Los locos Adams de Astorga

Cuando se cumplía una década de la partida del menor, Michi (José Moisés Santiago, Madrid, septiembre, 1951 - Astorga, marzo, 2004), y llevaba seis meses de muerto el mayor, Juan Luis, se fue el último Panero, el que clausura (ninguno tuvo descendencia) y tal vez redime o justifica un linaje que muchos consideran maldito.

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Tradicionalmente, los Panero han seguido la senda de la autodestrucción. “Todo lo que yo sé sobre el pasado, el futuro y, sobre todo, el presente de la familia Panero es que es la sordidez más puñetera que he visto en mi vida, que son todos una panda de memos, desde las tías a los famosos tatarabuelos”, dice Michi en el documental de Jaime Chávarri El desencanto (1974). Y agrega que son gritones, incapaces de trabajar y con “mal vino” (que en España es algo así como lo que aquí llamamos “ka’u argel”). Es que en la familia no faltaba nada. Lo mejor de la sociedad. Alcohólicos, drogadictos, paranoicos, esquizofrénicos.

Los Locos Adams de Astorga, los Panero, los niños bien que en ese filme airean los trapos sucios y se burlan del padre muerto, los freudianos asesinos del pasado, los leñadores del caído árbol franquista, los ajustadores de cuentas de los años de dictadura, desconcertados e inermes ante el fin de la pesadilla, en su desencantado despertar, vacíos y pasados de tragos, de drogas y de libros, escupen sin recato a la cara de los padres.

El desencanto, documental sobre la familia Panero dirigido por Jaime Chávarri y producido por Elías Querejeta, fue un escándalo cuando se estrenó, pocos meses después de la muerte de Franco. Hoy nos puede parecer inocente al lado de cualquier programa argentino de chismes. Pero verlo sigue siendo raro, angustioso, triste; se sospecha, antes de saberlo, que todos tuvieron que encontrar un the end nada happy. Los nobles muebles llenos de telarañas, la madre tan poco madre, tan irónica, tan apática, tan fría, los frívolos devaneos risueños con la locura, la sombra opresiva del ausente, el fantasma del padre: todo de una belleza que se presiente enferma, breve, efímera, ya a punto de romperse. Degenerados y espantosos, los Panero, sin embargo, en ese filme aún son exquisitos, sobre todo gracias a que no lo saben, y esa exquisitez es fugaz.

EL CHIVO EXPIATORIO DE LA FAMILIA

En El desencanto, la casa de los Panero, en Astorga, contiene el tiempo petrificado entre las paredes, el viejo mobiliario que van vendiendo para sobrevivir. La analogía entre la muerte del padre y la de Franco está en el derrumbe del ideal conservador de la familia burguesa. Los Panero: esa familia feliz. La película cayó como una bomba en una España que aún no estaba lista para ver cómo se hacía polvo una familia de señoritos de Astorga. Los hijos hablan ante su madre, sin pudor, de un padre brutal, abusivo, alcohólico. “Poeta oficial” del franquismo, que lo utilizó. Le rindieron homenajes en Astorga, algunos después de muerto, como el que aparece en el filme de Chávarri. Murió en Castrillo de las Piedras, su finca de León, desplomado en su cama, por intoxicación etílica.

En El desencanto el muerto, el ausente, es el padre, Leopoldo Panero (1909-1962), “poeta oficial del franquismo”. Su obra parece hoy menor. Su hermano Juan, muerto en un choque de autos en 1937, también era poeta. La madre es Felicidad Blanc (1913-1990); Leopoldo María le echa en cara que lo hubiera metido en un sanatorio por fumar marihuana, y le recuerda que le dijo por teléfono a alguien: “Lo peor no es que se haya suicidado, lo peor es que se droga”. Ella se ríe al recordar a unos perritos a los que metió en una caja con agujeros y lanzó al río delante de sus hijos (“pensaba que el rato antes de matarlos iban más a gusto con la caja llena de agujeritos”, dice, con inocencia que podría engañar si uno no la viese desde afuera, en la pantalla). El hermano mayor, Juan Luis (1942-2013), pedante y afectado fetichista (muestra la pluma de Agustín de Foxá, fotos de escritores, un sombrero del Oeste), como poeta, tiene buena crítica. El menor, Michi (1951-2004), también llamado el hombre al que casi conoció Nacho Vegas, en la larga de la noche de la movida madrileña se tomó hasta el after shave. Leopoldo María (1948-2014) es el ojeroso fumador compulsivo que no quiso crecer y no se fue al País de Nunca Jamás sino al manicomio. Para unos un gran poeta; para otros, más personaje que autor. Su Poesía completa (1970-2000), publicada por Visor, es uno de los libros fundamentales de la poesía contemporánea. Leopoldo María definía a Juan Luis como el paranoico desagradable; a Michi, como el esquizofrénico encantador; y a sí mismo como el chivo expiatorio de la familia (“me han convertido en el símbolo de todo lo que más detestaban de ellos mismos”).

DIBUJAR EL CONTORNO DE ESE ABISMO

Empieza El desencanto con la inauguración en Astorga en 1974 de la estatua en homenaje a Leopoldo Panero; banda municipal, patillas, pantalones de pata de elefante, anteojos negros de torturador pinochetista: los setenta. Luego, en una mesa de jardín, “conversan” Juan Luis y Michi, nerviosos, verborrágicos, sin escucharse ni mirarse; la violencia se palpa en el aire. Leopoldo María llega con las manos en los bolsillos. Luego, toma unas cañas en un bar y habla. Ningún editor cortaría una sola de sus frases. Se volvieron tan conocidas, después de la película, que abochornaría repetirlas. Me destruyo para saber que soy yo, no los otros. Todo goce empieza en la autodestrucción. En la infancia vivimos; después, sobrevivimos.

La causa de la maldición familiar es clara para Leopoldo María: un padre violento, abusivo, alcohólico; una madre egoísta, cobarde, fría; y mentiras, complicidad, silencio. Ante esa hipocresía, como si el desenmascarar estuviera en sí mismo erotizado, él dice lo que otros callan. Destruye la legendaria antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles, en la que él es el más joven: “Poco o nada de mi experiencia te interesa: quieres saber tan solo de esa ficción que se creó por intermedio de otro, esa entidad, llamada ‘autor’ que te sirve para digerirme, esa imaginación pobre (‘Leopoldo María Panero’) que ahora devoran unos perros. […] Digamos que ese golem nació hace unos años, con motivo de una ficción más amplia aún y más burda, que llamóse ‘generación’, ficción esta última a la que dio pie José María Castellet con su antología de presuntos infames, llamada novísimos” (Leopoldo María Panero: Poesía completa 1970-2000, Madrid, Visor, 2001). Y, más claro aún: “Nada mejor que no ser oído. Nada mejor que, en esa exhibición, no ser visto. Que esa persona que de sí misma reniega, que este texto para celebrar su muerte establezco, que todo esto te ahorque por fin a un lugar que no existe” (Poesía completa 1970-2000). Leopoldo María experimenta con figuras e ideas chocantes, nocivas, despreciables; nombra lo que repele, lo que asquea. Si, en vez de huir con repugnancia y sin mancharse, la lectura cruza ese fango y alcanza la belleza que ahí se encierra, se habrá alterado todo lo aprendido como ético, todo posible juicio y valor moral. No es una experiencia fácil ni deseable; no siempre, al menos, o no para todos.

“Leopoldo puede serlo todo o no ser nada”, le dijo a Felicidad Blanc un cura del liceo en el que estudiaba el chico. Leopoldo María, obviamente, eligió la nada. Dedicó su vida entera a dibujar el contorno de ese abismo.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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