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Hace más de veinte siglos, ya Jerusalén era conocida por algunos como «la ciudad blanca» y, por otros, como «la ciudad dorada», por la potente luz diurna que otorgaba a las paredes de «la ciudad antigua», un brillo similar al del metal precioso, brillo que iluminaba un poco a sus habitantes y transeúntes, orgullosos de haber recorrido esa urbe afamada por la ilusión óptica solar.
Más allá de la ciudad antigua, reforzó el prestigio y la fama de esa urbe, también renombrada por el movimiento comercial, la obligada visita religiosa a sus templos, mezquitas y sinagogas de peregrinos de las tres grandes religiones monoteístas, judíos, islámicos y cristianos.
La guarnición militar romana instalada en el lugar por el Imperio conquistador trajo consigo nuevas denominaciones de calles y lugares con nombres de dioses de diferentes religiones, fenómeno que se transmitía también a los cerros, las lomadas y los diversos accidentes orográficos de la zona, que, según el dominio político o religioso, eran bautizadas y conocidas con sucesivas denominaciones.
También los acontecimientos históricos se utilizaban para las denominaciones, e igualmente se hacía con las confrontaciones entre las tropas de uno y otro país, o de diferentes religiones, que para el mismo uso y localización de habitaciones, templos, oficinas, mercados y cuarteles.
La importancia de una clase económica superior motivó el florecimiento de barrios enteros de suntuosas edificaciones alhajadas con jardines de flores bien cuidadas, estatuas y muebles para el descanso a la sombra de árboles de maderas finas en torno de las suntuosas construcciones que en algunos lugares lucían altas terrazas desde las cuales se dominaba el panorama.
Luego del impacto religioso y social que siguió a la presencia de Jesús, reconocido por su origen como «el Nazareno», y del aumento de sus seguidores, que despertó la preocupación de Poncio Pilatos, por entonces gobernador romano de esa provincia, la guardia que fungía de policía y custodio de las arterias ciudadanas tuvo que crecer para mantener ordenado el tránsito de personas y carruajes por las calles de la ciudad.
El prestigio de este Mesías, que revolucionó el campo de las ideas, prestigio creciente desde las bodas de Caná y aún mayor tras una serie de hechos milagrosos –desde la sanación de leprosos e inválidos hasta la resurrección de Lázaro–, provocó, junto con la preocupación, el resentimiento de las autoridades, que desataron una campaña de intrigas para disminuir la admiración popular hacia este rival cuya competencia en uno u otro ámbito, político o religioso, molestaba a quienes tenían alguna posición especial en Jerusalén.
Así las cosas, llegó el momento de lo que terminaría en la Pasión de Cristo, que comenzó en Getsemaní y culminó con la crucifixión en una altura que se conoce como el monte Calvario tras un recorrido sangriento de las calles principales, pasando por el palacio gubernativo, el cuartel donde fue torturado y el asiento de la jefatura religiosa, a cargo de Caifás y Anás.
Cuando Jesús fue apresado en el huerto, los judíos que lo perseguían ya no tenían dominio de la cantidad de gente del grupo represor y se optó por someterlo al gobernador romano. Pilatos advirtió la tramoya a la que se lo quería vincular, y, a pesar de su convicción de la inocencia del que tenía desde su cargo, y de la advertencia de su esposa, que le pidió apartarse de la persecución de un hombre justo, según se lo reveló un sueño que relató a su cónyuge, la artificial presión ciudadana y la cobardía ante un pueblo vociferante lo llevó a ordenar que Jesús fuera azotado en el cuartel de la guardia pretoriana, con ánimo de soltarlo después.
Entregó a Jesús a los soldados para que lo torturaran, con la idea de calmar a la multitud al mostrarlo duramente maltratado, pero su debilidad cedió a la presión de los perseguidores organizados cuando estos le pidieron a gritos la crucifixión de Jesús, al verlo luego de haber sufrido la feroz azotaina, haber sido sometido al poste del tormento, coronado de espinas y cubierto con una capa de lana teñida de púrpura, un molusco que provocaba ardores y otras sensaciones dolorosas. Pilatos lo exhibió así a la plebe, que insistió en su deseo de verlo crucificado, y ordenó cargarlo con el leño en cruz en el cual fue atormentado después de un largo recorrido por la ciudad.
Esa larga marcha por toda la ciudad, que Pilatos vigilaba nervioso desde la terraza de su palacio, llevó a alguno de los apóstoles, que había presenciado los malos tratos y advertido la inminencia de la crucifixión, a correr a donde se alojaba María, la madre del condenado a la Muerte de Cruz, tratando de suavizar la crudeza de las torturas en su relato.
María, acompañada de María Magdalena y María Cleofás, corrió angustiada a una calle en el camino al Monte de las Calaveras, donde se acostumbraba ejecutar a los condenados a muerte. Poco conocedora de la ciudad, siguió el griterío de quienes iban tras el condenado y el sonido de los tambores de la guardia que lo custodiaba mientras cargaba la cruz sobre el hombro derecho, sostenida por un extraño personaje, presumiblemente un agricultor, Simón de Cirene.
En su carrera, llegó María a un lugar donde un desnivel de la calle era compensado por una escalera que desembocaba en una arteria transversal, por lo cual se la llamaba «La Calle de la Escalera». Coincidió en su llegada con el paso de la procesión y vio el rostro y el cuerpo ferozmente magullados de su Hijo. Desolada ante esa cruenta visión, subió la escalera para acercarse a él, y por el violento golpe que recibió su corazón ante la visión de su figura masacrada, perdió el conocimiento y cayó en uno de los últimos escalones. Quienes la acompañaban levantaron su cuerpo inerte y la apartaron, desmayada, atinando solamente a mojar su rostro con el agua de una fuente que manaba cerca del sitio.
Así reanimaron a la Mujer, que, apenas repuesta, siguió corriendo tras la muchedumbre que iba al Calvario a observar el espectáculo. Todavía alcanzó a presenciar la violenta fijación de los miembros de Jesús al aparejo del que quedó pendiente hasta la muerte. No le faltaron lágrimas para llegar al final y se acercó al pie de la cruz central flanqueada por las otras en las que estaban clavados dos delincuentes comunes, y permaneció con dolor y fortaleza a su lado, asistida por las dos mujeres que la acompañaban y por el discípulo a quien tanto Jesús amaba, Juan, el posterior evangelista.
A pesar del desbande de las mujeres de Jerusalén, que hasta allí la habían acompañado, y aún de los propios apóstoles, todos reprimidos violentamente por los soldados de Pilatos, y aun cuando las lágrimas se le agotaban después de tanto llanto y angustia, permaneció al pie de la Cruz en tremenda soledad hasta que el temporal cayó sobre la zona, la sumió en la oscuridad, se rasgaron los velos del Templo y una suerte de terremoto sacudió la tierra para espanto de los curiosos.
Juan la llevó a su casa luego de que algunos allegados obtuvieran permiso para descolgar el cadáver y darle sepultura en un lugar custodiado por soldados debido al anuncio de Jesús de que resucitaría al tercer día.
El relato terminaría aquí si no fuera porque la reacción de María al ver a su hijo torturado llevó, ya bajo predominio cristiano, al Municipio de Jerusalén a cambiar el nombre de la Calle de la Escalera por el de Calle del Desmayo de María. Quiero aclarar que, pese a mis encomiendas a cuantos amigos y parientes viajan a Jerusalén, especialmente en estas fechas del año, en parte por las tensiones existentes en la zona, en parte porque quienes recorren esa ciudad visitan tantos lugares relacionados con la Pasión que, emocionados, olvidan sus deberes, hasta ahora nunca he logrado que alguno vaya a ese lugar para decirme al volver cómo se llama hoy la calle antes conocida como Del Desmayo de María. Espero que ciertos viajeros que han partido recientemente a Jerusalén recuerden mi pedido cuando, al caminar por ella, vean uno de esos planos que se pueden comprar en cualquiera de las esquinas de esa antigua ciudad, que tienen marcadas todas las calles relacionadas con el Camino de la Cruz, el Vía Crucis, y me traigan uno.
aencinamarin@hotmail.com