Una historia de amor y la Guerra del Chaco

La ciudad de Cochabamba está recostada sobre la parte oriental de la Cordillera de Los Andes, en la República de Bolivia. Cochabamba, además de bella, es la ciudad de los intelectuales y de familias de larga tradición en ese país. Está a dos mil seiscientos metros de altura, con un clima maravilloso, y cuya gente también tiene esa característica. En ella, luego de pocos años de casados, se había instalado el matrimonio Beltrán-Salmon, que venían desde Oruro, donde había nacido su hijo Ramiro.

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Cuando el Derecho fracasó para definir por la vía pacífica un conflicto de límites entre el Paraguay y Bolivia, heredado de la mala administración de las colonias en la era española, se desató una infernal e inexplicable guerra. Y el Chaco, esplendoroso, verde, cuajado de montes espesos y amplios llanos, poblado de aves de cantar sonoro y de rugientes fieras de toda laya, se vio estremecido por el violento retumbar de los cañones y el tronar infernal de las metrallas. A partir de entonces, se convertiría en un campo de batalla en el que los enemigos luchaban palmo a palmo para defender su territorio y lo hacían principalmente protegiendo el agua, que era vital para la tropa.

En ambos países, jóvenes de todas las clases eran llamados para concurrir al campo de batalla. Quedaron vacíos las universidades, las escuelas y los colegios. Los campos permanecieron en manos de las mujeres que, con valor y denuedo, trabajaron duramente para que no faltaran alimentos.

En ese trajinar, el señor Beltrán fue convocado para vestir el uniforme boliviano. Era joven, tenía poco tiempo de casado y un pequeño hijo que había nacido en 1930, dos años antes del inicio de la conflagración. Al despedirse de su señora rumbo al frente le dijo: “Si algo me pasa en el Chaco, ve a buscar mi cuerpo y tráelo hasta Cochabamba”. Así se despidieron, con la esperanza de volverse a ver, pero también con la posibilidad de que ese pudiera ser el último beso que se dieran. Abrazó también a su hijo, Ramiro, y erguido y valiente fue hasta el teatro de operaciones.

En la batalla de Campovía –seguramente la mayor victoria paraguaya magistralmente preparada por nuestro conductor–, defendiendo sus líneas, cayó para siempre, herido de muerte, el teniente Beltrán. Una cruz de quebracho sería el túmulo para él, que quedó perdido en la soledad inmensa del territorio en disputa, como tantos otros de ambos lados que se extendían a lo largo y a lo ancho de ese inmenso territorio. Alguien –no se sabe quién ni se sabrá nunca– grabó su nombre sobre la cruz. Seguramente sería el homenaje de algún soldado a la valentía de su jefe.

Una mañana muy temprano golpearon la casa de la familia Beltrán en Cochabamba y la señora recibió una escueta comunicación del Ministerio de Defensa boliviano que decía: “Su marido, defendiendo heroicamente las posiciones de Bolivia, cayó en el campo de batalla de Campovía. Le presentamos en nombre del Gobierno y del pueblo boliviano nuestras sentidas condolencias”.
Dos años después, un 12 de junio, se firmaba el protocolo de cese el fuego y, en 1938, el tratado definitivo de Paz.

Apenas firmado el protocolo del cese de fuego, la señora Beltrán –aún dentro del inmenso dolor de haber perdido a su marido– comenzó a buscar la manera de cumplir lo que le había pedido y fue a entrevistar al general Toro, entonces presidente de la República. Le explicó que quería ir al Chaco a traer el cadáver de su marido. A lo que el general respondió escuetamente: “Señora, usted está loca”.
No se amilanó y recorrió pacientemente durante dos años todas las oficinas del Gobierno de Bolivia pidiendo ayuda para traer el cuerpo de su marido. Y solamente recibió como respuesta alguna frase afectuosa, alguna disculpa cortés, pero nada más.

Desesperada, decidió venir al Paraguay. Embarcó en un tren que salía de La Paz y llegaba hasta Buenos Aires en un largo, incómodo e interminable viaje. Allí tomó el barco de la compañía Dodero, que la trasladaría hasta Asunción. Llegada a la capital, comenzó el mismo recorrido por todas las oficinas posibles. Ministerio de Defensa, Comando de las fuerzas militares, oficinas de atención a los excombatientes, pidiendo desesperadamente que le den la oportunidad de encontrar los restos de su marido y llevarlos a Bolivia. Le ocurrió lo mismo que en su país. Solo frases afectuosas, de lástima quizás, pero nada más.

Ante la desesperación y ya sin saber qué hacer, fue hasta la Catedral de Asunción y, arrodillada en una esquina, comenzó a llorar desesperadamente. Nada le podía contener. De pronto, el encargado de la iglesia –que luego sería monseñor–, de apellido Blujaski, se percató de su presencia y se acercó a ella preguntando: “Señora, ¿qué le sucede?”. Y ella comenzó de nuevo su interminable historia. Conmovido, el sacerdote le dijo: “Mire, todos los sábados viene por acá, a la tarde, la señora del presidente Estigarribia. Ella asume el madrinazgo de muchos niños que quieren tenerla como tal, no solo por ser la esposa del presidente de la República, sino del héroe nacional vencedor de la guerra. Venga usted a las cuatro de la tarde y quédese en la iglesia a ver qué podemos hacer”.

El sábado, a la hora señalada, estaba ella en un banco arrodillada cuando vio pasar a la primera dama a cumplir con el rito de ser madrina de muchos niños. Al verla, se sintió estremecida de angustia, pero a la vez admirada de la sencillez con que ingresaba al acto. Sin guardias ni protocolo alguno. Solamente acompañada de su gran dignidad.

Al término de la ceremonia, notó que el padre Blujaski le decía algo y ella se dio vuelta y la miró. Luego volvieron a hablar y doña Julia Miranda, la esposa del presidente, llama a la señora y escucha de su voz su interminable búsqueda. Y le dice: “Mire, dentro de un rato vendrá el presidente a buscarme. Esté usted cerca de mí que yo hablaré con él”.

Y con ese poder persuasivo que tiene toda mujer, sobre todo cuando es una gran señora, convenció a su marido que escuche a la boliviana. El presidente lo hizo pacientemente y luego, dándose vuelta, le dijo a su edecán, el capitán de Navío Campos Ros: “Tome un pelotón de diez hombres, vaya hasta Puerto Casado, suba al tren y luego, en Punta Riel, a un camión del ejército y encuentre la tumba del teniente Beltrán enterrado en Campovía y traiga sus restos”. Se despidió de la señora y luego, dándose vuelta, miró a su edecán y le dijo: “Que se cumpla mi orden”.

Luego de dos semanas, regresó el capitán Campos Ros con una urna, en la que se encontraban los restos del Tte. Beltrán. La cruz de madera con su nombre indicaba el lugar donde había sido enterrado luego de la valiente defensa al frente de su tropa. La señora Beltrán no lo podía creer. Y entre la congoja que le produjo el hecho y la satisfacción de poder cumplir con su promesa, llegó hasta el Palacio de Gobierno para agradecer al presidente y luego de arreglar los papeles emprendió el largo viaje de regreso. Pero esta vez, en vez de la desesperación, tenía la complacencia de poder decirle a su marido –aunque ya muerto– que había cumplido su promesa.

Arribó a Cochabamba el día 8 de setiembre de 1940. Después de abrazarse con sus familiares, tomó el diario que estaba sobre la mesa y quedó perpleja; el titular decía: “En un accidente de aviación fallecieron ayer el presidente del Paraguay, general Estigarribia, y su esposa”. La señora Beltrán no lo podía creer. Ellos, que le habían devuelto los restos de su marido, que le habían dado por fin la paz a su espíritu, que hicieron que ella cumpla la última promesa hecha a aquel, fallecidos de manera tan trágica y a tan pocos días de haber estado juntos.

Y ahí tuvo una inmediata reacción. De entre los papeles que traía de vuelta del Paraguay sacó una fotografía del presidente Estigarribia que este le había obsequiado al despedirse y le prendió dos velas, que las mantuvo encendidas hasta su muerte y, poco antes de que ello ocurriera, le dijo a su hijo, Ramiro, que así continúen mientras él viva. Ramiro, a sus ochenta años, un respetado y lúcido intelectual de su país, sigue cumpliendo la promesa hecha a su madre y las velas continúan encendidas hasta hoy.

Quedan pues varias conclusiones de esta anécdota. La primera, la tenacidad de esta mujer por cumplir con la promesa dada a su marido, lo que significa más que nada una tierna historia de amor. La segunda, la sensibilidad de monseñor Blujaski, un gran religioso, para atender a una feligresa que lloraba incansablemente y ayudarla para que tuviera la paz de espíritu que buscaba afanosamente. Y, finalmente, la grandeza sin igual de la pareja presidencial Estigarribia-Miranda, que tuvieron el gesto de hacer que se convierta en realidad este sueño de la señora Beltrán.

Habla de la humanidad de Estigarribia y de su hidalguía. Habla del señorío de todos los protagonistas y, en especial, de doña Julia Miranda. Y habla de la nobleza de dos pueblos que, luego de enfrentarse, terminaron abrazados y hermanados.

Sea pues esta increíble historia de amor un ejemplo para un presidente –el de Bolivia– que hoy da la espalda a su vecino. Ojalá que quizás alguien le cuente esta historia y pueda pensar que por encima de las banderas, de las ideologías y del dinero, están el amor y la fraternidad.

Para nosotros, esta historia es un ejemplo más de la grandeza del pueblo paraguayo.

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