Cargando...
Atravesar en medio de la noche las calles desiertas sin puerto seguro, despertar al estupor de las habitaciones solitarias, viajar de madrugada en autobuses vacíos, fallar, comprender que no hay esperanzas ni enmiendas para las fallas de la vida ni vida sin fallas, caer, perderlo todo, comprender que no existe un happy end posible para nadie, y terminar, aun así, con una sonrisa: esa es la lección de Leonard Cohen, el gran cantor del fracaso.
La muerte no tomó desprevenido al puntual caballero Leonard Cohen. Aunque antes de morir ya era inmortal, tuvo incluso tiempo de saludarla por última vez en su despedida oficial del mundo. El mes pasado había lanzado su decimocuarto y último álbum, You want it darker, nueve canciones acerca de la propia finitud, el final de la existencia y el encuentro con Dios («I’m ready, my lord», dice la que da su nombre al disco). Aquel lanzamiento fue el jueves 13 de octubre. Solo un mes después, este jueves, los diarios, las redes y los noticieros anunciaron que el poeta, novelista y cantautor Leonard Norman Cohen (Montreal, 21 de septiembre de 1934-Los Ángeles, California, 11 de noviembre de 2016) acababa de morir. Se fue un gran intérprete y compositor y el mejor letrista en lengua inglesa dedicado a explorar en la penumbra los goces misteriosos del fracaso.
El verano pasado, también un jueves, el jueves 28 de julio, había muerto su amiga Marianne Ihlen: So Long, Marianne. Marianne y Leonard Cohen se habían conocido en 1960 en la isla griega de Hidra, a orillas del mar Egeo. Ella estaba casada entonces con el escritor noruego Axel Jensen, que se había marchado con otra mujer, y, según la leyenda, Marianne estaba llorando, sola, en la terraza de una taberna del puerto de Hydra cuando un desconocido se apiadó y la invitó a unirse a él y a sus amigos. Era Leonard Cohen.
En medio de la «salvaje y desnuda perfección», como dice Henry Miller en El coloso de Marusi, de aquella isla en la que Cohen compuso Bird on wire (1969) y algunas otras de sus canciones más conocidas, iniciaron juntos a partir de entonces una vida que duró varios años y cambió algunas veces de escenarios.
La noruega Marianne no fue el único amor de Cohen; estuvo, por ejemplo, Annie:
«With Annie gone
whose eyes to compare
with the morning sun?»,
pero tampoco fue Annie el único amor de Cohen; estuvo, por ejemplo, Suzanne:
«Suzanne takes you down to her place by the river
You can hear the boats go by, you can spend the night beside her…»,
pero tampoco fue Suzanne, ni ninguna de las otras, el único amor de… etcétera. Sí fue Marianne la última a la que le dijo adiós, y eso fue este año, el de su muerte, en una carta que ella ya no leyó y en la que le anunciaba: «te sigo pronto; nos encontramos por el camino».
Cohen comenzó a cantar bastante tarde, pasados ya los treinta, cuando era un escritor con tres poemarios (Let us compare mythologies, The Spice-box of the Earth y Flowers for Hitler) y dos novelas (The Favourite Game y Beautiful Losers) publicados. Poco tiempo antes de la isla de Hidra y del encuentro con Marianne en la taberna del puerto, a los veintidós años, Leonard Cohen había publicado su primer libro de poemas, Let us compare mythologies (1956), y en 1961 publicó el segundo, The Spice-box of Earth. La sombra del antisemitismo planearía sobre los textos de este judío de Canadá en el tercero, Flowers for Hitler (1964), como la presencia de los profetas bíblicos llenaría de hondura y de locura Parasites of Heaven (1966) y, mucho después, The Book of Mercy (1984), si bien antes las relaciones, ya visibles en sus primeros trabajos, entre la carne y el éxtasis, el erotismo y lo sagrado, marcarían su segunda novela, Beautiful Losers (1966). Tal vez la muestra más clara de la versatilidad del registro literario y musical de Leonard Cohen sea su libro Stranger Music: Selected Poems and Songs, publicado en 1993 y que recoge más de doscientos de sus poemas (algunos inéditos hasta entonces), varios fragmentos de sus novelas y más de cincuenta letras de sus canciones.
«Yo me detengo oh Dios me
detengo
Mi corazón está lleno de
manchas»,
dice la tremenda «Canción» de The Spice-box of Earth (La Caja de Especias de la Tierra, trad. Alberto Manzano, Madrid, Visor, 1999).
Cuando Cohen grabó a fines de los sesenta The Songs Of Leonard Cohen y Songs From a Room, el éxito de esos dos álbumes entre el público y la crítica hicieron popular su nombre. Cohen era un escritor, sin embargo:
«The reason I write
is to make something
as beautiful as you are
When I’m with you
I want to be the kind of hero
I wanted to be
when I was seven years old
a perfect man
who kills»,
cuenta el poema «The Reason I Write» (Parasites of Heaven, 1966). Y como tal, como escritor, Cohen recibió el premio Príncipe de Asturias en el 2011. Creo que, si se lo considera, hipotéticamente, deseable, hubiera merecido más el Nobel que Bob Dylan, y también creo que lo hubiera rechazado de estar en su lugar. Solo opino, por supuesto. Pero el libro de Cohen Selected Poems (1956-1968) fue el destinatario señalado en 1969 del máximo galardón literario que da el gobierno de Canadá a un escritor, el Governor General’s Literary Award. Leonard Cohen acababa precisamente de lanzar los dos discos mencionados arriba, y estos lo habían hecho, como dijimos, muy famoso. Y esa fue la razón por la cual rechazó el premio: consideraba que cantar sus poemas le daba una ventaja sobre los poetas que solo escriben y necesitan que la gente tome sus libros y se siente a leerlos.
Cohen era un escritor, sin embargo, y también un gran intérprete, insustituible; si bien han dado lugar a notables covers, sus canciones, sus crónicas callejeras, piden que él las cante y las cuente. Además de sus libros, gracias a sus discos y grabaciones, ahora que ha partido, se queda con nosotros el fantasma de su voz. Voz grave y convincente, vagamente pecaminosa, como ilícita, sin que pueda saberse exactamente por qué. Triste: quizás esté en esa tristeza, que insinúa un saber amargo, su proximidad con el pecado. Indulgente, pese a todo, o, cuando menos, elegante, ante las inexorables crueldades de la vida –o quizá simplemente serena frente a ellas; pero la serenidad en la desgracia es la forma de elegancia más perfecta–. Rumor potente que vibra siempre en su intimidad oscura; en unas sedosas sombras cómplices, que, más incluso que de bar, son de lecho –amatorio o insomne– o de confesionario.
Señor de los finales, cerró con cuidado la puerta antes de marcharse, y no olvidó dejarnos un regalo de despedida. Atravesar en medio de la noche las calles desiertas sin puerto seguro, despertar al estupor de las habitaciones solitarias, viajar de madrugada en autobuses vacíos, fallar, comprender que no hay esperanzas ni enmiendas para las fallas de la vida ni vida sin fallas, caer, perderlo todo, comprender que no existe un happy end posible para nadie, y terminar, aun así, con una sonrisa: esa es la lección de Leonard Cohen, el gran cantor del fracaso. You Want It Darker guarda ese aliento que susurró palabras demasiado sagradas para que fueran dichas en voz alta.
juliansorel20@gmail.com