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Hace no demasiados años, una fotógrafa germana publicó su libro dedicado a Montevideo. Eran fotos en blanco y negro. Cada una ocupaba una página satinada. Muchos uruguayos advirtieron cuánto el negro primaba sobre el blanco. Una hegemonía que encontraban, si no ilegal, sí ilegítima, y en todo caso insoportable. Decían que la fotógrafa, por la alquimia de su cámara clara, había hecho de la ciudad de todos los vientos –la capital más al sur del mundo, más austral aún que Buenos Aires– una tropical y aletargada La Habana. Una pesadilla de color local, de malecones rajados por el sol, de afrodescendientes sin camisa y mulatonas con corpiño, de pobreza digna y mate amargo, de callejones y caserones en ruinas siempre edificantes, de modernidad oscura pero trasnochada. Sí, aquellas imágenes resultaban anacrónicas. Eran la marca de la diacronía en la sincronía. Un pasado que tardaba en irse, que subsistía más de lo que existía, mientras que el Uruguay, por entonces, encontraba que el Mercosur era un negocio viable.
TORRES Y PANORAMAS
Acaso ningún narrador de ficción uruguayo haya hecho más, y mejor, por desvirtuar aquella imagen extranjera y tardo finisecular de Montevideo que el novelista Hugo Burel. En su novela El corredor nocturno (2005), llevada después con buen éxito al cine por el director español Gerardo Herrero, encarnó el pacto fáustico de un país que había sabido salir de la crisis rioplatense de 2001. Finalmente, la República Oriental había entrado en un futuro transatlántico de exportaciones diversificadas y modernización interior, y lo había hecho de la mano de un oncólogo de centroizquierda, presidente por el Frente Amplio. A la Montevideo de conventillos y casas chorizo, a la Ciudad Vieja con negros y mercados callejeros, Burel oponía el presente más rabioso, menos decepcionante, clínicamente sanitario, del doctor Tabaré Vázquez. El Mercado del Puerto se llenaba de brasileños y otros turistas que brindaban con medio y medio (mitad vino blanco, mitad espumante) y engullían sánduches de blanco pan de miga antes de probar su pamplona y su pulpón asados en una parrilla con fuego de leña. La marca Uruguay es cada vez más nítida: replicable en su fórmula, irrepetible en sus detalles.
SIMPATÍA POR EL DEMONIO
La Montevideo modelo siglo XXI lucía en la novela de Burel como una ciudad opulenta, más exhibicionista (y, en esto, más «argentina») de lo que gustamos admitir. Una capital de rascacielos y gimnasios y bares y bebidas importadas y cárceles convertidas en shoppings de vanguardia o museos ultracontemporáneos en entornos regentricados y ya sin más lodo que el de las obras de arte exhibidas y renovadas. La sociedad uruguaya, que el ensayista Carlos Real de Azúa caracterizó como amortiguadora, a los ojos de Burel había empezado a correr. La movilidad social, el reparto de la renta habían mejorado, pero sobre todo para los que supieran aprovecharlos. Para todos los Julián Sorel aggiornados, ahí estaba la semilla de la maldad o al menos de la impaciencia. El protagonista de El corredor nocturno, que es también un «corredor de seguros», un pseudo hipster yuppy, podrá pactar con el demonio. Este runner nocturno trota de noche por una bien aliñada costanera, distante, en el fondo y en la forma, de cualquier arcaico malecón cubano expuesto a súbitos pero esperados apagones. El deportista calculador, que escuchó a la material girl Madonna antes que tangos y guitarreadas tristonas, sabe que si quiere progresar tiene que sangrar. Como tiene el alma en la epidermis, cree que para la piel y los músculos es mejor usar al diablo como limpiador. La trama de la novela, que no tiene reveses, se espesa. Es rica en peripecias y en una bien hallada sorpresa final –como Horacio Quiroga preconizaba en su decálogo del buen cuentista uruguayo.
DEL NEGRO AL NOIR
En la Feria del Libro montevideana, cuya 38ª edición anual acaba de concluir, el negro ocupó un lugar de honor. No el étnico-cultural de las ex poblaciones esclavas uruguayas, ni el del surrealista humor bretoniano del país de Felisberto Hernández (autor de Nadie encendía las lámparas) y Héctor Galmés (autor de Las calandrias griegas). Ni tampoco el del retro cool de las imágenes a sol y sombra en blanco y negro. Sino el de la novela policial negra, que tiene en Uruguay conocido culto y reconocidos cultores (además de Hugo Burel, y para mencionar solo a los feriantes, ahí están Milton Fornaro, Pedro Peña, Mercedes Rosende o Renzo Rossell). Acaso el más exhibicionista entre los afiches que en la Feria promovían novedades bibliográficas, no siempre novedosas, era el de Montevideo noir, la nueva novela de Burel. El afiche reproducía la tapa del libro, en rigurosa, plástica monocromía, donde una foto de época lucía como lustroso y satinado fotograma de film noir.
DEL HOY AL AYER UNA VEZ MÁS
Después de iluminar con focos nocturnos el presente –virgen, vivaz, hermoso en definitiva– durante el último lustro de gobierno del Frente Amplio, volvió Burel al ayer uruguayo. Un pasado que la celebración de la actualidad volvía oscuro, enigmático, rencoroso y culpable. Como lo hiciera Juan Carlos Onetti, heraldo del fracaso, la castración y la muerte en faulknerianos, fríos, nítidos relatos de un boom preterido, pero insuperado. Al autor de Los adioses y de Juntacadáveres lee, en una playa más o menos blue, antes que negra, el solitario protagonista de Diario de arena (2010), novela de Burel. Si El club de los nostálgicos (2011) es el título de su siguiente novela, ese sentimiento, no siempre melancólico, no siempre reaccionario, nunca guía acción ni drama en El caso Bonapelch (2014) y Montevideo noir (2015). Antes bien, invita a un razonado, pero programático, revisionismo del pasado uruguayo.
DICTADURA, COLEGIADOS Y GUARDIA SUIZA
Como a Costa Rica en la América Central, a Uruguay le ha correspondido en la del Sur el encomio de ser un país muy helvético. «La Suiza de Sudamérica» lo era por el secreto inviolable, masónico que prometían sus bancos. Lo fue por adoptar un sistema del gobierno colegiado. También por su ser un enclave entre grandes, socio menor en iniquidades mayores (así, la Guerra Guasu). Y por proveerles servicios y hotelería: las playas atlánticas eran sus Alpes nevados; Punta del Este, su Jungfrau. En El caso Bonapelch, el narrador protagonista es un migrante que vuelve de Nueva York a la capital uruguaya para conocer la dictadura de Gabriel Terra (1933-1938). A los años del Colegiado dedica Burel Montevideo noir. Regresa a abril de 1964, medio siglo atrás. El lector puede inclinarse hoy sobre ese pasado desde las certezas democráticas de la nueva presidencia de Vázquez. Si entonces como ahora la crisis está en el aire, al menos sabemos que el Colegiado ya no es una opción, que no hay guardias suizos ni guardias pretorianas que busquen reencauzar el presente. En la novela negra, esto es una marca de (buena) fábrica: el verdadero enigma está en el futuro, no en el pasado. Y ya es un misterio saber cómo llegaremos –si es que llegamos– al porvenir.
SÓTANOS Y POZOS
En el otoño de cincuenta años atrás, Keller, protagonista de Montevideo noir, como acaso el mismo Uruguay, ha enviudado, ha vendido su casa familiar. Se reduce: ha comprado un departamento en el Parque Rodó: este solo nombre nos remite al arielismo de José Enrique Rodó, al horizonte purificador, pero no purificado, del primer Novecientos. Su hijo ha emigrado a Australia, como los protagonistas de Necrocosmos, la novela de Héctor Galmés. Y este autor era también traductor de alemán, y en ese idioma Keller significa sótano como sustantivo común, y como nombre propio remite a Gottfried Keller, el mayor novelista suizo del siglo XIX. Como en el infierno barbussiano, como en el pozo onettiano, Keller se obsesiona por una joven vecina. Que, como la Viterbo de Jorge Luis Borges, se llama Beatriz. Pero a diferencia del cuentista argentino, o de su alter ego literario y rigurosamente enajenado en «El Aleph», no se contentará con los placeres –rigurosamente vigilados– del voyerismo de agujeros en paredes o de sótanos que concentran, panópticos, el universo. Pasará a la acción, es decir, al crimen. ¿Como los guerrilleros tupamaros del Pepe Mujica, de cuya presidencia (2010-2015) esta novela es un epitafio? Acaso sea extremar la alegoría política como clave de lectura policial. Sobre todo porque Keller es un lector y relector furioso que entra en paranoia crítica transtextual con Asesino a sueldo, que disfruta y lo apasiona. De esta novela negra, su propia vida se vuelve violenta, pero filológica evocación.
FERIA SIN VANIDADES
A diferencia de Paraguay, Uruguay es un país sin jóvenes. O sin gravitación abrumadora de los Sub 25 sobre su demografía de tres millones y medio de habitantes. En la 38ª Feria del Libro abundan los libros históricos. Y las novelas de Burel también lo son, a su modo, aunque en nombre del futuro. Pero tampoco faltan las editoriales jóvenes y nuevas. Y muchas son tan buenas como las más viejas. Buscamos un libro nuevo, que es un balance de la literatura uruguaya, por la mejor de sus críticas, Lisa Block de Behar. Pero las casi cuatrocientas páginas de Derroteros literarios: Temas y autores que se cruzan en tierras del Uruguay tenían que esperar todavía al fin de octubre para ser impresas por el CSIC (Comisión sectorial de enseñanza). Nos llevamos entonces, casi al azar –porque tampoco encontramos nada nuevo de otro viejo favorito, Miguel Ángel Campodónico (ver, en esta misma edición, «El culto de la personalidad»)–, un libro nuevo (2011), de una de las editoriales nuevas (criatura, así, con minúsculas), la novela Injuria, de Apegé, pseudónimo del todavía treintañero Álvarez Pérez García (acrónimo de las vocales y consonantes iniciales de su nombre y sus apellidos), y también una trágica novela gráfica, Cena con amigos (2010), de Rodolfo Santullo y Marcos Vergara. ¿Hay que decir que una y otra nos parecen espléndidas? Uruguay no es, nunca ha sido, la Suiza de América. Sin embargo, otro slogan rima otra opinión: Como el Uruguay / No hay.
El culto de la personalidad
Un escritor de ficción uruguayo, devenido contra su voluntad exitoso autor de libros de no ficción, tuvo hace diez años la idea de trabajar en una biografía de quien desde el primero de marzo es el expresidente del Uruguay. Meses de conversaciones con el entonces diputado tupamaro, lecturas de varios libros y de la prensa de los años sesenta y setenta del siglo pasado, entrevistas a varias figuras claves de esa misma época, dieron por resultado un libro titulado simplemente Mujica, presente, con veinticuatro ediciones en Uruguay, y publicado en Barcelona (2014), en Corea del Sur y en el País Vasco (ambas ediciones, en el 2015), en la 38ª Feria del Libro montevideana que acaba de concluir. Semejante difusión, excepcional para el Uruguay, trajo como consecuencia todavía más inesperada que a partir de entonces la prensa, no solamente uruguaya, considerara al escritor como un mujicólogo a quien era necesario entrevistar cada vez que se quisiera saber la verdad sobre el incontenible ascenso y la oriental filosofía del político Mujica.
A pesar de todo, el escritor continuó tratando de hacer añicos la realidad para rearmarla con su ficción. Publicó novelas, libros de cuentos, fue incluido en antologías, obtuvo premios literarios; nunca abandonó, en suma, el camino de la invención. Claro que, paralelamente, también publicó otros libros de biografías e investigaciones periodísticas que alcanzaron su muy buena difusión. Sin embargo, nada de esto cambió el rumbo: no lo abandonaba la especialización de mujicólogo que le había sido endilgada.
«Ahí estaba el escritor –nos escribe Miguel Ángel Campodónico, que de él se trata– escribiendo para redondear su mundo literario, que pretendía propio, cuando una llamada telefónica o un correo electrónico lo arrancaban de la ficción porque un periodista quería saber si Mujica siempre había vivido modestamente, si en su época de guerrillero había matado a alguien, si estaba arrepentido de su pasado, si su esposa era su compañera de toda la vida, si era sincero cuando hacía declaraciones, si creía en la democracia, si se sabía cuál era su ideología o si su enfermedad lo obligaría a abandonar la política.
»Fue entonces cuando el escritor, inmediatamente después del primero de marzo del 2010, decidió sacudirse de la solapa la pelusita de mujicólogo. Ya es suficiente, se dijo; él no había entrado en el alma de Mujica, no lo había tendido en un diván durante los meses que duraron las charlas, no sabía de él nada más que lo que había escrito. Que los periodistas –al parecer, los únicos que no lo habían hecho– leyeran el libro.
»Después de aquella decisión, el escritor se sintió tranquilo. En el Uruguay abundan los politólogos –algunos son señalados como todólogos–, de manera que serán ellos quienes deberán ocuparse de aquellos asuntos. Él no pretende abandonar la escritura, de ficción o de no ficción; lo que desea es que ya no se le mire como si fuera verdad que se ha especializado en algo. A lo sumo, le gustaría que se dijera que cada vez que observa lo que sucede en la política uruguaya recuerda el terrible poema económico de José Emilio Pacheco: “Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años”.»
* Desde Montevideo, República Oriental del Uruguay