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En Paraguay, los fenómenos atmosféricos, solazos veraniegos, lluvias, tormentas eléctricas, tienen su época. Cada año, el 8 de diciembre Caacupé queda cubierta de suciedad por los restos –cáscaras de sandía, de melón, de piña, pirís utilizados de lecho y desechados luego– de una multitud de peregrinos. Y, de manera puntual, la lluvia y los raudales arrastran, allá por el 9, ese enorme basural a los arroyuelos cercanos.
Este año, sin embargo, los temporales se han prolongado de una manera insólita, que nos sume en la zozobra por el crecimiento del río Paraguay desde el Pantanal hasta Pilar, y la trágica situación de Cateura, en el Bañado Sur, así como del anegado Bañado Norte, al que ni siquiera la bendición papal ha podido salvar de los efectos de la creciente.
Los clubes náuticos, el Mbiguá y el Deportivo Sajonia, no han albergado en diciembre y enero los concurridos y luminosos bailes de tantas otras veces, y los alegres recuerdos de aquellas madrugadas de primero de enero en que era de rigor, hacia las seis de la mañana, que la gente del Mbiguá llegara hasta Palma casi Colón para comer, en la panadería Ligier –profusamente publicitada en las radios capitalinas con el eslogan de «Los bollitos de Ligier nos alegran con placer»– las primeras galletas calientes del nuevo año, han cedido en esta ocasión su lugar a los tristes anuncios de la suspensión de tales fiestas por la imposibilidad literal de llegar a las instalaciones.
Pero no es este el tema del artículo de hoy. En materia de crecientes y raudales, entre los que se precipitan por la Escalinata y los que, a la inversa, suben con el caudal del río, en el barrio de la Chacarita solo el ingenio de sus habitantes, empujados a diario a la desesperación, impide que se haga real la amenaza del desarraigo.
Con el optimismo eclipsado por estos extraños temporales tan prolongados y frecuentes, las fechas otrora alegres nos oprimen, y es cada vez más difícil para muchos encontrar algo qué festejar cuando los céntimos no alcanzan ya para regalos alusivos ni juegos pirotécnicos ni el discreto condumio de aquellas cenas que otrora a medianoche poblaran con pollos asados y costillares de cerdo las mesas de Nochebuenas y Nocheviejas más dichosas.
Y esta semana, al acercarse y llegar la víspera del seis de enero, los corazones de muchos padres chacariteños dolieron al ver a los más pequeños de sus hijos depositar sus ilusiones en los zapatos que una vez más esperaron a los Reyes del Oriente, y que en numerosos hogares los esperaron en vano.
«Quiere escuchar mi historia, señor,
soy de la Chacarita
Con permiso del camalotal con adobe
alcé mi casita
No hay paisaje más bello, señor,
que el de nuestra bahía
Ni el pincel del más grande y más noble pintor
pintó cosa tan linda…»
De ahí la tristeza de Cristóbal y Carolina, que, forzados por las circunstancias, habían tenido que invertir todos sus ingresos, aguinaldos incluidos, en comprar maderas terciadas, sacos de arena, baldes y palas.
Este martes pasado, víspera de Reyes, no cesaba de llover. El agua, abundante, vigorosa, torrencial, corría desde nuestra elegante y famosa imitación local de la escalera de la romana Piazza de Spagna que diseñó el arquitecto Alfaro, popularmente conocida como «La Escalinata», en la calle Antequera, hasta el Bajo, que supera las vías del hoy silencioso ferrocarril que, merced a los López, nos hizo brillar alguna vez como los poseedores del «Primer Tren de Suramérica».
Y en la cabeza de Cristóbal solo parecían sonar las vocecitas de sus dos hijos, su niño y su niña, que no hacían más que hablar, desde hacía una semana, de los Santos Reyes, que les traerían sus juguetes.
¿Cómo conseguir algo de dinero para comprárselos?, pensaba Cristóbal, los zapatos atados a la cintura y los pantalones arremangados, mientras «bajeaba» por Antequera, contra el viento ululante y veloz y las aguas, tan copiosas que llevaban consigo a flote grandes cajas de cartón, pedazos de madera, algún destrozado sillón de mimbre…
En las partes altas del barrio, como manifestando que no se amilanaban, unos cuantos negociantes intrépidos hacían sonar repetidamente canciones adecuadas a la inclemencia del tiempo y las angustias de la fecha, como «Soy de la Chacarita», de Maneco Galeano, y «El seis de enero yavé», entre cuyos versos, a los que dio música Martín Escalante, escribió Clementino Ocampos algunos como estos:
«… Por qué mamá querida
los reyes del Oriente
no me hizo un regalito
ha entérope oguerú
Yo mamita soy más bueno
que Antonio y Andresito
y muchos amiguitos
añembo’e kuaaitevé
Qué malo’ son lo’ Reyes,
no me trajo ni un autito
comprámena, mamita,
aipotánteko chavé…»
En eso, Cristóbal vio que, desde la Plaza Uruguaya, el enorme y fuerte raudal arrastraba un bamboleante carrito, tirado por una mula exhausta, flaca como la miseria y demasiado débil para oponer resistencia a la corriente, que, súbitamente, tumbó al burdégano e hizo caer al agua los paquetes y bolsas de mercaderías que un vendedor callejero había intentado salvar contratando el carrito cuyo desesperado conductor pedía, ahora, auxilio a gritos.
Desafiando el raudal, Cristóbal cruzó la calle y, hundido hasta la cintura en la corriente, tomó el arnés y ayudó a la extenuada mula a llevar el vehículo, junto con su ocupante, hasta la vereda, donde la corriente era menos violenta. Allí, tras aferrarse un buen rato, jadeante por el hercúleo esfuerzo, a las rejas de una ventana próxima, ató a ellas una soga que pendía del carrito, aliviando el trabajo de la mula.
Recuperado el aliento, Cristóbal se encontró con que el dueño del carro le agradecía, poco menos que con lágrimas en los ojos, la inestimable ayuda recibida, mientras le ofrecía, en señal de reconocimiento, algunas de las mercaderías salvadas de las aguas.
Y esa noche, tarde ya, bajo un cielo tempestuoso, Cristóbal regresó a su hogar y ocultó bien, una vez allí, el humilde pero codiciado milagro del premio que acababa de recibir por su desinteresada proeza.
«Mi casita fue iglesia, señor,
al unirme a mi amada
A la luz de la luna con su kunu’û
esperé la alborada
En el charco más grande, señor,
hay música de ranas
El ju’i pakova canta su letanía
prendido de una rama
En el río modula su voz
doliente una guarania
En canoas de pena rema un pescador
su angustioso mañana…»
Por eso, en casa de Carolina y Cristóbal, hace unos días, al amanecer del seis de enero, su pequeña hija abrazaba a su nueva muñeca y le hacía el obsequio de cantarle una tierna canción, mientras su varoncito intentaba templar las cuerdas de su primera guitarra de juguete.
Felices, aunque melancólicos, padre y madre tomaron juntos el cocido mañanero del jueves, día de Reyes, mientras los guapos de la rivera hacían sonar una y otra vez los discos con el vibrante producto de la inspiración de Maneco:
«Mi mañana es volver a empezar,
empezar la jornada
Pero siempre empezar y volver a empezar
esperando el mañana
Pero toda esa estampa borró
la lluvia del verano
La crecida del río llegó con su canto
de penas y angustias
Mi casita su puerta perdió
la invadieron las aguas
En canoa de penas subí, emigré,
emigré hacia la altura
Pero un día a mi hogar volveré,
erguiré sus paredes
Aliado al trabajo y al sol y a la fe,
crisol de mi esperanza
Pero un día a mi hogar volveré
erguiré sus paredes…»
aencinamarin@hotmail.com