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NAVEGANTES
Que todos los adelantos traen atrasos y que en toda ganancia hay una pérdida ya lo sabía Platón cuando, en el Fedro, hizo narrar a Sócrates el mito de Teuth sobre la aparición de la escritura; existe allí un lamento melancólico por la inminente desaparición de las antiguas virtudes que acompañaron a la cultura oral; no solo se perderán las artes de la memoria, se nos anuncia, sino que todo el aparato psíquico, reducido el esfuerzo intelectual al extinguirse la necesidad de almacenar información en la mente, se debilitará por falta de ejercicio: el reluciente brillo de lo nuevo es empañado así con la vaga pero ominosa sombra de cierta decadencia.
Con la escritura, sin duda, se extinguieron, para el grueso de nuestra especie, valiosos dones y grandes potencias; la música del discurso, que estructuraba y mantenía viviente la tradición oral, se volvió prescindible, y su dominio, que, como todo rasgo de atavismo, es innato, pasó a ser la excepción, y no la regla. Y, por la naturaleza protésica de lo escrito, cabe inferir que hubo muchos más músculos que flaquearon.
Por otra parte, y disculpen que diga algo tan obvio, la escritura fue el cofre del tesoro. Que permitió invertir toda la energía antes consumida en la preservación de lo ya dicho, y ahora libre y vacante, en otras cosas, y favoreció así la innovación, el cambio, el estudio, el análisis… No los quiero aburrir enumerando todo lo que obsequió a la historia la escritura. Pero esta ambivalencia de los cambios y las revoluciones ha sido varias veces señalada. Además del ejemplo de Platón, cabe tal vez pensar que, en fuentes lo bastante antiguas como para tener memoria de los tiempos neolíticos en que la agricultura era una novedad, flotan oscuras añoranzas nómadas: al Dios veterotestamentario le complacían las ofrendas de Abel, que era pastor, y no las del agricultor Caín, y un especialista español en historia antigua, sobremanera culto, solía citarme hace años una azora del Corán que dice así: «La iniquidad entró en el hombre con el arado».
Dando un salto de siglos y milenios a lo que en una perspectiva histórica pasó anoche, otro tanto hace Benjamin cuando constata, junto con los aspectos fascinantes que supone la reproductibilidad técnica de la obra de arte, la pérdida de algo tal vez ya inconcebible en nuestro mundo –el aura–.
Hoy estamos exactamente en el momento del paso de un paradigma a otro, en medio del torbellino de una revolución cognoscitiva, en ese punto crucial en el que algo se extingue para dar paso a una realidad nueva y aun desconocida total o parcialmente, cuyas consecuencias serán imprevisibles. El modo de pensar, de forjar las ideas y de comunicarlas, de procesar la información y los estímulos, el modo de sentir, la relación con el propio interior, o sea, la propia mismidad, el sujeto en sí mismo, las relaciones y los intercambios con otras consciencias y subjetividades, están dejando definitivamente de ser lo que hasta apenas ayer han sido para tomar mil direcciones inéditas, ya ridículas, ya estúpidas, ya geniales, ya fecundas.
Es la transmutación de las mil facetas que integran la experiencia de estar vivo aquí, ahora, en un momento histórico mutante, metamórfico. El mundo todo también se ha transformado: cada elemento del mundo es digitalizable, todo es materia prima de edición y la capacidad de procesar y de manipular cada vez más fluidamente un caudal de información textual, visual, audiovisual, sonora, en crecimiento vertiginoso e incesante permite navegar golosamente en un banquete de creación e ideas… en el que muchos naufragan.
Y NÁUFRAGOS
La capacidad de concentrarse intensamente, de absorberse realmente en una idea, una investigación, un proceso interior es un lujoso y estupendo obsequio del azar, de Mercurio, de los genes, de Odín o de la Providencia o vaya a saber uno de qué, pero no es una rosa sin espinas (las espinas, a veces, son, de hecho, lo mejor de la rosa; pero este es otro tema): te vuelve despistado, y cuanto más potente y productivo seas en este aspecto, tanto más peligrosamente despistado, hasta la extravagancia, podrás ser. Atas cabos, despejas las incógnitas y resuelves, en orgásmico «eureka», un resistente enigma en el mismo segundo luminoso en el que, para ilustrar esto con una caricatura macabra y paradójica, pierdes la vida bajo un coche porque cruzaste una gran avenida sin mirar el semáforo.
Pero para este tipo de superpoderes clásicos y riesgosos, nuestra manera actual de aprender, de informarnos, de pensar y de vivir es un robusto antídoto. Mientras abrimos ventanas y ventanas y hacemos glotón acopio de datos de diversos formatos, temas y contenidos al tiempo que filtramos velozmente lo indistinto para, raudos cual lebratos, descartar la «basura guglera», y organizamos –sin detenernos, en marcha– y jerarquizamos el palpitante y móvil magma internetero para nuestro placer o vicio investigador, el momento de la concentración (y, si es el caso, el de la creación) queda aplazado, pues no es posible estar al mismo tiempo atento a todos los estímulos y abstraído en uno solo.
Yo puedo viajar en el tiempo, regresar a los noventa, concentrarme, procesar, asimilar, producir al despistado y absorto modo antiguo después de haber llenado mis faltriqueras en la fértil vorágine del flujo actual unos minutos antes, pero yo he tenido la buena fortuna de participar de los dos mundos, y he aprendido a pensar antes de la digitalización de la experiencia; por eso no naufrago.
Apelo a la indulgencia de los clementes lectores, de las lectoras magnánimas, por el rasgo de mal gusto de haber hablado de mí así y ahora; es que, como introspección del cambio en los procesos cognoscitivos de nuestro momento actual, mi testimonio es el único del que dispongo por ahora, y por eso me he permitido utilizarlo para ejemplificar el tema. Pero a lo que quería llegar con este ejemplo era a algo más importante y general: mencioné que yo puedo volver a los noventa para dejar caer aquí a continuación que, conforme a esa misma lógica, muchos no lo pueden hacer, porque han nacido después de los noventa. Son ustedes, aquellos de los lectores que sean hijos del tercer milenio, nativos del nuevo siglo. El cambio en ellos (o en ustedes, según de qué lector se trate) es más homogéneo, es generacional: es con ellos (o con ustedes) que se cumple el paso de un paradigma a otro. Y si, por falta de brújula que les permita concentrarse en un norte al navegar los océanos procelosos e ilimitados de la sobreinformación, naufragan, saldremos salpicados todos.
montserrat.alvarez@abc.com.py