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Una fresca mañanita de marzo con previsiones meteorológicas de garúa, salía de Filadelfia, en el Chaco, un modesto tractor trajinante, una carreta con cuatro personas a bordo: una joven mujer ayorea, Natuah, con su bebé, un compañero de viaje, Domingo, el conductor del tractor, Luis, y el que está narrando esta historia. El destino era el encantador Cerro Chovoreca, el punto más norteño del Paraguay, donde se colocó el Hito VI fronterizo con Bolivia; desde Filadelfia hasta la meta, el camino era de tierra, con algunas partes en pésimas condiciones.
El ensordecedor ruido del motor dificultaba la comunicación verbal, por lo que nos limitábamos a utilizar señas o, simplemente, callábamos. Obviamente, la carreta no tenía techo, por lo que la llovizna nos empapó totalmente, hasta que al mediodía apareció un agradable sol restaurador. El paisaje semiárido del Chaco es verdaderamente atractivo: abundantes arbustos, tunas florecidas, palosanto, quebrachos colorado y blanco, aromitas, paratodos y tréboles, entre otros árboles.
Después del cruce de Teniente Montanía, pasamos por algunas aldeas del pueblo angaite y del pueblo ayoreo. Lentamente, nos dirigimos hacia el Parque Nacional Defensores del Chaco bordeando el Cerro León. Ahí descansamos, comimos y continuamos el viaje en dirección a Bahía Negra, a orillas del río Paraguay. Bastante antes de llegar a ese puerto, doblamos a la izquierda en una picada conocida como recta Chovoreca. Nadie transitaba por ahí, solo los indígenas ayoreo nómadas. El camino estaba muy cerrado con ramas de espinos que laceraban nuestras ropas y nos rasguñaban la piel. Frecuentemente, bajábamos de la carreta para abrir camino.
En un momento dado, las ruedas del tractor se hundieron en un hoyo profundo generado por las termitas. Fue un duro golpe. El tractor quedó bloqueado. ¿Cómo salir de ahí? Cavamos con la pala, conectamos el molinete en varias posiciones, sin éxito. Nos cansamos mientras el tractor permanecía inmóvil en su nuevo espacio.
El sol lanzó sus últimos rayos dorados desde el horizonte antes de despedirse y quedamos huérfanos, sin soluciones.
–Lo más urgente –dijo Natuah, conocedora del ambiente y de carácter decidido– es limpiar una zona donde extender una lona y pasar la noche.
Tomamos nuestros instrumentos cortadores y antes de oscurecer ya estaba lista la plazoleta. Mientras tanto, ella colgó una pequeña hamaca entre los árboles, donde colocó a su bebé. Y luego buscó leña, hojas secas y ramas para hacer fuego.
–Para defendernos de los jaguaretés y de las serpientes –dijo la ayorea–, debemos preparar un cordón de fuegos alrededor de la plazoleta. Así, ningún animal peligroso se acercará y podremos dormir seguros; pero deberemos hacer guardia por turno y alimentar los fuegos.
Nuestro destino era la aldea ayorea, en la frontera con Bolivia, en la cual vivía el mítico José Iquebi con su numerosa familia y sus dos esposas. Este ayoreo, en 1956, siendo niño, y cuando los ayoreo vivían en la selva sin ningún contacto con la sociedad nacional, fue violentamente capturado por unos peones de estancia, expuesto al público en una jaula como una pieza de zoológico y trasladado en un barco desde Bahía Negra hasta Asunción.
Los fuegos crearon un ambiente mágico. Las llamas asumían formas antropomórficas y parecían comunicarse con nosotros y transmitirnos seguridad, tranquilidad y paz. Sentados en el suelo, compartimos una comidita a base de vaca’i, galleta y agua. Natuah tenía un semblante radioso, plenamente integrada con los seres visibles e invisibles de la selva. Conocía los códigos ancestrales de la comunicación y de la supervivencia. Nosotros, no indígenas e inexpertos, mirábamos las llamas ardientes con actitudes pensativas y preocupadas.
De improviso, la ayorea rompió el silencio y preguntó:
–¿Qué están pensando? Ustedes parecen desorientados; lo que para nosotros es la plenitud y libertad de la selva, para ustedes es motivo de angustia, temor e incertidumbre.
–¿Qué significa la plenitud y libertad de la selva? –preguntó Domingo.
Ella se levantó, miró a su bebé en la hamaca y dijo:
–Él está durmiendo tranquilo. Es un niño de la selva y los Espíritus lo cuidan. Nosotros somos parte de la naturaleza y la naturaleza es parte de nosotros. Ustedes –y apuntó el dedo hacia nosotros– difícilmente pueden comprender la fascinación y los misterios de la vida silvestre. Yo veo en los rostros de ustedes síntomas de preocupación, leo en sus ojos dudas y desesperanza, intuyo en sus mentes un remolino de preguntas y temores. Se sienten atrapados en un laberinto sin salida.
–Es cierto –comentó el tractorista Luis–. Yo me siento perdido. No sé si lograremos sacar mañana el tractor del hoyo. Nadie puede auxiliarnos porque nadie transita por este sendero.
La ayorea Natuah interrumpió bruscamente a Luis, afirmando:
–Es preciso mirar la realidad con nuevo abordaje y asumir otros valores. Aquí el dinero no vale nada. Para ustedes el dinero suele estar en primer lugar y creen que con él pueden comprar todo y conseguir la felicidad –agregó la ayorea.
–Es verdad –dijo Domingo–. ¿De qué nos sirve el dinero?
Sacó de su bolsillo varios billetes y los extendió sobre la lona. Los miró atentamente y sentenció:
–Aquí el dinero no vale nada.
Natuah, que miraba atentamente, agarró con las dos manos un billete de diez mil guaraníes, nos lo mostró y repitió la frase de Domingo:
–Este dinero aquí no vale nada.
Y lo arrojó al fuego. Nosotros observamos mudos como las llamas devoraban el billete.
¡Qué lección nos dio Natuah aquella noche de marzo de 1993!
Cuando los primeros rayos del sol acariciaron nuestros rostros dormidos, Natuah se levantó, se puso en medio del círculo y dijo:
–Debemos agradecer a Dupade (el Gran Espíritu) y a Pioi (el Fuego) por su protección.
Luego hizo unos gestos sagrados hacia los cuatro puntos cardinales, cantando una oración de agradecimiento al Gran Espíritu.
–Y ahora –agregó con voz imperiosa–, a trabajar para destrabar el tractor.
En menos de lo previsto y utilizando el molinete con otra tecnología, logramos recuperar el tractor, continuar el camino y llegar a la aldea de José Iquebi, donde permanecimos varios días, aprendiendo de la sabiduría de los hombres y mujeres de la selva.
Después de veinticuatro años de aquella inolvidable experiencia, llegó a mis manos un excelente libro de Michael Sandel, profesor de Filosofía Política en la Universidad de Harvard: Lo que el dinero no puede comprar. Es un atento análisis del significado del dinero en el mundo contemporáneo y abre un debate muy oportuno sobre la economía de mercado que, sin que nos demos cuenta, crea una sociedad cuya obsesión por el dinero carece límites y tiene consecuencias impredecibles. En un próximo artículo comentaré más extensamente el pensamiento de este autor.
Bibliografia
Michael Sandel: Quello che i soldi non possono comprare. I limiti morali del mercato, Milán, Feltrinelli, 2015.
* Antropólogo