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El que solo habla guaraní es por fuerza analfabeto, porque en las escuelas hasta ahora se aprende a leer exclusivamente en castellano. Por eso, las kilométricas traducciones de Platero y yo o de El Quijote al guaraní no agregan a esas obras un solo lector que no tuvieran ya, antes de emprenderse la quijotesca aventura.
La trama lingüística esquizoide se complicó cuando los constituyentes del 92 convirtieron el guaraní en un idioma oficial de muy difícil aplicación en el siglo XXI. O quizá los 198 del 92 eran unos visionarios que sabían que íbamos hacia una cultura audiovisual y que la imagen y el sonido volverían obsoletas las lenguas escritas.
El guaraní, lengua oral, aún se aprende solo de oído. Los monjes emprendedores, franciscanos o jesuitas, que trataron de componer el catecismo y algún que otro material de proselitismo religioso con el alfabeto latino no tuvieron éxito. Tres siglos más tarde, leer una página en guaraní con el alfabeto latino es una proeza. Los expertos guaraniólogos se vuelven dubitativos y vacilantes ante esos textos. Nadie lee guaraní con fluidez.
La supervivencia del idioma no fue producto de un heroico enfrentamiento con el español. Sencillamente, ocurrió, como bien lo relataron Lorenzo Livieres Banks y Juan Santiago Dávalos en un ensayo de mayo de 1969 hasta ahora no superado:
«Es evidente que del cruce biológico de lo hispano y lo guaraní se constituyó la nación paraguaya. Pero del choque de las culturas guaraní y española surgió triunfante esta última. Ello no es de extrañar. Se impusieron la superior tecnología, las formas religiosas más elaboradas y una manifiesta voluntad de poderío, mantenida con ejemplar persistencia a través de los siglos. Triunfó la cultura hispánica, pero supervivió la lengua guaraní». (1)
La lista que ambos eruditos autores dieron de las razones de tal longevidad lingüística es la más completa publicada hasta la fecha:
«Sus causas deben verse en el escaso número de colonizadores españoles frente a la gran masa indígena, al aislamiento de la Provincia dentro del mismo Imperio español, a la pobreza que imposibilitó la fundación y el mantenimiento de instituciones culturales superiores, al respeto y consideración que los misioneros religiosos dispensaron a la lengua aborigen, al singular papel de la mujer-madre, auténtica mediadora entre la raza indígena en extinción y la mestiza en crecimiento, y a la estructura rígidamente vertical y escasamente móvil de la sociedad colonial, en cuya cúspide se hallaban solo españoles y criollos». (2)
La peculiaridad de Paraguay es el hecho, único en la América hispana, de que el guaraní lo habla toda clase de personas. Es una auténtica lengua nacional, como lo estatuyó la Constitución de 1967, sin polémica alguna.
En materia lingüística, no existen idiomas superiores o inferiores, siempre que cumplan el papel de vehículo de comunicación inteligible para los interlocutores. Ahora bien, hay lenguajes orales, originalmente ágrafos, que todavía no han logrado una transición satisfactoria a idioma escrito. El guaraní es uno de ellos. El alfabeto latino es notoriamente insuficiente para reflejar las sílabas y los sonidos (fonemas) guaraníes en papel. Si bien siempre hubo meritorios esfuerzos por hacer del guaraní un idioma escrito, incluyendo el periodismo de trinchera de la Guerra Grande, su lectura espontánea es azarosa y tentativa.
Y un inconveniente serio, hasta ahora insoluble, es el hecho, también anotado por Lorenzo Livieres Banks, de que, dado que toda la alfabetización tradicional se hace en idioma español, debe inferirse que el guaraní-parlante exclusivo parte en desventaja:
«El sector rural es abrumadoramente guaraní-hablante. El urbano es principalmente castellano-hablante. Cada uno de ellos desarrolla a su manera modos propios de individualidad y de socialidad que por fuerza han de convivir en situaciones de enfrentamiento y a la vez de apoyo recíproco en casos de necesidad. Y así, el que se sirve exclusivamente del guaraní, es de hecho, automáticamente analfabeto, y por lo tanto, participa de todas las características correspondientes a este orden fenoménico». (3)
De ello se desprende que, a pesar de la longeva convivencia, los dos idiomas nacionales son «perfectamente distintos». (4)
En Paraguay, desde la era borbónica, el idioma guaraní nunca fue prohibido oficialmente. Sí lo fue, hasta con estridencia, en los confines de las instituciones educativas, por razones de técnica de enseñanza de lengua extranjera. Nada supera al método de la inmersión en el idioma objeto, tratando de olvidar el materno, que distrae del objetivo, adquirir fluidez en la nueva lengua.
Un ejemplo notable, para nada único, fue José de la Cruz Ayala, «Alón», egresado de la primera promoción de bachilleres del Colegio Nacional bajo el apostolado de Benjamín Aceval. Llegado de Mbuyapey en 1878, carente de habilidades elementales en matemáticas y castellano, antes de ingresar a la secundaria tuvo que pasar un año en cursos de remediación y nivelación y pudo, en 1884, como flamante egresado, competir por cátedras en el mismo colegio y ocuparlas. Y, lo principal, su virtuoso manejo del castellano lo convirtió en el polemista más destacado de la era en los debates parlamentarios, en menos de cinco años, producto de los planes educativos en vigencia.
VENGANZA CHINA
Que existen dos universos lingüístico-culturales en Paraguay pudo corroborarse con la Constitución de 1992. El guaraní es idioma oficial y debe enseñarse obligatoriamente en las escuelas. Y nadie que no sepa hablarlo ya lo aprende en el aula. La razón es muy simple: luego de unas pocas y aburridas horas de clase, los alumnos revierten al castellano y, por falta de práctica, olvidan lo poco que aprendieron en la escuela. Ergo, para los que quieren aprender guaraní, habría que prohibir el castellano.
Increíblemente, en el Paraguay democrático e igualitario posterior a 1992, las dos materias más difíciles para el alumnado son el castellano, en todo el país, y, en Asunción, el guaraní, verdadero obstáculo para el logro de un aceptable promedio de notas.
A pesar de los meritorios esfuerzos de los docentes de guaraní, el único o el mejor lugar para aprenderlo todavía es la calle, y no el aula. Se aprende por repetición y de oído, no por lectura de textos ni con diccionarios incapaces de reflejar la pronunciación precisa para ser entendido.
DOS UNIVERSOS DE PARAGUAYOS
La mejor ilustración de la existencia de estos dos ámbitos lingüísticos es la formalización de la Asociación Nacional Republicana en 1887 como partido político del Gobierno. Sus dos prohombres provenían de cada uno de ellos. Según el Acta Fundacional, el partido se creó «a indicación del General D. Bernardino Caballero y proposición del Don José Segundo Decoud». El general era originario del mundo guaraní-hablante y estaba más cómodo en él. Carismático, dicharachero y simpático, conseguía los votos y la adhesión de los cuarteles.
Pero un gobierno precisa, además de mítines y campañas exitosas, estudiar, proponer y aplicar leyes bien escritas y sólidamente fundadas en debates parlamentarios. Eso había que hacerlo en un español elaborado y con base en una bibliografía hispana o de otros idiomas europeos. Llenó ese vacío la figura intelectual, reposada, circunspecta, algo arrogante, por sentirse superior, del señor Decoud. Él preparaba los decretos, redactaba los proyectos de legislación, componía los discursos anuales ante las Cámaras del Congreso y, al tener fluidez en idiomas desde el español, estaba encargado de las comunicaciones al exterior y las negociaciones con los extranjeros.
Eran mundos paralelos y distantes. Decoud no era un orador capaz de hechizar a las masas, y el general no revisaba ni cuestionaba los escritos del mentor político en los que, luego de una somera revisión, estampaba su firma. El liderato popular último reposaba en el político de mayor carisma. Decoud, hombre de bibliotecas, nunca se acercó a la presidencia, aunque ocupó con solvencia todos los otros cargos de importancia.
Esos universos vecinos y distantes tenían una honrosa tradición. Cuando el gobierno del ante bellum tuvo que seleccionar becarios para Europa, Carlos Antonio López, profesor de Latinidad, eligió personalmente en 1859 a los primeros estudiantes entre los mejores de la capital, es decir, del universo hispano-parlante, que aprovecharon la oportunidad de obtener una formación sólida. Uno de ellos, Juan Crisóstomo Centurión, futuro canciller, describió a su avispado grupo en sus Memorias juveniles: «En algo más de un año, estábamos ya en posesión del inglés, teórica y prácticamente, y bastante adelantados en el francés». (5)
El siguiente grupo de becarios lo seleccionó el ya presidente Francisco Solano López entre los oficiales jóvenes del Ejército para estudiar estrategia militar en la célebre Academia de Saint Cyr, por recomendación de Napoleón III. Y pronto recibió un extraño pedido de desembolsos extraordinarios para el pago de preceptores que enseñaran a los becarios principios básicos de español. El estudioso del sistema educativo paraguayo de la primera Independencia, Dr. Heinz Peters, revisó el material de archivo y concluyó:
«Llama la atención la unanimidad de los juicios de sus profesores europeos acerca del deficiente dominio del castellano por parte de los becarios, que constituía, a ojos de ellos, la lengua materna de sus discípulos, cuando esta habrá sido, con mucha mayor probabilidad, el guaraní». (6)
La conclusión es obvia: el padre becó a jóvenes del universo hispano-hablante, y el hijo reclutó los suyos en el mundo guaraní-parlante. Aunque ambos grupos tenían en los papeles la misma escolaridad, en uno de ellos era insuficiente el manejo del idioma de la enseñanza, para ellos extranjero, algo soslayado por las autoridades educativas. Cabe sospechar que la brecha persiste pese a la presencia de ministerios de Cultura y de Políticas Lingüísticas.
Al crearse el Colegio Nacional en 1877, las autoridades educativas del período constitucional admitieron que el único recurso para nivelar a los alumnos guaraní-hablantes del interior con los de la capital eran cursos intensivos de español con la prohibición absoluta de usar el guaraní tanto en clase como en la residencia estudiantil. El resultado casi milagroso fue que de entre esos jóvenes campesinos surgieron aplomados egresados capaces de expresarse en un castellano fluido y hasta rebuscado en menos de cinco años. Sus nombres constituyen una ilustre galería de estadistas e intelectuales de fuste: el ya mencionado José de la Cruz Ayala, y, más adelante, su sobrino, Eligio, de Mbuyapey; Eusebio Ayala, de Barrero Grande; Ramón Indalecio Cardozo, de Villarrica; Manuel Domínguez, de Pilar; y muchos otros. El Colegio fue importante, pero fue solo el intermediario; el verdadero responsable de ese progreso magistral fue el sistema educativo que previó el castellano como la llave para la introducción al mundo de la modernidad y el progreso, mientras el guaraní siguió vital, vigente y cotidiano.
NOTAS:
(1) Lorenzo Livieres Banks, El proceso histórico-político paraguayo, Tomo II, Asunción, Intercontinental, p. 16.
(2) Ibid.
(3) Livieres Banks, op. cit., Tomo I, p. 193.
(4) Ibid.,Tomo II, p. 10.
(5) Juan Crisóstomo Centurión, Mocedades, Asunción, Imprenta Nacional, 1995, p. 83.
(6) Heinz Peters, El sistema educativo paraguayo desde 1811 hasta 1865, Asunción, ICPA, 1996, p. 132.
* Historiador y licenciado en Enseñanza de Idiomas