Josefina Plá, una voz singular en un libro singular

Armando Almada Roche acaba de publicar una especie de biografía de Josefina Plá Guerra Golvani, la más insigne de nuestras escritoras y animadora cultural en el siglo XX.

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Hablar de ella es tocar la esencia misma de la producción cultural en el Paraguay contemporáneo; es referirse a la renovación de la labor intelectual y creativa de gran parte del siglo pasado, que sigue vigente en este. Armando Almada Roche no solo habla de Josefina, sino que la hace hablar a ella. Esto trasluce la manera en la que Josefina veía su entorno, el mundo, los contingentes de su propia vida, su perspectiva del arte, de la literatura, en fin, de todo el quehacer intelectual y artístico.
A Josefina Plá le tocó vivir un tiempo sumamente difícil. Tuvo que enfrentar innumerables barreras en un Paraguay dominado por hombres y mujeres machistas. Josefina silenció su intimidad, sus sacrificios, sus combates por un Paraguay digno, y los cuestionamientos que una sociedad provinciana ejerció sobre ella, por el "doble pecado" de ser intelectual a la vez que mujer. Esto era demasiado para una sociedad oligárquica que no concedía valor alguno a quien no fuera de su clase y no coincidiese con su pacato estilo de vida. Pero Josefina logró imponerse a través de su trabajo y de su ética intelectual, equiparada por muy pocos en nuestro país. Hoy, nadie  puede negarle méritos.   

El libro de Armando se interna en los vericuetos, en los pliegos del pensamiento de Josefina. Logra estructurarlo sobre una serie de reportajes que él realizó con ella, en esa dación, muy propia de la entrevistada. Josefina hablaba muy poco de ella misma. Ni sus amigos más cercanos nunca pudimos sobrepasar determinados límites de su historia personal. Solo algunos fragmentos, eventualmente, se le escapaban en las conversaciones que mantenía. Armando, sin embargo, logró hacerla rememorar muchos de los aspectos de su infancia, de su juventud y de sus primeros años de recién casada, en Paraguay.   

Uno de los enigmas de Josefina era la fecha de su nacimiento. Durante muchos años, sus biografías la señalaron en el año 1909. Sin embargo, según su partida de nacimiento, que Almada Roche transcribe íntegra, ella fue anotada como nacida el 9 de noviembre de 1903, en la isla de Lobos. Cuenta Carlos Colombino, uno de sus dilectos discípulos, tan múltiple como su maestra, artista plástico, novelista, cuentista, poeta y dramaturgo, que viajó a la isla de Lanzarote, y enterado de que ella había sido inscripta en el registro civil de dicha isla, hizo las gestiones para conseguir la partida de nacimiento de Josefina. Cuando le comentó a ella que conocía la fecha de su nacimiento, esta le contestó: "Ahora somos dos los que sabemos, usted y yo".

Lo que siempre se supo, sin ninguna duda, es el lugar de su nacimiento. La pequeña isla llamada De Lobos, en las Canarias, en realidad no era más que un peñón, en donde no existían otras cosas que el faro, algunas cabras, camellos, gaviotas y el mar. Su padre, Leopoldo Plá, era el encargado del faro. Él y su familia eran los únicos habitantes de esa isla casi desierta y desolada de árboles, donde el sol calcinaba a las piedras, según comenta la propia Josefina en sus memorias inéditas: "Nací un mediodía de noviembre, oscurecido por una tormenta tropical, en una pequeña isla, casi una verruguita en el mar, en la costa norte de la más grande de las Canarias, Fuerteventura. Como la isla pertenecía y pertenece jurisdiccionalmente a la Gran Canaria, fue en Yaisa donde me inscribieron para constancia de mi insurgencia en el planeta y en la estadística nacional". (Archivo VJF)

La familia de Josefina, en la isla de Lobos, no tenía otra comunicación con el mundo que la lancha militar que les acercaba provistas, de tiempo en tiempo. Era tal el aislamiento, que Josefina recién fue bautizada por el cura de Femés, en Fuerteventura, cuando su padre fue trasladado de la isla de Lobos. Según recuerda Josefina, él tenía dinero ahorrado de su tiempo de trabajo en el peñón de Lobos, y con el mismo, hizo una fiesta popular por su bautismo. Invitó a toda la gente del villorrio y a lomo de camello, vestidos con los trajes regionales, subieron a la ermita en la montaña para celebrar el bautismo de María Josefa Teodora Guerra Galvani Plá (primero el apellido materno y luego paterno, como se usaba en Canarias en esa época). Ella guardaba en su memoria tal evento, hasta en los años finales de su vida, como un sol de su infancia.   

Su padre, además de farero, era escritor y recibía en forma permanente, junto a las provistas, libros de toda laya. Josefina aprendió muy pronto, jugando con su padre la sopa de letras, a leer y luego comenzó a escribir desde muy pequeña. Parte de su infancia transcurre en la isla de Lobos y luego su padre fue trasladado "de golpe y porrazo a las Vascongadas, a orillas del Cantábrico; nada menos que a San Sebastián, en la frontera misma con Francia" (Memorias). Donde se afincaron por muchos años, incluidos los  de la pubertad y primera juventud de Josefina. Almada Roche logró sonsacarle aspectos de esta parte de su vida, en las entrevistas que publica.   

Josefina y el Paraguay

Cuenta Josefina, en las referidas memorias, que su padre fue trasladado "dio otro salto, esta vez de Fuenterrabía o Irún en la frontera vasca con Francia, nada menos que a las Baleares, en Ibiza." Como no quiso llevar a su familia, nuevamente a una isla, él fue solo y dejó a la familia en Villajoyosa, en Alicante, esperando algún cambio de su destino.   

Fue en dicha ciudad en la que Josefina conoció a un artista venido de un misterioso país hispanoamericano. Era Andrés Campos Cervera (1888 - 1937), conocido en el ámbito artístico con el seudónimo de Julián de la Herrería. Este logró subyugarla a tal punto que años después se casó con él a través de un poder, para posteriormente dirigirse al misterioso Paraguay en 1926, según prueban algunas cartas familiares de la época.   

Después de un largo viaje por barco, fue recibida por el novio, en la ciudad portuaria de Villeta, en Paraguay, desde donde completaron el viaje en barco hasta el puerto de Asunción. Allí la esperaban hermanas y parientes del artista. Cuenta en sus memorias que, a pesar de ser una familia acomodada, no viajaron ni en auto ni en taxi, sino en tranvía, con todo el equipaje de la viajera. Su primera noche aquí la pasaron en casa de su cuñado, expresidente de la República, la cual era una mansión sobre la avenida España, que hasta ahora existe. Al otro día, se trasladaron a la quinta de Villa Aurelia, hoy lujoso barrio de Asunción, pero que en esa época se hallaba en los confines de la ciudad. Almada Roche presenta suficiente material descriptivo de la vida de recién casada de Josefina. El libro se convierte, quizás por primera vez desde el mismo recuerdo de la señora Plá, en un testimonio pocas veces dicho, menos aún, publicado.   

Los Campos Cervera y de Herrería eran una familia de abolengo no solo en Paraguay, sino también en España, de donde provenían. La llegada de Josefina, hija de un farero, los disgustó y en tal manera que, a decir verdad, la llamaban despectivamente "gitana advenediza". Luego de su viudez, Josefina cortó toda relación con esta familia, al menos, con la generación de las hermanas y hermanos de su extinto marido. Solo posteriormente volvió a entablar relaciones amicales con la descendencia de los mismos, quienes acompañaron a su tía; entre ellos, Hérib Campos Cervera, el primero en cuanto fue su compañero en la renovación poética. Muchos años después con Meco, a quien ella le guardaba mucho cariño y Rodrigo Campos Cervera, hermano de aquel, abogado constitucionalista de renombre y senador de la República por varios periodos.   

Almada Roche rememora cuando la pareja Julián de la Herrería-Josefina Plá se muda de Villa Aurelia a vivir no lejos del centro de la ciudad (aunque eran los suburbios de la época), sobre la calle actualmente denominada Estados Unidos, en una casita construida por el propio Andrés, en un lote que le pertenecía. La pequeña edificación de entonces, hacía de taller-habitación. Allí Josefina vivió toda su vida, recibió a tantas gentes, trabajó duramente y dejó de existir físicamente el lunes 11 de enero de 1999. El sol iluminaba con sus últimos rayos el patio arbolado, cuando en una habitación de la misma, su luz de casi un siglo se extinguía.   

Josefina, trabajadora impenitente, luego de instalarse en dicha casita, muy rápidamente descolló en las actividades culturales, haciendo prensa escrita y radial además de escribir poesía, teatro y aprendiendo el difícil trabajo con la cerámica, para el que tenía como maestro a su propio marido.   

A los pocos años, estaba absolutamente consustanciada con su país de opción,  cuando en 1932 se declaró la guerra del Chaco. Durante la misma, desarrolló una labor proficua a favor de los combatientes. Directora de una publicación en guaraní dirigida a los soldados del frente, escribe en el diario El Liberal y aún tiene tiempo para escribir varios centenares de cartas a los combatientes, en carácter de "Madrina de Guerra". Durante la guerra, se acostumbraba que las mujeres escribieran cartas y enviaran cigarros y dulces a quienes estaban en el frente de batalla, sin importar si los conocían o no, de manera de brindarles aliento. Josefina asume esa responsabilidad para con los soldados paraguayos. Y no solo hace eso, sino que todo su salario como periodista, siendo ella bastante pobre, dona a un fondo para las familias de los combatientes en el frente.   

En 1934 publicó su primer libro de poemas, El precio de los sueños, en el que ya anunciaba la renovación de las letras paraguayas. Ese mismo año regresó a España con su marido. Se radicaron en Valencia, en donde su marido trabajó en la Academia de San Carlos. La detonación de la Guerra Civil española con toda su violencia, el hambre y la miseria, atenazan a la pareja. Andrés Campos Cervera, de precaria salud, no soportó la cruz y falleció en Valencia, en 1937. Josefina, en su desesperación, en plena guerra y habiendo quedado sola, huye hacia Francia, cruzando el Pirineo a pie. Logra vender una colección de estampillas paraguayas, con lo que se hace del dinero para poder embarcarse al Paraguay. Su hijo Ariel cuenta la anécdota de que, cuando Josefina logró atravesar la frontera, lo primero que pidió en un café fue una taza de azúcar. Es que no había probado azúcar por largo tiempo, debido a la escasez ocasionada por la Guerra Civil española.   

Josefina volvió al Paraguay ese mismo año y se quedó para siempre. Solo regresará a España dos veces: la primera en 1956, buscando rescatar las obras de su marido, guardadas en los depósitos del Museo de la Cerámica de Valencia; y la segunda, a principios de los setenta, por un mes, visitando a sus hermanas.   

La Guerra Civil española terminó en 1939 y, muy prontamente, comenzó otro conflicto mucho más atroz, la Segunda Guerra Mundial. En esos años, desplegó una actividad extraordinaria a favor de la causa aliada. Dirigió, junto con Augusto Roa Bastos, una audición radial sobre los acontecimientos guerreros. Luego, opta por quedarse en el Paraguay, aun cuando la violencia de los años 40 y 50 no ayudaban en nada a la labor intelectual.   

Ariel Plá cuenta, como recuerdo de su infancia, que en esa época, la calle EE. UU., donde estaba ubicada la casa de Josefina, era una calle de tierra roja, empinada hacia la calle Amambay (hoy Rodríguez de Francia), que terminaba en montículo de arenisca roja, donde comenzaba Barrio Obrero. De esa dirección, la policía traía a un pobre ciudadano, presumiblemente opositor a la dictadura de turno, con las manos atadas con una soga, arrastrado por entre las piedras de la calle. Estaba completamente ensangrentado, semiinconsciente por los golpes. Josefina vio la escena, corrió hasta su casa, sacó un jarro de agua de su cántaro de barro y se dirigió, casi corriendo, al portón de hierro, lo abrió de par en par y se acercó con decisión al prisionero que estaba tendido en el suelo. Un policía, con su fusil en apresto, intentó detener a Josefina y ella se enfrentó no solo a él, sino  también a los demás policías que la amenazaron. Ella exigió darle agua al hombre que estaba siendo torturado en plena calle. Fue tal su decisión que los uniformados temieron que Josefina tuviera algún "padrino" en el gobierno, y que, al final, los castigados fueran ellos. Las dictaduras nunca dan ninguna seguridad a nadie, ni aún a sus propios servidores, para cumplir con sus designios.   

En 1947, durante la Guerra Civil del Paraguay, su casa fue allanada por policías, bajo la dirección de personeros del régimen. Desbarataron carpetas, libros, estantes, todo. Los originales de Josefina, poemas, ensayos y conferencias, fichas de investigaciones fueron destrozados y arrojados al viento; trabajos en cerámica, rotos, despedazados por el suelo. Josefina tomó en brazos a su hijo Ariel, lo sentó en su regazo y observó la brutalidad con la que iban destruyendo el esfuerzo de años de vida.   

Alguien le había preguntado por qué no optó por el exilio, como la mayoría de sus amigos y compañeros. Ella respondió que alguien debía quedarse para sostener la antorcha del espíritu. Y realmente fue eso lo que hizo: entregarse enteramente a su país de adopción. Josefina Plá se constituyó en el paradigma más acabado de la ética intelectual y humana en un espacio de tiempo en el que la barbarie asoló este país.   

La producción cultural paraguaya debe a Josefina mucho de lo que es. Ella se había entregado en plenitud a todos quienes buscaron en sus afanes alguna guía, algún consejo, alguna formación o, aunque sea, información. Desde jóvenes, simplemente inquietos por su propia juventud, hasta Augusto Roa Bastos y otros que lograron nombradía internacional, todos reconocen su deuda para con ella, por haberles ayudado a descubrir el mundo de la creación. Su aporte al surgimiento de nuevos cultores plásticos y literarios es de una magnificencia extraordinaria. De hecho, no existió en toda la historia contemporánea una faceta del quehacer intelectual o artístico en el que Josefina Plá no estuviera presente, cuando no ella misma, a través de sus amigos y discípulos.   

La ética como esencia de la vida  
 
La aridez y dureza de los tiempos que le tocaron vivir a Josefina Plá son prácticamente inenarrables. No obstante, contribuyeron a acrecentar en ella el ejercicio intelectual y artístico como un apostolado. Así pasaron la Guerra del Chaco (1932-1935); la emergencia de los militares en el poder político de la República (1936); la dictadura de Higinio Morínigo (1940-1947); la cruenta Guerra Civil de 1947 y toda la violencia posterior contra todo lo que significaba cultura; y la longeva dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989).   

Ella había visto desaparecer a amigos entrañables, exiliados unos, muertos otros, o empotrados en el poder, los menos. Sobre sus hombros de mujer sostuvo la antorcha de la dignidad y el decoro intelectual. Fue una de las pocas que quedó en el exilio interno después del 47. Y en ese exilio interno, su labor fue extraordinaria. Al quedarse sola, creó alternativas para tener nuevas amistades culturales, fundando núcleos con jóvenes. Así, fue mentora del grupo "Arte Nuevo" y colaboró al surgimiento de nuevas hornadas literarias. La mayor herencia que nos legó Josefina Plá, aparte de su obra extraordinaria, es su acendrado sentido de la ética, con el que tan pocos maestros quedan. La semilla por ella sembrada espera florecer en este nuevo tiempo de esperanzas.   

El Congreso Nacional le confirió, en forma unánime, la nacionalidad paraguaya honoraria en 1998. Con esta distinción, no era a ella, sino al Paraguay al que se honraba.   

Josefina Plá había escrito alguna vez, en su desesperado apostolado, que veía su labor como signos en la arena. Sin embargo, la arena suele hacerse piedra y servir de cimiento para construcciones sólidas.

La cultura paraguaya contemporánea tiene en Josefina su más sólido cimiento y, en la misma medida que pase el tiempo, este cimiento se hará más nítido y grandioso.   

Libros como este son un verdadero aporte para que la figura de Josefina Plá crezca hasta convertirse, cual el faro que la vio nacer, en guía y referencia que ilumine los senderos de las nuevas generaciones.   

Armando Almada Roche hace un presente a la cultura paraguaya, que permitirá que las jóvenes generaciones de creadores nacionales conozcan no solo la simiente y la base de su propia acción creadora, sino además, el retrato de una heroína civil, que hizo de su vida un apostolado fundado en una ética tan acrisolada como indispensable.
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