Cargando...
Poesía norteamericana en el CCPA
En 1985, harto de todo, de la asfixia del estronismo, del catolicismo, del eterno Viernes Santo que fue para mí Paraguay en mi adolescencia ochentera, me fugué de casa –una serie de fugas podría definir mi biografía como un intento de fuga de la vida– y viví en la piel de un personaje de London y otros autores viajeros que entonces me obnubilaban. Cuando regresé a la horrible rutina tenía dieciséis o diecisiete años y, para tapar la gigantesca boca abierta de la aburridísima cotidianidad, me asocié a la biblioteca del CCPA. La bibliotecaria, argelada cuarentona, quedó anonadada ante mis datos de asociación: en vez del remanido «estudiante», para mí muy careta, como profesión puse, creo que un poco por fastidiar, «obrero» o «campesino». ¡Oh, Homero, ni campesinos ni obreros podían leer libros en su sacrosanta biblioteca de espías yanquis! Tengo pese a todo un buen recuerdo de esa era antediluviana: casi todas las traducciones de poesía post-Eliot las hacía Alberto Girri; por eso siempre relacioné a Lowell con Girri, hoy prácticamente olvidado (él, que fuera cercano a Murena; en Paraguay, el único que lo ha citado en mi presencia fue el freaky de Joaquín Morales) como poeta y como traductor.
90.000 kilómetros de sangre a la deriva
El 12 de septiembre de 1977, Robert Lowell, considerado el poeta estadounidense más distinguido de la posguerra, murió tan intempestiva como inadvertidamente en el asiento trasero de un amarillo taxi de Manhattan frente a la casa de su ex. Así aparecería en uno de los mejores poemarios, editado al año siguiente, del peruano Antonio Cisneros:
«Por Robert Lowell
(Lowell retornaba en taxi a Nueva York desde el aeropuerto Kennedy. Al llegar a destino el chofer se dio cuenta de que el pasajero no se movía, constatando que estaba muerto. NY, 13/9/77, ANSA)
Del avión al taxi, del taxi al sudor frío, del sudor
al diafragma cerrado.
90.000 kilómetros de sangre a la deriva en
el fondo de un taxi.
Rojos caballos bajando las colinas, evitando
las altas hierbabuenas,
corriendo, siendo, riendo,
hundiéndose en las aguas como el sol
del Pacífico.
Más libres que un cadáver azul en la deriva.
Solo tumbos y el chillido del delfín.
Sin duelo alguno en los acantilados. En el
fondo de un taxi.
(No hay quien tome tu mano y te consuele y
te seque el sudor
y te recuerde –en 14 segundos– el mar
Atlántico contra un bosque de pinos
y el orden de la tierra perfecto como una
tía vieja.)
Azul a la deriva.
No hay duelo en los semáforos que guardan
el camino
ni un abeto en tu puerta todavía.»
(Antonio Cisneros, El libro de Dios y de los húngaros, 1978)
¿Un poeta alejandrino, como llamó Curtius a Eliot? ¿Un gran antipoeta?
Se derramó tinta sobre papel en todo el mundo el mes de la muerte de Lowell, de quien el crítico y poeta español José María Valverde escribió: «Robert Lowell, muerto a sus sesenta años, era sin duda en este momento el más importante y el más típico de los poetas de Estados Unidos. No es impertinente recordar su vida y estirpe, puesto que, a pesar de su juvenil afición al New Criticism –a la crítica que prescinde del contexto personal del texto–, Lowell escribió siempre en referencia a sí mismo, de modo más o menos oscuro. Robert Lowell era de una de las más aristocráticas dinastías de la vieja Boston, con genealogía enaltecida por ilustres personajes políticos, y también por una tía poetisa, Amy Lowell, que alrededor de 1920 fue cabeza del movimiento experimentalista Imagism. Es extraño, para nosotros, que la rebelión de Lowell contra la tradición puritana de su familia se expresara en forma de conversión al catolicismo, en 1940, cuando acababa su carrera, comenzada en la ilustre Harvard y concluida en un entonces oscuro college, Kenyon, donde John Crowe Ransom había puesto cátedra de poesía. También sorprende que, después de intentar alistarse para la guerra, aunque su mediocre vista le dispensaba de ello, luego, en 1943, al ser llamado, se declarara “objetor de conciencia” católico, siendo encarcelado por ello. Más adelante, en la época de Vietnam, Lowell se señalaría como activista, rechazando una invitación del presidente Johnson a cenar en la Casa Blanca y tomando parte en marchas pacifistas violentamente aporreadas, para peligro de sus gafas».
(José María Valverde: «En la muerte de Robert Lowell», El País, Madrid, 21 de septiembre de 1977.)
Lowell en Paraguay y Argentina
«Lowell llegó a Río de Janeiro la primera semana de junio de 1962, con su mujer, Elizabeth Hardwick, y su hija de cinco años, Harriet. Nabokov estaba allí para recibirles en el aeropuerto, junto a Elizabeth Bishop. Todo fue bien hasta que la familia de Lowell abordó el barco de vuelta a Nueva York el 1 de septiembre, y él se quedó para continuar viaje hacia el sur, a Paraguay y Argentina. Le acompañó Keith Botsford, “permanente representante itinerante” del Congreso en Sudamérica, que le fue “encasquetado en el viaje” por John Hunt para echarle un ojo al poeta (en jerga de la CIA, Botsford era la “correa” de Lowell). Fue en Buenos Aires donde comenzaron los problemas. Lowell tiró las píldoras que tenía que tomar para tratar sus manías depresivas, se tomó un montón de martinis dobles en una recepción en el palacio presidencial y anunció que era “el César de Argentina”, y Botsford, su “lugarteniente”. Después de pronunciar su discurso sobre Hitler, en el que ensalzaba al Führer y a la ideología del superhombre, Lowell se desnudó y se subió a una estatua ecuestre en una de las plazas principales de la ciudad. Después de continuar así durante varios días, Lowell, finalmente, fue reducido por orden de Botsford, metido en una camisa de fuerza y llevado a la Clínica Bethlehem, donde le amarraron piernas y brazos con correas de cuero, mientras le inyectaban grandes dosis de Thorazine. La humillación de Botsford fue completa cuando Lowell, desde su posición de Prometeo encadenado, le ordenó silbar “Yankee Doodle Dandy” o “El himno de batalla de la República”.»
(Frances Stonor Saunders: «La CIA y la guerra fría cultural», Debate, 2013)
Poeta en tiempos de la prosa, tapa de Time
En 1965, Lowell, por su oposición a la guerra de Vietnam, rechazó una invitación a la Casa Blanca –al White House Arts Festival– en una carta abierta al presidente Johnson. La «Letter to Lyndon Johnson» fue publicada en el New York Times el 3 de junio de 1965. Dos años después, Lowell aterrizó en la tapa del Time Magazine del 2 de junio de 1967. Y es uno de los héroes en los «Ejércitos de la Noche», la crónica de Norman Mailer de la gran manifestación frente al Pentágono contra la guerra en la que participó ese año de 1967 en octubre.
Hijo de la luz
Robert Stone toma el título de su primera novela, A Hall Of Mirrors (Una galería de espejos en la versión de Grijalbo, Barcelona, 1971), de un poema de Lowell que dio título también a su cuarta novela, Children of Light (1986). El poema, «Children of Light», de 1944, pinta una horrible imagen de un apocalipsis estadounidense:
«Nuestros padres sacaron pan de los leños
y las piedras
y cercaron sus jardines con los huesos
del piel roja;
embarcaron en los países bajos de Holanda
–peregrinos expulsados por la noche
de Ginebra–
y plantaron aquí el germen luminoso
de la Serpiente;
y aquí los faros giratorios intentan conmover
las casas turbulentas y vítreas erguidas
sobre roca;
las velas gotean en una galería de espejos,
y la luz sigue donde la vieja sangre de Caín
quema, quema todavía al insepulto germen»
(R. L., «Hijos de la luz».)
Las pichaduras de sus detractores
Tanto por su naturaleza como por los materiales empleados (conversaciones, cartas, incluso conjeturas), la publicación en 1973 de For Lizzie and Harriet y The Dolphin sacudió a las protagonistas y a los miembros de la comunidad literaria. Del ámbito privado, en el que habían mantenido su disgusto poetas tan distinguidos como Eliot, Auden (quien, sin leer los libros, manifestó que no volvería a dirigirle a Lowell la palabra y acuñó la frase de la que hemos tomado el título de nuestro homenaje a Lowell: «He conocido a tres grandes poetas (uno, Lowell), y los tres eran unos perfectos hijos de puta») o Elizabeth Bishop –gran amiga de Lowell–, el asunto llegó a la prensa. Lowell no salió bien parado. En la prestigiosa New Republic, Marjory Perloff lamenta el papel que hace jugar a su hija: «Poor Harriet emerges from this pasagges as one of the most unplesant child figures in history» («La pobre Harriet emerge de estos pasajes como una de las figures infantiles más desagradables de la historia»). Fue la poeta Adrienne Rich quien atacó en público la actitud de Lowell contra su segunda esposa y su hija con más vehemencia, vehemencia que Lowell interpretó como un síntoma de su feminismo dogmático, «a symptom of Rich’s dogmatic feminism».
El poema es un acontecimiento
Lowell es un traductor poético extrañísimo: a cada paso desdeña el original para introducir alguna sofisticada ocurrencia del todo ajena al modelo, con lo que demuestra que este solo es un pretexto. Así, analizando su versión de Fedra, que para él «trata de manera desigual y caprichosa la tragedia de Racine», escribe Steiner que «La obra de Lowell está más cerca del Hipólito de Séneca. Tiene la misma extravagancia y retórica feroz» (George Steiner, Lenguaje y silencio, 1976).
Parejo acontecimiento, y fiel a lo que enseñaba –que «un poema es un acontecimiento, no la descripción de un acontecimiento»– nuestro traductor traidor en sus Workshop Writing (talleres literarios), acaeció cuando la banda de rock They Might Be Giants escribió y grabó en el 2001 la canción «Robert Lowell» usando versos del poema de Lowell «Memories of West Street and Lepke».
Nota Bene: La mayor parte de la información biográfica de este artículo ha sido extraída del libro de Ian Hamilton Robert Lowell. A Biography (Londres, Faber & Faber, 2011, 432 pp.)