¿Qué es lo que hace hoy a los curadores tan atractivos, tan necesarios, tan odiosos? (II)

Después de las hipótesis arrojadas el domingo pasado en la primera entrega, esta parte final enfoca las funciones sociales y las relaciones de poder entre los distintos actores del juego del arte.

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En la entrega anterior propusimos –exploratoriamente y de manera más literaria que literal– ciertos posibles paralelos entre los mecanismos de diferenciación de la esfera económica y la simbólica.

Señalábamos allí –entre otras cosas– el creciente peso relativo (en tanto componente de costo) del elemento discursivo/persuasivo a fin de obtener la visibilización/diferenciación de los bienes simbólicos en el campo cultural.

MEDIACIONES UBICUAS

Sin embargo, interrogar este (posible) estado de cosas de manera alguna implica incurrir en la ingenuidad. Primeramente, porque resultaría tonto «oponerse» a la práctica curatorial en cuanto tal, sobre todo a la independiente (caso exista), que inicialmente se planteó como alternativa a la inercia institucional-museística y abrió nuevos abordajes a la obra artística.

Por otra parte, siempre ha existido algún tipo de mediación entre los productores (artistas) y los consumidores (público), y en ese sentido esta solo sería una de las tantas formas históricas que ha adoptado la misma.

De hecho, las hubo antes (curadurías en tanto mediaciones) más tiránicas (y peligrosas): bastaría recordar las poco cordiales relaciones entre Goya y la Inquisición («curadores» los últimos a su manera un tanto imperativa). Y siglos antes Veronese «apeligró» el cuero cuando el incidente con esa misma corporación eclesiástica a causa de su (forzosamente renombrada) Cena en la casa de Leví.

Y si nos apuran, pudo haberlas incluso muchísimo más remotas: de hacia el 2800 a.C. data una suerte de testimonio «protocuratorial» materializado en una piedra hallada cerca de Sakkara que ilustra un sistema de proporciones (¿una preceptiva o canon, tal vez?) del que en gran medida derivó el diseño de los edificios de aquel complejo funerario y de otras representaciones bidimensionales del hoy llamado «arte» egipcio (si bien por entonces el «autor» del complejo –Imhotep– no habría soñado que en el futuro algún desquiciado pudiera llamar «arte» a esos objetos sagrados).

Y además se sabe que en general el valor a una obra le viene «de afuera»: «Arte es eso que está en los museos», o algo así, dijo Duchamp hace ya casi un siglo.

Y antes, aunque más «en complicado», algo parecido dicen que dijo Kant: «Vemos colores, tocamos durezas […] pero ni vemos ni tocamos necesidad, unidad ni pluralidad, causalidad o sustancialidad […] al elaborar los datos empíricos […] hacemos ciertas presuposiciones de carácter conceptual y axiomático que entran en nuestra experiencia, pero que no proceden de ella [¿cabría por tanto inferir: tampoco del objeto que la ha producido? (conocer es conectar)] […] [y] para ello nos servimos de determinados conceptos conexivos […] de categorías [sin las cuales] no tendríamos conciencia de ningún objeto y [esta] sería un “caos de sensaciones”, “menos que un sueño” (…) Sin el pensamiento y sus formas específicas no existiría ningún objeto», bla, bla, etc.

DE RAMBO XVIII A LAS MARCAS BLANCAS

Ligeramente «tuneado» (o no tan ligeramente, que sería injusto echarle la culpa al difunto): ¿el razonamiento de arriba habilitaría a supeditar la existencia del objeto (en tanto obra artística) a la existencia de una forma específica de pensamiento (en cuanto «categoría curatorial») que no procede de dicho objeto?

Sonaría razonable... Salvo por el detalle (tal vez algo más contemporáneo) de que obra y reflexión (sea esta histórica, crítica, estética, curatorial, psicológica, etc.) serían entidades discursivas de especificidad (relativamente) propia y estatuto de existencia (relativamente) autónomo.

Entonces, ¿cuán esclarecedora resultaría la remake de aquella (otra) película alemana del XVIII que revisitaría muy literalmente su versión original?

Antes la crítica pedía que el artista fuera «mudo». Un requerimiento poco gentil, aunque quizás en parte explicable por aquello de la división del trabajo, que reclama cierta especialización: no todos los artistas pueden –ni tienen por qué– ser conscientes de sus procesos. Pero ahora parece que se solicita que incluso la propia obra sea «muda». ¿Quizá como esas «marcas blancas» (white brands o «marcas genéricas») que los supermercadistas (¿curadores?) encargan a los productores primarios de leche o de pasta (¿a los artistas?) para presentar esas mercancías (¿obras?) como productos de sus supermercados (¿muestras?)?

Y el procedimiento resulta perfectamente legítimo en un supermercado, pero en el campo artístico –pensamos– equivaldría al trámite un tanto ilógico de «poner la carreta delante de los bueyes», valga la comparación (¿es ya ocioso aquí, entonces, ir al último tercio adjetivo de la pregunta inicial, dado que la respuesta derivaría casi por default de lo precedente?).

¿TODO EL PODER A LOS SOVIETS?

¿Cabría imaginar otras modalidades de mediación obra-público que supongan condiciones más simétricas de redistribución de la plusvalía simbólica para los productores primarios (artistas)?

Esta cuestión no es nueva: ya en los 60 Joseph Kosuth sostenía que era irresponsable que el artista dependa de la crítica para explicar su trabajo; desde allí –y al menos desde los 90 de manera más sistemática– diversas formas de autogestión han buscado pluralizar la relación producción/reflexión mediante diversas acciones: redes de intercambio, residencias, muestras gestionadas por los propios artistas, etc.

¿«Todo el poder a los Soviets» (artistas)…? Quizás no todo, pero algo más que un vueltito tendría que sobrarles. Si bien –al margen de la horizontalidad promovida por las citadas acciones de autogestión– cabría, sin embargo, señalar que esta cuestión no pasaría solo por quién cumple qué rol (artista, curador, crítico), sino también por las relaciones de poder que se establecerían entre los mismos.

No existen límites absolutos, pero estos roles tampoco carecen de especificidad, sea discursiva o de praxis. De competencias, en suma, según se mencionó. No tenerlo en cuenta –creemos– conllevaría el riesgo de reproducir desde otro ordenamiento las mismas asimetrías que inicialmente se buscó revertir.

Para ir cerrando estos apuntes: ¿el problema (también) podría provenir de una traslación problemática de la lógica de la producción simbólica a la lógica de las industrias culturales? En estas, hay una tendencia progresiva –señaló Sigfried Zielinski– a reunir desde un control verticalista una diversidad de subproductos (editoriales, audiovisuales, radiofónicos, fonográficos, etc.) en función de un criterio de producción, validación y distribución homogenizado. En refuerzo de su opinión, el mencionado pensador alemán especializado en los medios citó estas declaraciones de un presidente de la Coca-Cola Bottle Co., hechas hace ya muchos años, luego de que esta corporación tomara el control de Columbia Pictures: «La idea es jugar el mismo rol en los televisores del país que en las heladeras. Ahora tenemos gaseosas […] y jugo en las heladeras y queremos que lo mismo ocurra en la televisión, lo que significa que todo que se vea allí venga de Columbia, sea por aire, por cable, por satélite o por video».

¿Estaríamos finalmente ante un problema político-cultural que requeriría, por consiguiente, acciones también políticas…? Más concretamente: ¿se trataría de la democratización que pudieran (o no) promover como colectividad políticamente organizada los productores simbólicos primarios (artistas) en la estructura de visibilización/distribución (supermercadistas/curadores) y aun en los propios medios de producción simbólica (lo último tratándose de los mass media, productores y distribuidores al mismo tiempo)?

Da igual si forzados por prosaicas necesidades económicas o fulminados por el resplandor incontrovertible de la autoconciencia hegeliana, lo cierto es que a los productores de pollo congelado hace rato que les «cayó la ficha» y se organizaron. Quizá con menos Aufklärung que la esfera avícola, la cancha de los artistas no parece mostrar a la fecha indicios muy notorios de una epifanía similar.

Crítico y curador

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