No se puede pensar a coro

En vez de esa especie de mítico edén democrático de la pequeña polis griega antigua, el ágora ateniense, hoy tenemos la disputa por el poder llamada democracia representativa, y en vez de diálogo y debate, comunicación de masas mediada por los intereses de los sectores en disputa y más orientada, por ende, a convencer que a informar.

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La palabra «propaganda» en latín es el gerundio plural neutro del verbo propagare, «diseminar», «difundir» (o propagar, claro), y su traducción es «las cosas que se propagan» (diseminan, difunden). Tiene un fin, cabe añadir: influir en las opiniones o acciones de otros. Ya lo tiene cuando Gregorio XV funda la Congregatio de Propaganda Fide en 1622. Y tiene métodos, que clasificaré en dos grupos: persuasión y control de la información.

El «prejuicio» es «anterior al juicio», juicio que Aristóteles llama en griego apófansis y que es afirmación, enunciado con valor veritativo, es decir, susceptible de ser verdadero o falso («Arde Bagdad»; «Sócrates no es inmortal»; «Usted está leyendo este artículo»). Afirma algo, un saber o una opinión sobre algo. El prejuicio es un no saber (aún). Suele tenerse por nocivo; y con razón, pues, si pasa inadvertido al propio sujeto, tiñe su mirada de un color que escapa a su consciencia.

Un esquema (del griego skhema, figura, a través del latín schema) es la imagen sintética de una realidad más compleja.

Además de propaganda, hay hechos; además de la inconsciencia del prejuicio, juicios conscientes; además de los esquemas, totalidades que los exceden. Pero no solo en el espacio exterior de las comunicaciones y los discursos públicos, sino hasta en el espacio interno y privado de la mente de muchas personas, propaganda, prejuicios y esquemas desplazan al resto.

Quizá la campaña de Demóstenes contra Filipo, o la de Cicerón contra Catilina, fueran ya propaganda política, pero hay casos más cercanos en el tiempo. Por ejemplo, en la década de 1910, con los ecos de la doctrina Monroe, «América para los americanos», la mayor parte de los estadounidenses quería una política exterior de no intervención en la guerra desatada en Europa en 1914. Wilson fue electo presidente en 1916 con el lema «He kept us out of war». Para 1917, la situación había cambiado: entrar en el conflicto suponía interesantes posibilidades estratégicas, así que Estados Unidos declaró la guerra a Alemania. Ahora había que cambiar la opinión de la gente. Wilson formó el Comité de Información Pública, conocido como Comité Creel, para «crear» el enemigo alemán, fomentar el alistamiento de los hombres, incorporar a las mujeres a la industria (para mantener el ritmo productivo) y, en suma, alterar la opinión de la mayoría de la gente, que, en efecto, terminó apoyando en masa lo que rechazaba, la intervención de su país en la Primera Guerra Mundial; los verdaderos motivos no fueron expuestos: se apeló a otros (la amenaza representada por el enemigo para el modo de vida americano, etcétera) que afectaban los intereses del grueso de la población.

Si entendemos propaganda por ejercicio no mendaz de elocuencia que apela a nuestros sentimientos para convencernos de algo y lo hace de manera explícita y sin intenciones ocultas, no creo que haya nada que censurar en ella. ¿No puede ser sincero el deseo de conmover a otros para lograr que apoyen una causa que creemos justa? Si tomamos los prejuicios como sospechas por confirmar o refutar, dudo que nublen la inteligencia. Si no confundimos los esquemas con la realidad, no reduciremos la realidad a nuestros esquemas. Pero lo normal no es tomar prejuicios, esquemas y propaganda como tales, sino confundirlos con hechos, realidades y juicios fundados, sin siquiera ser conscientes de ello.

Ante el proyecto de enmienda de la Constitución para permitir la reelección presidencial en el Paraguay, algunos análisis plantearon que, por representar las posturas enfrentadas los intereses de dos sectores poderosos en pugna, el conflicto no nos incumbía a todos. Pero cuando un grupo de manifestantes quemó el Congreso el viernes 31 de marzo, la reacción del Gobierno marcó un hito porque las medidas de represión policial criminales que siguieron al incendio sí nos incumbían a todos. Poner límites al poder es algo que incumbe a todos.

La automática descalificación de los «pirómanos» como «pequebús» incapaces de entender lo que representa para «el pueblo» la gestión de cierto expresidente demostró que los principios de la propaganda siguen intactos desde su formulación en 1917 por el Comité Creel: «El adversario es moralmente malo», «Somos los buenos», «Todo el que duda de nosotros es un traidor o una víctima de la propaganda enemiga», esquema moral dualista usado por movimientos, medios de prensa, organizaciones, partidos, etcétera, de derecha y de izquierda por igual.

Es natural, cabe decir: la intención de los grupos en pugna es convencer. Al margen del poder o desde el poder, grandes o pequeños, tienen discursos similares. Defienden su superioridad moral y la de sus aliados y presentan al adversario, conforme a la doctrina Creel, como moralmente inferior. El axioma de McLuhan «El medio es el mensaje», se aplica con frecuencia, por ejemplo, a desacreditar a la prensa rival para generar un rechazo de conjunto y a priori, independiente del contenido, al punto de que la persona realmente convencida no necesite leerlo para «saber» que ese medio miente, y no se percate de lo irracional de su fe: es la falacia conocida como «envenenar los pozos», una forma del «argumentum ad hominem circunstanciae», por el cual, en vez de analizar las ideas, se pone en duda la imparcialidad del emisor. Lo principal se hace a un lado.

Es natural que los grupos tengan discursos similares. Es decir, grupales. Es natural que no puedan hacer más que aliarse o enfrentarse. El diálogo solo se da entre individuos. Los grupos opinan como grupos, a coro. Pero pensar es cosa de individuos. Nadie puede pensar a coro.

Establecer oposiciones esquemáticas y sentidos unívocos, legitimar unos conceptos y descalificar otros es imponer la tiranía de un discurso fijo sobre el pensamiento (valga el pleonasmo) individual. Y que esto lo hacen por igual todos los sectores en disputa por el espacio de las decisiones públicas en la vida política de las sociedades contemporáneas está a la vista de cualquiera.

Estos intercambios no suelen acercar a nadie ni un nanómetro a entender nada sobre ningún asunto. Tomar partido, tal como se induce a hacer a las personas desde todos los frentes, suele significar la renuncia al esfuerzo –impopular, difícil, problemático, sin garantía de éxito y tan largo como la propia vida– de pensar.

Cada vez que un nuevo tema enfrenta a los miembros de nuestra sociedad, como si no pudieran sustraerse al tipo de discurso de los sectores en pugna, ni se demuestra ni se refuta nada.

No es difícil entender cómo debería darse el diálogo. Un razonamiento yerra si la conclusión no se desprende de las premisas («Hay grupos que se oponen a la enmienda por intereses particulares; ergo, todo el que se opone a la enmienda lo hace por intereses particulares / porque está manipulado por esos grupos») o si una de sus premisas es falsa («Apoyar la enmienda es defender los intereses del gobierno; ergo, todo luguista es cartista»).

Y un razonamiento se discute probando que la conclusión no se desprende de las premisas, o que una de ellas es falsa. Aludir a móviles del emisor («X quiere la enmienda porque A», «Z no la quiere porque B»), aun si son ciertos, es no tocar el tema ni analizar las ideas. Atribuirle ignorancia, sea directa («cheto en su nube rosa», «zurdo analfabeto»…), sea indirectamente («te recomiendo que leas…»), es lo mismo. Recurrir, en fin, a cualquiera de los innumerables y viejos trucos corrientes para eludir la verdadera discusión no demuestra absolutamente nada. ¿Y cómo puede existir una sociedad cuyos miembros decidan algo libremente sin someterlo a discusión?

En cambio, si discutimos, nuestro interlocutor a su vez podrá defender su razonamiento probando que las premisas son verdaderas y que la conclusión se infiere de ellas. En ese instante, habremos empezado a debatir. El problema en nuestro país es que el debate aún no empieza.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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