La materia del misterio: Marte y la ciencia ficción

La fascinación humana por los astros es mucho más antigua que las sondas espaciales...

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«La cápsula Maven de la agencia espacial estadounidense NASA despegó hoy sin complicaciones desde Cabo Cañaveral (Florida) a bordo del cohete Atlas 5, con rumbo a Marte» (Agencia EFE, lunes 18 de noviembre de 2013).

«En Marte existe muy poca delincuencia –observó el inspector Rawlings con tristeza–. La verdad, por eso me vuelvo al Yard. Si me quedara más tiempo, perdería toda mi práctica» (Arthur C. Clarke, Crimen en Marte).

La fascinación antigua

La fascinación humana por los astros y por «los negros espacios interestelares», como diría Lovecraft, es mucho más antigua que las sondas espaciales, y mientras los endebles tanteos de neonato de nuestros artilugios tecnocientíficos avanzan lenta y penosamente desde hace medio siglo en la exploración de su epidermis rocosa, las rápidas y poderosas pasiones de la especie ya han colonizado Marte con sus profundos terrores y prodigiosas esperanzas desde la antigüedad.

Y como la imaginación es más veloz que el viento y los relámpagos, cuando en la más conocida de las obras de Swift el extraviado viajero Gulliver se va (con perdón) a Laputa, descubre en esa gran isla flotante un avanzadísimo conocimiento astronómico entre cuyos hallazgos están, un siglo y medio antes que en «la vida real», las lunas marcianas: los habitantes de Laputa, en Los viajes de Gulliver, de 1726, conocen ya lo que descubrirá en 1877 Asaph Hall, que con morboso gesto dio a las lunas de Marte, llamado así por el dios romano de la guerra, par del Ares heleno, sus macabros nombres griegos: Phobos, «miedo», y Deimos, «terror», compañeros naturales de la masacre y la furia.

Arqueología del futuro

Ese 1877 es el mismo año en el que Schiaparelli vio en la superficie marciana, a través del telescopio, aquellas líneas a las que llamó canali, término que en italiano significa cauces, en general, tanto naturales como artificiales, pero que, tomado en el segundo sentido, leído en lengua inglesa, inspiró al excéntrico astrónomo Perceval Lowell una teoría que difundió en su libro Mars, de 1895, y que rápidamente conquistó un amplio y firme crédito en el público: según Lowell, los marcianos habían construido estos «canales», visibles por el telescopio, para llevar agua desde los polos de su roja morada hasta sus desérticas ciudades ecuatoriales.

Ya ves, pues, oh beatífico lector, oh angelical lectora, por qué, si de vida extraterrestre se trata, se piensa generalmente en marcianos antes que en uranianos, en saturninos o en venéreos: es porque los canali de Schiaparelli, leídos por Lowell como «canales», poblaron Marte con biologías fantásticas. E inteligentes (con nociones de ingeniería, por lo menos). Y monstruosas.

Y desde entonces, aunque nunca hayamos viajado a Marte en una nave física, lo hemos visitado incontables veces en aventuras vividas a través de novelas, de juegos, de cuentos y de películas.

Visitantes visitados

Pero otras veces nosotros hemos sido los visitados por ellos, al menos desde la primera vez que huyeron de su rojo planeta agonizante para invadir en terroríficos fascículos la tierra, comenzando sus letales avances desde el sur de Inglaterra, en 1897. Fascículos angustiosos reunidos un año después en el libro La guerra de los mundos –guerra declarada de modo oficial con el tecnológicamente aplastante ataque marciano, Rayo de Calor y Humo Negro tóxico incluidos, a Londres– por Herbert George Wells.

Mas, ¡ay!, no terminaron allí, ni mucho menos, las desgracias terrícolas: faltaba, entre otras batallas, la del 30 de octubre de 1938, en que la CBS emitió la lectura de un guion basado en el relato victoriano de Welles, adaptado para la radio por Orson Welles e interpretado con talento tan diabólico que los oyentes no se percataron de que era una ficción, pensaron sin dudarlo que era un noticiero y que la invasión marciana era una catástrofe real y, aullando de pánico, salieron en desbandada, casi dos millones de humanos despavoridos ante la inminencia de un verde apocalipsis, a las calles de Nueva York y Nueva Jersey.

Guerra, amor, aventura

No era para menos. Todo cuanto, por las sondas especiales enviadas al Planeta Rojo desde los años sesenta del siglo XX, sabemos de Marte impresiona. Sabemos, por ejemplo, que las montañas más altas del Sistema Planetario Solar están en Marte, que en Marte está el Monte Olimpo, volcán (extinto) de veinticuatro kilómetros de alto, y que en Marte hay tornados, huracanes y tormentas de polvo mucho más grandes que los de la Tierra.

Pero Marte fue también el Marte del amor y de la adrenalina, el Barsoom de los nativos –de los «barsoomianos»–, el de las aventuras de John Carver, que, entre razas humanoides y enormes extraterrestres semejantes a colosos colorinches de ojos flúo o bestias mitológicas, conquistó a la princesa Dejah Thoris de Helium. Carver, que será nombrado el «Señor de la Guerra», personaje fabuloso de una épica atrevida, desfachatada, completamente pulp, una trampa de acontecimientos en la que no importa nada, salvo atrapar y retener la atención desde el comienzo hasta el happy –o el casi happy, cuando menos– end y en la que los obstáculos que a los autores intelectualmente más exquisitos harían titubear son derribados a decididas y traviesas patadas en un triunfo perfecto de la pura diversión. Carver, que, acostumbrado a la mayor gravedad de la Tierra, es más ágil y más fuerte en la atmósfera de Barsoom que los aborígenes, y que aprende a hablar en marciano en unos pocos días, proeza que el autor, Edgar Rice Burroughs –célebre ante todo, recordarán ustedes, por Tarzán de los Monos–, explica en un par de líneas con el simple comentario de que el marciano es un idioma facilísimo.

Tipología sci-fi

Este es un modelo del Marte retratado por esa línea de la ciencia ficción que subordina con absoluto desenfado la ciencia a la ficción y la usa para lograr una verosimilitud que dé aún más libertad al placer de fantasear.

Otro modelo del Marte imaginado corresponde a esa línea de la ciencia ficción que podría incluir a los escritores que, como Asimov (que no ha escrito solo sobre Marte, sino también sobre Puertomarte y sobre estar en Puertomarte sin Hilda) o Arthur C. Clarke (el encanto de la rutina en las arenas de Marte y del absurdo escritor Gibson y sus desdeñosos compañeros de viaje en heroica lucha contra el tedio: «por mucho tiempo las cartas y el ajedrez representaron la clásica elección, hasta que un ingenioso inglés descubrió lo interesante que era arrojar dardos sin la acción de la gravedad. La distancia al blanco era de diez metros y el juego en sí obedecía a las mismas reglas observadas durante siglos en la atmósfera de cerveza y humo de tabaco de las tabernas inglesas») –ambos, por cierto, divulgadores científicos además de narradores– han tenido un intercambio más constante con los conocimientos ortodoxos de la «era espacial».

Un tercer modelo del Marte ficticio correspondería a esa ciencia ficción de escritores como Bradbury. Un autor que, más que en la ciencia por sí misma, prefirió pensar el impacto de los cambios de la ciencia en la subjetividad humana. En los cuentos sobre Marte, Bradbury se preocupó menos de la ciencia espacial que de dar forma subjetivamente a las experiencias posibles y pensables de la colonización de otros planetas, del abandono del hogar, la Tierra. Se preocupó ante todo por dar realidad y vida a las tristezas del futuro, a sus emociones y desafíos, a su previsible horror, a su eventual poesía. Se ocupó de la soledad y del éxodo, del porvenir desconocido y del pasado irrecuperable; puso en esas Crónicas Marcianas «sus largos domingos vacíos, su tedio americano», como decía Borges.

La materia del misterio

Entre los tres tipos de retrato del planeta preferido de la ciencia ficción, y los tres tipos correspondientes de relatos esbozados aquí, el introspectivo Marte de Bradbury tiene las imágenes poéticas más poderosas: desiertos mudos, paisajes fantasmales, pueblos abandonados, sorda melancolía. Bradbury situó la nostalgia en el futuro; eso lo hace, por antonomasia, el poeta del espacio. El de la era espacial.

Y veo una continuidad oscura entre este lirismo que sedujo a Borges en el mejor Bradbury y, dentro del subgénero –lo llamaré así de un modo muy lato y provisorio– de las series de televisión, Los Expedientes Secretos X, que utiliza la ciencia ficción para tocar temas relacionados con las zonas más terribles de la subjetividad humana, temas como la locura y todo lo «irreconocible», lo «monstruoso»: alteridad literalmente atribuida al «alien» como siniestra metáfora de cuanto, pese a que, a fuer de humanos, no nos lo debiera ser, nos es, o nos parece que nos es, lo más «ajeno».

El espacio «exterior» es, así, el lugar fascinante y aterrador de lo más íntimo, de lo más interno, situado precisamente afuera, como lo «exterior», y en lo más distante, para poderlo entender en forma de fantasía, para poderlo pensar como ficción, para poder darle forma a lo que, por oculto y subterráneo, por próximo, no tiene forma alguna, para dar corporeidad y voz y concretar en personajes y lugares, figuras e imágenes literarias y cinematográficas, lo que, de tan propio, reclama volverse «alien», volverse, en jugarreta etimológica incurro, «ajeno», alienum, «alienígena», para poder ser mirado sin cegar, para poder, pues, ser visto. Toda esa materia hecha de lo tan solo posible, de la posibilidad pura, y, en rigor, lógicamente, de lo absolutamente desconocido es, por esta razón, la del misterio.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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