La heurística: El arte misterioso de resolver problemas

Clave y misterio en los procesos de investigación científica es la heurística, esa operación extraña y poderosa cuyo enigmático fondo ningún análisis ha logrado agotar.

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EL CORAZÓN MATEMÁTICO DEL MILAGRO

La heurística surge y se desarrolla con las matemáticas desde la Antigüedad, tal vez porque resolver problemas es el corazón matemático –el motor de las búsquedas y la sede de la emoción de los hallazgos matemáticos–, pero basta aislar y analizar esa milagrosa operación, la de «resolver problemas», para que la heurística se vuelva un campo de estudio que concierne al pensamiento en general en su faceta luminosa de inventor de soluciones. Todos sabemos, o al menos aceptamos sin mayor dificultad, que hay un misterio en la inspiración artística, pero solemos olvidar o hasta ignorar que ese misterio también es parte de los procesos intelectuales, tanto de creación como de comprensión, propios de la ciencia y de la filosofía; lo olvidamos o lo ignoramos porque, ingenuos, nos dejamos con frecuencia engatusar por la cómica pedantería «racionalista» (no es tal) de mentes tan simples como pretenciosas que, al hacer «suyos» estos temas, los enturbian por su incapacidad de comprender lo que creen dominar. ¡Ay de ellos! Porque serán tema de sátira el día que me sacuda la pereza. Bueno, dejémoslos por hoy y sigamos con la heurística. Aunque su interés exceda las matemáticas, algunos matemáticos notables han hablado del misterioso papel de lo «subconsciente» en la «inspiración» matemática –relatos introspectivos que remiten, pues, a la experiencia directa del complejo y enigmático tema de las ya tan porosas fronteras entre la ciencia y el arte, y (subrayémoslo solo para reírnos al pensar en la rabia de los pobres «racionalistas» guaraníes), entre la razón y lo irracional (¡locura incluida!)– y del hecho delicioso de que, cuanto más difícil es resolver un problema, y con más seguridad si su resolución parece imposible –imposible, al menos, para la razón o la consciencia–, más abrupta e inesperada se presenta, y de fuente más ignota procede, su solución. Más, tal vez (no estoy segura), que los poetas y los artistas en general, curiosamente, los científicos –o sus doxógrafos o biógrafos– nos hablan, desde los días de Arquímedes, de ideas que aparecen en iluminaciones repentinas, que no vienen de un proceso lineal y deliberado como el corolario lógico de una cadena consciente de razonamientos puestos en un orden sucesivo, sino de quién sabe dónde, como el verso que el poeta garabatea de golpe en la servilleta de un bar, como la idea musical que, interrumpiendo un instante sus partidas de billar, anotaba Mozart en su libreta.

«NO MOLESTAR: POETA TRABAJANDO»

Poincaré describió su trabajo mental de matemático en tres etapas que están, creo yo, en todos los procesos de descubrimiento o de creación más o menos profundos, y, por profundos, oscuros (zonas confusas en las que nada es explícito y cuyo estudio –lo comento porque es graciosísimo– los «racionalistas» tropicales atacarían por ser una pseudociencia). Una, la primera, es la del análisis consciente y deliberado; solo que, si el problema es difícil, de esta etapa nunca surge la solución. En ella se definen los elementos de los que la solución emergerá.

La segunda es la etapa de trabajo del subconsciente, una etapa que parece de abandono (presiente uno que solo temporal) del problema pero en la cual en realidad que se incuba su comprensión final; el problema, mientras dura este trabajo subconsciente, no es abandonado ni muere, sino que vive una vida larvada, subterránea, secreta.

En esta segunda etapa, extraña para uno mismo, uno trabaja, por decirlo así, a sus (propias) espaldas, y es ese íntimo desconocido, el subconsciente, el que se dedica a mezclar sin tregua aquellos elementos ya definidos en la etapa primera, esa primera etapa consciente y racional.

Así uno, ignorante de su propio esfuerzo, parece, en este segundo momento, tanto ante sí mismo como ante los otros, un ser trivial, ocioso, vano y frívolo y dedicado al vicio o, con mayor frecuencia, sencillamente dedicado a no hacer nada concreto.

En esta etapa, el científico, el matemático, el filósofo, el investigador o el pensador, en suma, podría reclamar (aunque no necesariamente sepa que lo merece) ese famoso letrero que ponía, según tengo entendido, en la puerta de su pieza, al irse a dormir, el escritor surrealista Saint Pol Roux: «No molestar: poeta trabajando». Hasta que un buen día o una buena noche, sin avisos ni propósitos previos, el resultado de ese trabajo oculto e incesante salta a la mente despierta y racional y uno, que nada sabía de lo que uno estaba haciendo, salta de sorpresa y alegría como ante un inesperado premio que nada tuviera que ver con nada que hubiera hecho.

Recibe entonces una iluminación que no suele tener ninguna relación con nada en absoluto (no en apariencia, al menos) de lo que le rodea y que a veces puede suceder durante un sueño o en el momento más disparatado, cuando uno está, como Einstein, dando un paseíto en su bicicleta, o, más circense, cuando, como en la popular leyenda sobre Newton, uno recibe un abrupto manzanazo en la cabeza, o, más bochornoso, cuando, como se dice de Arquímedes de Siracusa, todos los cabos sueltos del problema, mientras uno está sumergido y feliz en la bañera sin más atuendo que el que trajo al mundo, se atan dentro de su cabeza a tal velocidad que, olvidado de sí, sale a la calle y, corre jubiloso e impúdico, gritando: «¡Eureka!».

GRAFFITI ES CULTURA

No solo Poincaré: esto lo han dicho con otras palabras grandes colegas suyos como Gauss, Hamilton o Hardy. Cuenta, por ejemplo, Hamilton que no daba con el modo de extender los números complejos de Gauss a tres dimensiones hasta que, sabrá el Diablo por qué ese día y así, el 16 de octubre de 1843, mientras paseaba con su esposa por Dublín, al cruzar el puente de Broombridge le vinieron a la mente las ecuaciones fundamentales que ligan los cuaternios: «vio» cuáles debían ser las relaciones que ligaran a las unidades imaginarias sobre los tres ejes (i, j, k). Hamilton no llevaba papel, así que las grabó a un costado, en una pared de piedra del puente, para no olvidarlas:

i” = j” = k” = -1 i j = k j k = I k i = j j i = -k k j = -i i k = -j

Tiempo después, el álgebra no conmutativa derivó en la mecánica cuántica y en la mejor comprensión de la estructura del átomo. Los jeroglíficos del nerd decimonónico siguen hoy en el puente de Broombridge, oh sutil lector, oh grave lectora, así que, si viajas a Dublín un día futuro y te tropiezas con ellos, acuérdate de golpe, según tu temperamento con sonrisa misteriosa o con un ruidoso «¡Eureka!», de este humilde artículo.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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