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«When you’re hurt and scared for so long, the fear and pain turn to hate and the hate starts to change the world» (Dark Alessa)
EL HUÉSPED EN LAS TINIEBLAS
Una tarde, hace cuatro o cinco años, llegué a una casa asuncena cuya amable dueña, con un beso y un «Pasá nomás, está encerrado hace horas en su pieza», me franqueó el acceso a la habitación de su hijo, con quien yo iba a salir esa noche. A su pieza, pues, me dirigí, y, al abrir la puerta –después de haberla golpeado veinte veces sin respuesta–, encontré a mi anfitrión rodeado de una densa humareda y sumido en las tinieblas más impenetrables.
Por raro que parezca, a mi indignación por el mutismo inhóspito y la ruda mímica indiferente con la que mi anfitrión me indicó un asiento sin siquiera mirarme, la siguieron, en solo unos segundos, la gratitud hacia él por admitirme en ese ritual privado y lúgubre y la participación fascinada en sus alucinados placeres.
Recorrimos espacios enigmáticos. Eran paisajes de la desolación. Desolación de la casa familiar abandonada; de los sitios habituales, de pronto fantasmagóricos; de las paradójicas presencias ausentes de la madre catatónica, y de los personajes próximos, ahora oscuramente ajenos.
Era una enfermedad cósmica la que infectaba galaxias con su niebla; era una perversa parodia lo que se revelaba allí como verdad cruda. Era un saber obsceno por el cual todo lo que un día pudo haber sido normal, trastornado ahora por la luz incierta de sus infierno ocultos, se revelaba como anormal y perverso. Eran elementos que confluían con sádica sinergia en la que para mí sería una de las experiencias de soledad y angustia más radicales que cabe soportar, como diría Edmund Burke, «con terror delicioso».
Era la venenosa magia de lo siniestro –entendido sobre todo en el sentido de ese bello concepto insondable que Freud llamaba «das unheimlich»–, era la tentación de la locura en un mundo alterado, hecho de abismos y de incertidumbres radicales, fundado en el misterio.
Era un misterio que se revelaba poco a poco no como ajeno, sino como espantosamente propio, y frente al cual, por ello mismo, la aceptación del desafío de sumergirse por completo en lo extraordinario de la propia mente se volvía inevitable.
Era Silent Hill.
VIAJE AL ESPACIO INTERIOR
La saga Silent Hill (Konami, 1999-2012) es conocida como un hito de los videojuegos de survival horror, subgénero que recibe su nombre a partir de Resident Evil (Capcom, 1996), pero cuyas características temáticas y expresivas ya pueden encontrarse en títulos anteriores –Haunted House (Atari, 1982), Sweet Home (Capcom, 1989) o Alone in the Dark (Infogrames, 1992) serían algunos ejemplos–.
En la década de 1990, había en España una colección de libros, bastante popular entre los adolescentes, que se llamaba «Elige tu propia aventura», publicada por la editorial Timun Mas (aunque otros sellos, como Molino o Altea, editaron también colecciones de este tipo), a la cual mi prima Anita, de Logroño, era adicta. Yo nunca compartí su gusto por esa colección, que, por ende, no conozco bien, pero, por lo poco que vi de ella en ese entonces gracias a mi prima, me parece un intento de inserción del espectador (lector, en este caso) en la obra (en la historia, en este caso), mecanismo que la sitúa a medio camino entre la narrativa tradicional de ficción (libros, películas, etcétera) y la narrativa del videojuego.
En arte, como sabemos, narrar, componer, representar no es lo mismo que interpretar (papeles dramáticos o música), ni tampoco es lo mismo que asistir a lo creado e interpretado; se trata de experiencias estéticas distintas, que corresponderían a las funciones, respectivamente, del autor, el mediador (actor o músico), en los casos en los que exista, y el público. En el juego, como también sabemos, la participación en lo representado, en tanto que es interna, difiere, a su vez, de la participación (externa) del espectador en el esquema clásico descrito. De ahí que el videojuego permita un tipo de emoción especial y una experiencia nueva que lleva estos dos modelos a uno tercero, que no es ni el uno ni el otro ni su mera suma; lo que los sellos que publicaban colecciones de «libros-aventuras» propusieron dentro del formato impreso.
Pero leer en un libro que alguien baja por una escalera, o ver en una película que alguien abre una puerta, es algo muy diferente a tener que tomar la decisión de bajar (o no) por la escalera o abrir la puerta, y, a continuación, hacerlo, como en un videojuego. Con la participación del jugador, que, así, interviene en la trama y difiere del espectador –y modifica, al hacerlo, su curso y su desenlace–, el juego crea un espacio, más que de representación, de simulacro.
Un espacio embrujado que, en Silent Hill, considerado con justicia una obra maestra del subgénero, se vuelve un espacio ineludible, porque –he aquí su fuerza– en realidad es un espacio interior. Eso es lo que hace de Silent Hill –y las tremendas reminiscencias del Major Tom de Bowie, que se aleja hacia adentro, vibran en mis oídos al pensarlo– una verdadera odisea espacial.
EL TOPOS CTÓNICO
La complejidad y la profundidad de Silent Hill está en que sus villanos son víctimas y sus monstruos son los monstruos del propio subconsciente, las manifestaciones inadmisibles y normalmente invisibles del dark side de los vínculos. Estas revelaciones son posibles porque Silent Hill es un lugar, un topos, opuesto al hiperuranio platónico: es la habitación del caos, y el caos nos asalta desde nosotros mismos, bajo la figura, por ello, de –en el sentido más literal y etimológico del término– la enajenación.
Por supuesto, mi huésped y yo no salimos esa noche, como habíamos planeado horas atrás, de las humeantes tinieblas de su pieza de luces apagadas y llena de tabaco. No, no salimos de ese lugar, de ese topos, del antiplatónico topos ctónico, por llamarlo así, o, si se prefiere, no salimos del inframundo. No porque no decidiéramos, al cabo de muchas horas, apagar por una noche el play-station e ir en busca de un pub, sino porque existen ciertos paisajes del sinsentido y ciertos fantasmas sin cara que uno se lleva consigo a los bares y a donde quiera que vaya, aunque nadie más los vea; porque los tramposos pasillos y los húmedos subsuelos del fondo de la mente están llenos de una vida tenebrosa que no se extingue con las charlas, la música y la cerveza; y porque, en pocas palabras, nadie sale jamás de Silent Hill.
montserrat.alvarez@abc.com.py