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Desde la selva
Tras un accidentado viaje en tractor, llegamos una tardecita de marzo de 1993 a un pintoresco rincón del Cerro Chovoreca, casi frontera con Bolivia, donde vivía el legendario ayoreo Iquebi con su familia extensa, integrada por unas veinticinco personas. A pesar de haber sido raptado por los paraguayos cuando niño, con los consecuentes trastornos sicológicos, culturales y sociales del trauma, el legendario ayoreo no conservaba rencor alguno hacia los «blancos». Con una dulce sonrisa y una mirada transparente, empuñó el tradicional sonajero de los chamanes y entonó un melodioso canto de bienvenida. Luego se sentó en un tronco de palosanto.
–¿Qué tal fue el viaje? –preguntó.
La ayorea Natuah, nuestra compañera de ruta, se había ya mezclado con las mujeres de la aldea, conversando animadamente.
–Nuestro chamán –continuó Iquebi– visualizó algunas dificultades en el camino de ustedes, pero los protegió ahuyentando los espíritus malignos.
–Tuvimos un serio imprevisto –respondió Domingo Bulfe mientras Luis, el motorista, se hamacaba entre los árboles–. Pasamos una noche en la selva, acostados en el suelo y rodeados de fuegos mágicos. El tractor se había hundido en un agujero de termitas y no pudimos sacarlo porque sobrevino la oscuridad.
–Esa zona es conocida como el Camino de los Tigres –afirmó Iquebi– y me alegro muchísimo de que hayan podido llegar hasta ella y conocer la belleza de ese paraje en el que animales, plantas y seres humanos conviven en perfecta armonía. Cada cual conoce sus roles, posibilidades y límites.
–¿Cómo es eso? –pregunté yo.
–Muy simple –dijo Iquebi–. Cuando el monte no sufre alteraciones producidas por los seres humanos, cada animal encuentra cotidianamente comida, agua, cobijo y vive tranquilo.
Me acordé entonces de que los últimos ayoreos salidos del monte en el año 2004, a la pregunta sobre el motivo de su salida respondieron indicando como causa la escasez de alimentos y agua a consecuencia de la deforestación y de la apertura de caminos. Además, dijeron que los yaguaretés se habían vuelto más peligrosos porque no encontraban comida, y corrían el riesgo de ser atacados.
El territorio de los ayoreos en Chovoreca es de veinte mil hectáreas y se consiguió gracias a las gestiones de la Asociación Indigenista del Paraguay (AIP), que entregó el título a Iquebi en 1992.
Entre las chozas de los indígenas resplandecía un hermoso fuego rodeado de troncos de madera utilizado como taburetes. Ahí estaba toda la tribu, hombres, mujeres y niños con asientos preparados también para nosotros, en espera de la comida silvestre que se estaba asando.
El monte ofrecía en aquel tiempo una gran variedad de alimentos, por lo menos una docena de animales silvestres diferentes y una trentena de vegetales comestibles, frutas, verduras y raíces. Una verdadera abundancia, más que en un supermercado urbano. Y todo aquello se obtenía sin dinero. En ese ambiente era espontáneo reflexionar sobre la economía de la selva y compararla con la economía de la otra selva, la de la ciudad, los bancos, el trabajo, el comercio, los préstamos, las deudas, etc.
Desde la ciudad
A veces Iquebi viene a Asunción y suele decirme: «Esto es un loquero, toda la gente corre y parece enojada; yo vivo mejor en la selva».
Es verdad que el mundo ha cambiado y seguirá cambiando notablemente. El profesor Michael J. Sandel, en su libro Lo que el dinero no puede comprar, lamenta que en las sociedades modernas casi todo esté a la venta y menciona casos concretos: una celda en la cárcel de California limpia y segura cuesta 82 dólares por noche; el vientre de una mujer para gravidez cuesta 6250 dólares; el derecho de inmigrar a los Estados Unidos cuesta quinientos mil dólares; ofrecerse como cavia para experimentación farmacológica cuesta 7500 dólares; el derecho a matar un rinoceronte en Sudáfrica cuesta 150 mil dólares; el derecho a emitir 1000 kilos de dióxido de carbono en la atmósfera cuesta trece euros; combatir en Somalia o en Afganistán para una compañía militar privada cuesta entre doscientos cincuenta y mil dólares por día. Cita también otros casos, como compra de títulos académicos, de escaños parlamentarios, de licitaciones, etc. En síntesis, parece que casi todo está a la venta, hasta las ideas y la dignidad de las personas.
Esta tendencia a poner todo en venta, ¿qué tipo de sociedad está generando? se pregunta Sandel con la intención de inquietar al lector y estimular la reflexión. Y sostiene que se están gestando sociedades en las que reinan cada vez más la desigualdad y la inequidad social. De hecho, quien tiene dinero compra una casa linda en un barrio seguro, envía a sus hijos a colegios y universidades caros, accede a un seguro médico con plena cobertura, se relaciona con personas de su categoría y se aleja de las más humildes y pobres.
Los mercados, aunque no todos los economistas lo quieran reconocer, influyen notablemente en las poblaciones y promueven determinados valores, minimizando otros. Por eso es necesaria una reflexión sobre lo que compramos y vendemos.
No todo puede estar a la venta. Pensemos, por ejemplo, en modernas esclavitudes como la trata de personas o el secuestro de niños para la extracción de órganos. ¿Qué ponen en evidencia? Evidentemente, que el mercado no puede prescindir de valores morales y éticos. Si se otorga valor a las personas y se reconocen los derechos humanos, ¿por qué los mercados no miran las consecuencias de sus acciones ni analizan los resultados? Se infiere de esto, por lo tanto, la necesidad de instalar un debate sobre el rol de los mercados.
La crisis financiera del 2008, escribe Michael J. Sandel, obligó a emitir un juicio ético sobre el tema porque durante tres décadas se había otorgado a los mercados una adhesión acrítica. El quiebre de las sociedades financieras de Wall Street y la necesidad de una masiva inyección de liquidez a costa de los contribuyentes habrían tenido que suscitar una crítica a los mercados.
Hasta el presidente Alan Greenspan de la Federal Reserve que fue siempre un defensor de los mercados, en aquel tiempo se quedó sorprendido por la incapacidad de los libres mercados de auto corregirse. El semanario británico The Economist, decididamente a favor de los mercados libres, publicó la imagen de un manual de economía disolviéndose en un charco de agua con el comentario: «Lo que no funcionó en la economía».
Después de estos significativos acontecimientos mundiales se esperaba una reflexión sobre los mercados, sostiene Sandel, y un debate sobre sus límites éticos con proyectos de correcciones, pero esto no ocurrió y es preciso empezar a hacerlo.
Entonces, ¿qué es lo que el dinero no puede comprar? Para eso sugiero leer y estudiar los libros del prestigioso profesor de Harvard.
Bibliografía
Michael Sandel: Justice. What is the right thing to do? Nueva York, Farrar, Straus & Giroux, 2009, 308 pp.
–––En castellano: Justicia. ¿Hacemos lo que debemos? México, Debolsillo, 2016, 352 pp.
Michael Sandel: What Money Can´t Buy. The Moral Limits of Markets, Nueva York, Farrar, Straus & Giroux, 2012, 256 pp.
–––En castellano: Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado, Barcelona, Random House Mondadori, 2013, 254 pp.
* Antropólogo