Una cabeza de mujer

Cuando el pitar del tren que llevaba pasajeros y mercancías a Asunción o a Encarnación surcaba temprano, por la mañana, y al caer la tardecita, los aires del paraje donde hoy se encuentra la ciudad de Ypacaraí, en los días en que aquel antiguo pueblo, por el nombre de la antigua estación del ferrocarril, era conocido como Tacuaral, tuvieron lugar muchos hechos cuya memoria aún se conserva entre sus pobladores. Estos hechos memorables, mezcla de realidad y fantasía, son la materia de las Crónicas de la Vieja Tacuaral.

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Entre los muchos casos que comprometieron y complicaron la vida y la inteligencia del legendario detective tacuaraleño Juancito Beretta, hubo uno particularmente lóbrego.

Hace muchos años, sacudió a los habitantes de la vieja Tacuaral la horrible muerte de una mujer, decapitada y descuartizada. El homicidio de esta joven madre, que dejó huérfanos a varios hijos, fue perpetrado en la compañía Jugua Jhu. Sus restos, burdamente metidos, sin la cabeza ni los miembros, en una ruin bolsa de hule, fueron hallados en un yuyal a consecuencia del terrible hedor a putrefacción que despedían. Los descubrieron unos niños que una tarde se entretenían allí matando pajaritos con hondita entre la hierba.

Juancito, que era por aquel tiempo el secretario del secretario del juez de Paz, intervino en las pesquisas de rigor junto con el entonces comisario, inspector Apolinario González, de la Comisaría de Ypacaraí. Ambos empezaron a tratar de atar cabos para esclarecer el macabro crimen que conmovía y aterraba a la comunidad. La gente, alarmada, hablaba sin cesar del asesino decapitador, que era, según vox populi, un drogadicto demente que merodeaba por las noches cual vampiro en busca de víctimas, y que prefería sobre todo atacar a las muchachas que recorrían solas el camino de regreso a sus hogares llegadas las horas de la oscuridad, por lo que nadie se atrevía a salir ni a dar un paso por las calles, en esos días de miedo, tras la puesta del Sol.

Un detalle curioso de Tacuaral es que a veces sube una especie de niebla que viene desde el sur y que confunde y estorba la visión, y hasta pica los ojos. Esa niebla vuelve tenebroso el paisaje y alarga las sombras de los escasos transeúntes presurosos. Algunos dicen que a lo mejor se trata del vaho del lago de la cantera, en cuyas aguas hasta ahora se esconde otro de los misterios nunca resueltos por Juancito Beretta, el monstruo de la larga cola y las escamas prehistóricas y los sesenta y seis casos de ahogamiento.

–No hay mucho que pensar en esto, Juancito, porque todo apunta al concubino, que es un exconvicto amante de los cuchillos, de personalidad violenta y muy celoso, y que además ya le ha cortado la lengua a un presunto rival, la ha asado a la parrilla y se la ha comido para que nadie se vuelva a acercar a su mujer –afirmó el comisario Apolinario González, de la Comisaría de Ypacaraí.

–Pero tiene una buena coartada; varios testigos dignos de crédito afirman que lo vieron tomando cerveza durante toda la noche en un bar de Itauguá, y coinciden en señalar más o menos la hora a la que presumimos que ocurrió el crimen, de acuerdo con el dictamen del forense –replicó Juancito Beretta.

Para entender ese homicidio no quedaba otra que investigar los pasadizos y vericuetos de las profundidades nocturnas de Tacuaral, desafiando a sus luisones y a sus muertos no muertos, en pos de algún vestigio del culpable. No obstante, estaba preso el supuesto autor, que tenía ya, en efecto, varios antecedentes por actos violentos, además de dos breves pasantías carcelarias, una en el presidio de Tacumbú y la otra en el de Emboscada. Incluso se le acusaba, como el decir del comisario hacía evidente, de canibalismo.

Una noche en la cual el persistente insomnio y las insistentes ganas de dilucidar el crimen lo mantenían deambulando sin rumbo, llamó la atención de Juancito Beretta el sospechoso aspecto de un carritero que, a pesar del calor, tenía la cabeza encapuchada como un monje negro mientras recorría en su carro la madrugada, haciendo paradas de tanto en tanto y enterrando, al parecer, algo en los matorrales que encontraba a su paso.

Beretta lo siguió como un sabueso astuto. Primero se detuvo cerca del antiguo Mercado (hoy Casa de la Cultura), luego repitió la operación en una de las zonas cubiertas de tupidos yuyales de la vereda de la vieja estación y finalmente entró a un terreno baldío al lado del predio de la llamada Piscina, es decir, el Centro Social, donde tiró algo.

En ese momento, el detective sacó la pistola, cruzó las vías corriendo, trepó ágilmente la parte alta, que conducía al descampado donde estaba el misterioso carritero, y saltó como un gato, pero, pese a toda su celeridad, el carritero, sencillamente, se había esfumado en el aire. Alrededor solo quedaban jirones de niebla. Ni un movimiento en el aire, ni el menor rastro de una presencia, ni un sonido, ni siquiera el familiar ladrido de los perros.

Juancito comenzó a investigar el terreno para ver qué había dejado el raudo personaje, fuera de este mundo o del otro. Y cuán grande fue su decepción cuando encontró, primero, un brazo, pero de maniquí, y, posteriormente, unas piernas, pero de madera.

Sin embargo, al apartar con la punta de la pistola unas ramas , Juancito Beretta se tuvo que tapar la nariz, lo que no le salvó de vomitar largamente, pues ahí, a sus pies, en medio de la tierra de aquel baldío en el que poco antes estuviera el misterioso encapuchado desvanecido, lo estaba mirando fijamente, mal liada en una bolsa de polietileno y con los ojos asombrados abiertos de par en par, la cabeza de una mujer.

Estaba viva.

jpastoriza.2008@gmail.com

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