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Lo vi en mi niñez, aparición imprevista en un largo documental sobre el Festival de Woodstock que a esa edad encontré exhaustivo en exceso e innecesariamente «colgado», en general, para mi infantil impaciencia, y del cual recuerdo muy pocas cosas. Una de ellas es, precisamente, su convulsiva irrupción en aquel escenario, ante la amable concurrencia hippie de aspecto mayoritariamente intelectual. Sus chocantes, su físico corpulento, no del todo acorde al modelo típico (longilíneo-pelilargo-esnob-frágil-universitario) idealizado por la iconografía juvenil de aquella época. Quizás un tanto en exceso hercúleo, quizás potencialmente brutal, incluso. Y su exposición desnuda, indecorosa, valiente, diría yo, o en todo caso arriesgada, y hasta heroicamente impúdica, de algo que no sé cómo definir. De algo tan salvaje, tan incontenible, tan desgarrado, tan inmoderado e incontrolable que no podía tener perdón en este mundo. De una barbarie tan magistral que hizo –según ya lo comprendí entonces, en cierto modo, lo recuerdo, sin dudas y de inmediato– suya definitivamente una composición original nada menos que de los Beatles. Sí, señor. Nada menos. Él la tomó por la fuerza. A puño limpio. La conquistó. Le clavó su pica, vamos. Y, si se fijan, sigue siendo hasta ahora dueño absoluto del tema. Y apostaría plata ahora mismo a que esa canción ya no va a cambiar de dueño, ni en cien mil millones de millones de milenios. Guardé su nombre en mi mente, «Joe Cocker», para estar atenta, o, si el azar no volvía a traérmelo por la tele, para buscar otras canciones suyas cuando yo creciera. Y esperé.
MAD DOGS AND ENGLISHMEN
Y esperé en vano. Pues, para mi frustración y desconcierto, las décadas siguientes vieron a aquel Mad Dog, a aquel Perro Loco –hizo su primera gira internacional al frente de la banda Mad Dogs and Englishmen– transmutado en un crooner más bien –siento tener que decir esto– bastante blando –en comparación con mi recuerdo inicial, al menos–, por cuya garganta (siempre ronca, eso sí) podían pasar hits indignantemente aptos para toda la familia. Bien, debo reconocer que yo estaba francamente decepcionada del héroe de mi infancia. Aun así, entendí, y comprobé, que valía la pena no perderlo por completo de vista –aunque a veces me sobraran ganas de hacerlo–, porque, de vez en cuando, en algún que otro concierto, aquí o allá, volvía a surgir algún destello de aquella extraña cualidad monstruosa. De aquello que lo distinguió en sus inicios como un notorio incendiario y que, claro está, supongo que no podía apagarse del todo sin mediar abducción o lobotomía. Y en tales, parcialmente felices, ocasiones, incluso llegaba a considerar la posibilidad (¿por qué no, a fin de cuentas?), pese a que, obviamente, la edad la iría volviendo cada vez más improbable, de que un día o una noche cualquiera volviera a hacer erupción, de repente, aquel volcán, para encender el mundo.
BRÚJULA ROTA
Joe Cocker nació el 20 de mayo de 1944 en un suburbio de la ciudad inglesa de Sheffield, un lugar llamado Crookes, abandonó sus estudios de secundaria a los quince años y comenzó a trabajar como plomero y a cantar en sucesivas bandas locales. Con estas agrupaciones llegó a telonear un par de veces, suertudo Cocker, a músicos ya en auge, y ya ilustres, como The Hollies y los Rolling Stones. Guau. Pero, como todos saben, esto no necesariamente es significativo. No en todos los casos. Y, ¿quién puede saberlo?, la cosa se podría haber quedado allí, de no ser porque el cover de Cocker de With a Little Help From My Friends (que es el tema de los Beatles que les había contado al comienzo que hizo suyo a puño limpio) trepó hasta el primer puesto en las listas británicas y fue su pasaporte al Festival de Woodstock en aquella ya mítica localidad de Bethel, en la lejana Nueva York del año 1969.
Su esplendor musical, esplendor en intensidad, en popularidad, en todo, le llegó abruptamente y con tal violencia que le rompió la brújula, y Cocker perdió el norte. Alcohólico por herencia y tradición proletaria y rockera, Cocker se tambaleó por todos los escenarios, mayores y menores, de la época, probó todas las drogas, como si –es difícil traducir esta clase de experiencia– tratara de resucitar algo extraviado de sí mismo inexplicablemente, tuvo, desde luego, varios problemas con la policía, se deterioró casi hasta el desplome, primero físico y, por fin, incluso musical, y para 1978 unos trabajadores sociales quisieron recogerlo de la calle, al descubrirlo cuando merodeaba por las inmediaciones de la oficina de su abogado, tomándolo por un mendigo sin techo. Para 1982, borracho a tiempo completo, Cocker tenía, quién sabe por qué ni cómo –él, seguramente, no–, una deuda de nada menos que ochocientos mil dólares con su discográfica y estaba, a todas luces, acabado.
DE PLOMERO A PLOMAZO (CON PERDÓN)
Y justo en este punto de la historia, cuando era cuestión de preguntarse si Cocker llegaría vivo al próximo fin de semana, y por insistencia del productor Stewart Levine, canta a dúo con Jennifer Warner un tema para el soundtrack de la exitosa película dirigida por Taylor Hackford y con Richard Gere como actor principal, Oficial y caballero (1982): Up Where We Belong. Y he aquí que ¡bingo! Funciona. Ganan juntos por ese tema, Warner y Cocker, un Grammy y un Oscar.
Y el plomero desaliñado que había hecho estremecerse de pies a cabeza a Woodstock (y, años más tarde y a distancia, a mí, sin duda entre muchos otros) se transformó, con perdón, en el plomazo bonitamente vestido por Armani y capaz –duele decir algo tan duro, pero en fin, como ya se sabe «Amicus Plato...»– de amenizar baby showers, bodas, quince años y hasta algún homenaje a la inefable «Lady Di» con una sarta de como diez mil hits a cual más anodino.
Presidió, ciertamente, hay que apuntarlo, invisible pero aplastante, con su voz rugiendo de modo definitivamente sensual el pegadizo tema You Can Leave Your Hat On, aquel famoso strip-tease con el cual, en la película Nueve semanas y media (Adrian Lyne, 1986), Kim Bassinger levanta a Mickey Rourke. Y también hay que insistir, ya que estamos, en que hubo siempre, como ya lo dije, aquí o allá, en algún que otro concierto, alguna fabulosa aparición imprevista de aquella potencia indomable que al comienzo lo hizo inadmisible, indignante, despreciable y asqueroso para importantes, vastos y estúpidos sectores de la audiencia (que ahora, ¡ay!, supongo yo, ya no lo odiaban). Pero, salvo estos relámpagos y truenos esporádicos, el volcán estaba controlado y no había peligro de erupción.
AL FIN SON LAS SEIS, JOE
Supongo que cabe apuntar, para explicar lo arriba señalado acerca de la trayectoria musical de Joe Cocker, que todo esto se puede explicar diciendo que la industria le enseñó que era posible amoldarse a las preferencias del público para salvar el pellejo. Y la verdad es que, al menos por mi parte, tal vez por simpatía personal, y pese a que, para mis tempranas y considerablemente persistentes y testarudas, expectativas musicales sobre Cocker, este hecho fuese desolador, no puedo lamentarlo. A fin de cuentas, Joe Cocker vivió la friolera de setenta largos años, algo que para cualquiera, en general, es una cifra, cuando menos, aceptable, y que para un tipo como él, en particular, que tenía antecedentes policiales por posesión de drogas, por conducir borracho y hasta por hechos de violencia física, y que por poco se deja el hígado y los sesos tirados sobre el asfalto de la súper carretera de los años setenta, no fue precisamente un mal negocio.
Joe Cocker murió el lunes, de cáncer de pulmón. De modo que –al menos, por lo que ya les conté al comenzar este artículo, en lo que a mí respecta– la espera ha terminado. Dejó este barrio en tiempos de solsticio, cuando Janus, el dios romano de los finales y de los principios, de las puertas y de los umbrales, asoma su antigua cabeza bifronte en lontananza.
Por esa presencia bifronte pienso que, si Joe Cocker ha muerto, puede al fin vivir Joe Cocker, esta vez sin concesiones, libre ya de las limitaciones que en este mundo le impuso la necesidad de sobrevivir, y que ya es posible el rescate, y, por lo tanto, el retorno, de un desatado Mad Dog, del salvaje Perro Loco, a partir de este mismo instante, y lanzando la mirada hacia el siempre virtualmente infinito porvenir.
Ya ha terminado el trabajo, por fin, Joe. Ya llegan las seis de la tarde. Que es la hora, según dicen que solía contar él, en que, en su tierra natal, los pubs comienzan a abrir sus puertas para toda la gente que aguarda con impaciencia el anochecer. Mira, ya se pone el sol; ya amanece la noche; la espera ya ha terminado: es el momento de gloria del desfile de los vagos, de los genios, de los impresentables.
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