal y un consecuente repudio de las miradas desidealizantes que pudieran restar grandeza a la figura de López como antipatrióticas.
Tradicionalmente, el «lopismo» y el «antilopismo» en Paraguay han tenido relación, por las derivas de nuestra historia, con posturas políticas partidarias, en términos generales, o, a veces, como se ha señalado más arriba, incluso con ideologías oficiales impuestas desde el poder. Sin embargo, las pasiones que, un siglo y medio después, siguen vivas en torno a la figura del mariscal López y al relato, más o menos histórico, o más o menos mítico, según el caso, de la Guerra de la Triple Alianza, son en exceso intensas para que un interés partidario pueda explicarlas del todo. Parecen concernir a algo mucho más profundo, de lo cual los propios «lopistas» o «antilopistas» no son realmente conscientes, algo que nos afecta a unos y otros en nuestra identidad y en nuestro orgullo de una u otra manera, y que por eso nos impulsa, sea a ensalzar, sea a denostar, casi ciegamente a veces, o, como mínimo, en los casos tal vez menos fanáticos, al menos a manifestar algún grado de esa irracionalidad que tiñe hasta las opiniones aparentemente más ecuánimes sobre el tema. ¿Por qué hacer algo «personal» de la figura de López? Porque allí se deposita y se juega algo más acuciante que la simple política o que la fría y objetiva historia: el mito.
VIVAN LA DIFERENCIAS
Pierre Bourdieu habló de la «violencia simbólica». Para Bourdieu, el poder simbólico, al dar un orden a la realidad, construye, literalmente, el mundo. La violencia simbólica impone categorías para que sea posible pensar el mundo, entenderlo. En ese caso, estamos ante una violencia útil, necesaria, constructiva, cultural. No sucede lo mismo cuando se imponen determinadas categorías como las únicas legítimas, de modo que borran toda posibilidad de alternativas pensables; esta violencia clausura los procesos del pensamiento, y establece un estereotipo y un modo único de pensar.
Es plausible que sobre la figura del mariscal Francisco Solano López, sobre la Guerra de la Triple Alianza, y sobre nuestra historia en general, se debata, cuanto más, mejor, con respeto mutuo, y se den a conocer todas las posiciones, para evitar esa otra violencia que frustra el libre ejercicio del pensar. Lo cual no significa que los mitos sean algo «malo» que habría que destruir. Los mitos no son solo un sinónimo de engaños y mentiras, sino que también sin un fenómeno que expresa verdades a su modo, aunque no sean verdades históricas, y por eso, entre otras razones, los mitos pueden considerarse incluso necesarios, tanto para los individuos como para las colectividades o los pueblos. Pero eso no significa de ningún modo que pueda ser admisible el rechazo de las ideas y las opiniones, ni la invisibilización de los testimonios o de los hechos, con tal de defender uno u otro mito, por importante que sea, a toda costa. Por eso es liberador para el pensamiento actual, el de nosotros, los paraguayos de hoy, que estén, cada vez más, comenzando a surgir a la luz otras miradas sobre tantos temas que, tradicionalmente, hemos sido en nuestro país bastante reacios a pensar con objetividad e independencia.