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NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES
A Bowie le extrañaba que lo llamasen camaleón –«I’ve always felt bemused at being called the chameleon of rock. Doesn’t a chameleon exert tremendous energy to become indistinguishable from its environment?» («Siempre me he sentido perplejo por ser llamado el camaleón del rock. ¿No gasta un camaleón una enorme energía para confundirse con su entorno?»)–. El camaleón se mimetiza con lo que le rodea, es decir que –con todo respeto por los camaleones y por el ingenio en ellos manifiesto de la naturaleza para conseguir sus fines–, por estrategia de supervivencia, jamás innova. La cual probablemente sea, en efecto, una de las peores definiciones imaginables de Bowie. Ergo, lo llamaré aquí mutante, término que expresa, según creo, la buena intención del apodo que lo desconcertaba. Porque si algo hizo Bowie fue mutar sin cuidarse de los dictados del entorno, y más bien, por el contrario, marcándolo, con más o menos prensa, con gran ruido mediático o con el discreto pero firme peso de las influencias decisivas, en cada década de esa carrera de la que acaba de jubilarlo el cáncer.
Fuera de esta (mutante), hay varias definiciones posibles de Bowie.
Una podría ser dandi. Bowie no seguía modas, sino que las creaba: era un dandi. Este título, obviamente, pide glosa; hoy tendremos que omitir, por cuestión de espacio y de tiempo, los aspectos más relevantes del dandismo –los históricos– y, con ellos, su sentido radical, pero al menos mencionaremos dos atributos esenciales y de fácil acceso visual: estilo –Bowie no se parecía a nadie– y esa cualidad sutil que en siglos pasados –más avanzados, menos retrógrados– se hubiera llamado «gusto» –Bowie fue uno de los hombres más elegantes del mundo–.
Parecida en el (¿cursi?) aire vintage, y aun steampunk, otra definición –nada banal, pese a lo dicho– sería caballero. Bowie, como siempre se supo por las declaraciones de diversa gente a lo largo de su vida, fue alguien que trataba muy bien a los demás: un caballero.
Una tercera sería raro. Bowie lo fue de veras, id est, sin decirlo, con gemidos de placer y nunca de autocompasión, y enseñó al mundo a entender la rareza como algo valioso y, en los mejores casos, como un don.
No una, sino muchas muertes es el título de una novela del escritor peruano de los años cincuenta Enrique Congrains. Y es que tal vez ninguna muerte sea una sola, pues con cada consciencia expiran incontables mundos. Pero parece también uno de los epitafios posibles para la lápida de Bowie.
Porque una cuarta definición podría ser personas, así, con sibilante, sinuosa terminación consonántica de plural: Bowie no fue una persona, sino muchas. El moptop de la invasión británica y el andrógino Ziggy del espacio, Major Tom y Halloween Jack, «a real cool cat», el Thin White Duke que vivía de cocaína, pimienta y leche y el Pierrot «psycho», el krautrocker adoptivo del Berlín de la Guerra Fría y el hit de las discotecas de los ochenta. Y, por fin, una verdadera y perdurable estrella, una póstuma y terrible estrella, una Estrella Negra.
ESTRELLA NEGRA
«I’m a blackstar», canta Bowie en el tema de diez minutos de experimentación y melodía que da nombre a este disco audaz, de sonido, como siempre, totalmente nuevo, que integra saxo, jazz, soul, canto melismático, vientos dulces y ominosos, guitarras expresionistas, percusión y sombríos, profundos sintetizadores en un renacimiento de contundencia –valga el macabro juego de palabras– lapidaria.
Mucho se puede decir sobre Blackstar. No todo en el mismo artículo: no hoy. Anotemos de momento entre estos esbozos, para los amigos de las enumeraciones (me incluyo), que otra de las personas de Bowie podría ser Aleister Crowley. En «Quicksand», del álbum de 1971 Hunky Dory, Bowie ya alude a la Orden Hermética del Alba Dorada, la Golden Dawn, y al célebre ocultista. Quizá cuando sostiene un libro con el pentáculo negro en la portada (en el videoclip de «Blackstar»), el mutante lleve puesta la piel del legendario brujo negro.
En «Lazarus», otro tema de Blackstar, Bowie canta: «Look up here, I’m in heaven», «Miren aquí arriba, estoy en el cielo». Sin embargo, en el vídeo yace en una cama de hospital, los ojos vendados y dos patéticos, terribles botones negros, burdo sucedáneo de lo que debieran ser ojos, cosidos a la tela. «Oh, I’ll be free / Just like that bluebird», «Oh, al fin seré libre, / como el pájaro azul», sigue cantando, pero la cámara muestra que el yacente se desdobla en el delirio (¿postrero?) y se imagina de pie en baile dichoso junto a la ventana, como en otros momentos, desdoblado, se ve con papel y bolígrafo en su escritorio (¿quizá en alusión a sus esfuerzos para terminar el álbum ante la inminencia, hasta hace unos días conocida solo por sus íntimos, de su fin?), escribiendo con frenesí, y aun en esas visiones no puede ocultarse a sí mismo la trágica comicidad de la vejez.
DAS UNHEIMLICHE
«I received an email from him seven days ago», comentó Brian Eno a NME esta semana. «It was as funny as always, and as surreal, looping through word games and allusions and all the usual stuff we did. It ended with this sentence: “Thank you for our good times, Brian. They will never rot”. And it was signed “Dawn”. I realize now he was saying goodbye» («Recibí un correo electrónico suyo hace una semana. Siempre divertido y surrealista, lleno de juegos de palabras y alusiones y de nuestros temas habituales. Terminaba con esta frase: “Gracias, Brian, por nuestros buenos tiempos, que no se pudrirán nunca”. Y estaba firmado: “Amanecer”. Ahora me doy cuenta de que se estaba despidiendo»).
Al principio del video de «Blackstar» (tema que acompaña los créditos de la serie policial de televisión francobritánica The Last Panthers, dirigida por Johan Renck, para la cual fue originalmente compuesto), un andrógino de enigmática sonrisa y larga cola encuentra el cadáver de un astronauta (¿el Major Tom?), levanta el visor del casco, toma su cráneo con gemas incrustadas y lo lleva a una ciudad del pasado remoto o el distante futuro; el esqueleto del astronauta cae, negra silueta, y se disuelve contra el fondo de un gran astro en eclipse.
Cuando escuché esa triste melodía: «On the day of execution...», más profundamente que la tristeza inicial sentí el escalofrío del misterio pavoroso, de lo «uncanny», de eso que llama Freud «das unheimliche», ante la idea de que –al tiempo que de la trama de una ficción, la de la serie The Last Panthers, presumo–, Bowie, sin que nadie o casi nadie pudiera saberlo, estaba hablando de su «ejecución», y cuanto seguía tuvo para mí el temblor desencajado de la angustia del sentenciado a muerte. Los ojos vendados me hablaban de las misericordiosas, viejas artes del verdugo, que con tal vendaje pretende, en teoría –escalofriante teoría–, mitigar el miedo, y también de la experiencia de estar absolutamente solo en el infierno interior, incomunicable, de lo que nadie más que uno mismo puede ver.
CORSI E RICORSI
Bowie ya tenía cinco álbumes considerados perfectos por la crítica –Hunky Dory (1971), The Rise and Fall of Ziggy Stardust & the Spiders from Mars (1972), Low (1977), Heroes (1977) y Scary Monsters (& Super Creeps) (1980)–, uno crucial en cada década de carrera –Space Oddity en la de 1960, Young Americans en la de 1970, Let’s Dance en la de 1980, Outside en la de 1990, Heathen en la del 2000 y The Next Day en la del 2010, por no repetir los primeros (y no hacer prospectiva –no aún, no hoy–, con Blackstar)–, hits en los estilos más diferentes –el glam rock de «Rebel Rebel», la electrónica de «Dead Man Walking», el sonido garage de «Boys Keep Swinging», el pop de «Blue Jean»…–, no hay una sola generación de músicos que no haya tomado algo de él y seguramente las próximas tampoco se privarán de hacerlo.
Por otra parte, cuando algo –una trayectoria, una vida– concluye, las «conclusiones» saltan a la mirada retrospectiva, y cabe ahora distinguir constantes en el vértigo de tanta mutación: ya con Space Oddity había Bowie enviado el pop a los espacios interestelares y los abismos interiores que ahora revisita con Blackstar; ya con «The Man Who Sold The World» había revelado su clara vena poética, que ahora confirma Blackstar; ya como Ziggy Stardust, desde el oscuro fondo de cuyas cuencas sin cejas fue capaz de sostener las miradas de todo el planeta, Bowie había comenzado, conforme al monólogo shakespereano que abre As you like it, a hacer del mundo su escenario, y ya en la intensamente melancólica trilogía berlinesa de los setenta –Low (1976), Heroes (1977) y Lodger (1979)– había demostrado las ganas de romper los moldes –en el caso berlinés, ante todo los de la canción pop– que siempre lo distinguieron y que, más que nunca, caracterizan también ahora a Blackstar.
CÁMARA ENAMORADA
Aunque Bowie no hubiera sido músico, siempre hubiera sido muchos, y hoy lo estaríamos recordando, por ejemplo, como el aristócrata prusiano al que Marlene Dietrich, en el Berlín de entreguerras, le ofrece: «Dancing, music, champagne?» (y ante cuyo silencio, arrancándole una triste sonrisa, añade: «The best way to forget... until you find something you want to remember»). Era la última película de Dietrich –y aquella para la cual Bowie compuso un himno tremendo que, sin embargo, nunca ha sido popular: «The Revolutionary Song»–, Schöner Gigolo, armer Gigolo. O en Berlín de nuevo, pero esta vez en el Berlín de las jeringas usadas, los okupas y la heroína en los sórdidos baños públicos de los ochenta en Wir Kinder vom Bahnhof Zoo. O como Thomas Jerome Newton, caído de las estrellas al desierto de Nuevo México, o como el prisionero de guerra de Merry Christmas, Mr. Lawrence, o con la peluca albina de Warhol en Basquiat, o robándoles, con los volantes dieciochescos de su camisa, miradas a unos muppets de pesadilla en Labyrinth –¡Jareth, el Rey de los Goblins!–, o como el vampiro que susurra al oído de una cruel y refinada Catherine Deneuve mientras Peter Murphy canta con Bauhaus «Bela Lugosi’s Dead» en The Hunger, o parodiándose a sí mismo en Zoolander, o encarnando un Nikola Tesla digno de Tesla en The Prestige, o haciendo de Pilatos para Scorsese sin lavarse las manos. La cámara lo amaba. Murió con la sugerente, casi porno cifra de sesenta y nueve tacos cumplidos el mismo día, anunciado desde hace décadas, del nacimiento de Roy Batty, como si Philip K. Dick, Ridley Scott y el Azar se hubieran puesto de acuerdo en enviar al futuro, regalo de despedida, el rostro del replicante como una última máscara para el gran mutante Bowie.
PERO JUEGA
Por supuesto que no existen jerarquías en la muerte. Héroes y villanos, genios y necios, pobres y ricos, amados y odiados, tristes y dichosos, con todos los que morimos mueren universos enteros. Con cada consciencia que se apaga, desde la más oscura hasta la más luminosa, se borran todos los soles que miró, todas las escenas de las que fue testigo, todas las palabras que no dijo, todos los sueños que olvidó cada mañana al despertar mientras vivía. Por eso, aunque no pase de ser, de más está decirlo, mi modesta opinión, no concuerdo con los que afirman –creo que la frase citada en estos casos se atribuye a Borges– que un imbécil muerto sigue siendo un imbécil, en el sentido de que no hay por qué respetar a los muertos. Creo que ni siquiera el peor de los hombres, por malvado que sea, merece tener que vivir sabiendo que morirá. Los seres humanos lo sabemos, y hacemos chistes en los velorios, y hacemos el amor entre las ruinas de las ciudades bombardeadas en las guerras, y la víspera de acudir al paredón o a la silla eléctrica pedimos nuestro plato favorito en nuestra última cena y disfrutamos cada bocado olvidando el alba inminente.
A veces, las personas pensamos en tales fatalidades y hacemos lo que hacer mejor sepamos. Como Bowie, que hacía un año y medio que sabía que tenía cáncer y que estaba muriendo, disolviéndose, devorado por la estrella negra, y que le dio al ancestral, eterno espanto humano de la muerte, esta nueva figura, y que le dedicó sus últimos esfuerzos de excéntrico performer, y le cantó.
Es, a mi juicio, palmario que Bowie no podía saber si terminaría el disco –tal vez haber logrado terminarlo explique el contento de sus últimas fotos, las del día de su cumpleaños–, ni, de llegar a terminarlo, qué diría el mundo sobre él, aunque probablemente supiera, y tal vez fuera esto todo lo que sabía, que no llegaría a saberlo.
Las personas nos preguntamos a veces para qué hacer algo o luchar por nada si la única certeza que tenemos es que hemos de morir, y eso despoja de sentido a todo. Y aquí está la respuesta de Bowie: no hay porqué. Las cosas importantes se hacen sin porqué. No tienen sentido. Están por encima de todo sentido. Se hacen aunque hacerlas sea absurdo. Se hacen porque es absurdo.
En otro contexto, con parejo impulso, cierta conocida paráfrasis de un pasaje del apologeta Tertuliano («prorsus credibile est, quia ineptum est»: porque es absurdo, se cree; «certum est, quia impossibile»: porque es imposible, es cierto), dice: «Credo, quia absurdum est». Noten que no dice «a pesar de», sino porque es absurdo. «Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura, porque esa ya no siente», dice Darío, «pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente». Y ese poema negro («Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, / y el terror de haber sido, y un futuro terror, / y el espanto seguro de estar mañana muerto...»), inconsolable, insondablemente negro como la estrella negra, la Blackstar de Bowie, irradia luz y vibra con el placer de la materia, de la sonora materia del idioma, y fluye bárbaramente y arrastra todo a su paso con el vigor de su ritmo, y, así, habla de la muerte. Pero es pura vida. «De lo que no se puede hablar», dice el muy (y mal) citado Wittgenstein –y, sensu stricto, no se puede hablar de nada–, «es mejor callarse». Pero lo dice. El Caballero sabe, en El Séptimo Sello, de Ingmar Bergman, que su oponente –enfrentados ambos por fin, con el tablero de ajedrez en medio– ya tiene desde siempre, y de antemano, fatalmente ganada la partida.
Pero juega.
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