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A fines del siglo XVIII, la Revolución Industrial condujo a la producción masiva de bienes y servicios, destruyó las relaciones sociales existentes y el concepto de poder. Los iluministas postularon la igualdad de los seres humanos más allá de su origen, cultura o raza. No encontraron una razón que explicara la diferencia abismal entre Su Alteza Serenísima hijo de reyes, y Su Bajeza Agitadísima hijo de maestros. Aparecieron la telegrafía, la electricidad, el tren. En algunos sitios se separó la Iglesia del Estado, nació la democracia. En 1859, Darwin publicó El origen de las especies; Julio Verne, sus obras premonitorias; Marx y Saint Simon postularon el internacionalismo, la integración de la humanidad en una sociedad global, comunicada por redes de trenes y canales. Se desataron las utopías. La derecha se asustó. Defendió la intuición frente a la razón, el derecho divino de los reyes frente a la democracia, el nacionalismo frente a una humanidad de iguales.
A fines del siglo XIX se acuñó la palabra “intelectual”. Los antisemitas franceses acusaron injustamente al capitán Alfred Dreyfus de espía, logrando su condena. Emile Zola salió en su defensa con el célebre J’accuse, los nacionalistas lo tildaron de traidor a la patria y despectivamente llamaron “intelectuales” a quienes lo apoyaban. Ellos asumieron el mote y publicaron un “manifiesto de los intelectuales”, firmado por Durkheim, Anatole France, Marcel Proust, Georges Sorel, Claude Monet, el propio Zola y otros, exigiendo la revisión del juicio, criticando el gobierno de Emile Loubet, el belicismo, el antisemitismo, el nacionalismo y el conjunto de supersticiones de la derecha. Desde entonces, la palabra se asoció a cuestionamiento, libertad de pensamiento, superación de lo anacrónico.
Los predicadores y los intelectuales se diferencian por su actitud frente a la verdad. Los primeros se sienten dueños de una verdad revelada por algún dios o líder mesiánico, satanizan a sus adversarios y tratan de exterminarlos. Incapaces de discutir ideas, atacan o devalúan a las personas y a los membretes, sin darse tiempo para escucharles. Los intelectuales, en cambio, rechazan los dogmas, no creen en teorías conspirativas, son capaces de reírse de sí mismos y subvertir la subversión. En Relembrando o que escribí, Cardoso dice que “no es intelectual quien sólo tiene verdades y no dudas. La fuerza del intelectual no está en memorizar autores para citarlos, sino en hacer preguntas impertinentes”.
En Las sillas, de Ionesco, dos ancianos reúnen a los líderes más importantes de la Tierra para que reciban el mensaje del Orador. Ingresan decenas de personajes que solo ellos pueden ver, encabezados por el Emperador. Los Viejos los invitan a sentarse. Al final, el escenario está abarrotado de sillas y fantasmas que no dejan espacio a los protagonistas. Golpean la puerta del fondo. El Viejo y la Vieja, sabiendo que ha llegado el Orador, se suicidan en un ataque de júbilo, arrojándose por las ventanas. Entra un hombre. Camina desordenando las sillas. No ve a nadie. Intenta hablar. No puede hacerlo, es sordomudo.
El escenario político y académico de nuestros países está atestado de conceptos que se extraviaron de sus contenidos, arrasados por la revolución tecnológica. Quedan solo sonidos, consignas y siglas sin sentido. En las sillas se acomodan la paranoia tercermundista de países que se creen el centro del universo, víctimas de una conspiración universal. Está también el Partido Comunista, que apoyó a muchas dictaduras, como la de Batista, la de Velasco Alvarado, la Revolución Libertadora, a Videla, enfrentado al maoísmo, que respaldaba a López Rega. Se acomodan en otras los textos que sintetizaron el saber de la humanidad: los cincuenta y dos tomos de Lenin; la exégesis de El capital de Althusser, el catecismo de Marta Harnecker; el Libro verde de Khadafy; el Libro rojo de Mao; el Libro de Jomenei; la síntesis del pensamiento alienígena y el trotskismo del “camarada J. Posadas”; el Sendero Luminoso alumbrado por las cuatro espadas de la historia, Marx, Lenin, Mao y Abimael Guzmán. También aparece el Caudillo de España por Gracia de Dios, acarreando el brazo de Santa Teresa; el sobrante del barro con que el Creador modeló a Adán, que se venera en Navarra; el Santo Prepucio de Cristo que se reverenciaba en Calcata hasta que en 1983 un irrespetuoso lo robó en la procesión. Felizmente, también están las dictaduras militares, los movimientos armados que las combatían, el machismo, la manipulación de la mujer. Es hora de que ingrese el Orador pateando las sillas. Está bien que sea mudo, que no traiga dogmas, que sea un intelectual capaz de cuestionar.
Los intelectuales nunca fueron ángeles sin contacto con la realidad. Algunos viven en una situación semejante a la opulencia perversa de la que habló Sartre en Saint Genet comediante y mártir, describiendo a un sacerdote que vive en andrajos, casi sin comer, y dice misa en una catedral de oro. Podríamos hablar del egoísmo de quienes dicen que saben cómo transformar la sociedad, creen que esto no da para más; que, como decían los dadaístas, “ya no hay lugar en el mundo para el mundo”, pero quieren morir puros, sin ensuciarse con la realidad, jugando con los restos del naufragio de sus utopías.
Todo cambió en América Latina, menos el horizonte provinciano de sus élites políticas e intelectuales. Hay que discutir muchos temas, dejando de lado intereses de corto plazo, enfrentamientos personales, proscribiendo el maniqueísmo y el dogmatismo. Que el límite del debate no sea que el otro me cae mal, que intercambiemos ideas sin límite. Las Fuerzas Armadas tomaron el poder en Venezuela y Nicaragua, usando el modelo egipcio de elecciones periódicas controladas. En otros países de la región, algunos gobiernos quieren usar a los militares para sus luchas facciosas. Pasa lo mismo con los servicios de inteligencia, cuando la electrónica ha potenciado su poder. A veces descaradamente, a veces conservando las formas, sirven al presidente de turno y no a la nación. ¿Debe prohibirse en serio que las fuerzas del orden se metan en política? ¿Cómo garantizar la alternabilidad? La reelección indefinida no tiene ideología, la pretendieron Uribe, Chávez y muchos que quieren perpetuarse en el poder. ¿Son sanas para la democracia? ¿Cómo impedir que se instalen gobiernos autoritarios de cualquier signo? ¿Cómo descentralizar el poder para impedir las tiranías? ¿Se puede acabar con el patrimonialismo de Estados manejados por familias? ¿Podemos superar la dicotomía garantismo-represión y detener eficientemente el crecimiento de la inseguridad y la muerte? Hay decenas de preguntas más que debemos formular.
Vivimos el fin de una era de la historia de la humanidad. Más que nunca, necesitamos intelectuales sin compromisos, sin dogmas, capaces de cuestionar, de soñar con nuevas utopías. Sobran predicadores que defienden verdades enlatadas. En estos días, pasaron dos cosas que grafican la diferencia entre la democracia y el dogmatismo. El gobierno islandés, respetuoso de las creencias de su gente, suspendió la construcción de la autopista Alftanes-Reykjavik porque afectaba a una roca, que para muchos estaba habitada por duendes y elfos. Negocian con esos seres, a través de una señora, para que se solucione el problema. Por otro lado, Twitter suspendió la cuenta de Jaled Sharruf, un militante australiano que subió la foto de su hijo de siete años, sosteniendo la cabeza de un soldado sirio con la leyenda: “¡Este es mi chico!”. Me emociona el respeto a la pluralidad y desprecio la violencia dogmática. Prefiero una América Latina inspirada en las sagas islandesas y no en la epopeya yihadista.
Profesor
Universidad George Washington