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LAS FÁBRICAS DE SUEÑOS
“Un periodista musical es un tipo que no sabe escribir y que entrevista a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer” (Frank Zappa)
La antigua ciudad romana y medieval de Manchester, en particular, y todo el condado histórico de Lancashire en general, han quedado en la historia de las ideas, de la política, de la literatura y hasta del cine, desde el siglo XIX, como el lado más sucio de explotación y de hollín de la Revolución Industrial y como emblema del mito del “progreso”, que no es sino la traducción filosófica de un desordenado desarrollo económico que trajo a la vez (y según a quién) riqueza y miseria –la desolada, sórdida miseria urbana moderna–. El trabajo de los niños de la Inglaterra obrera de Dickens, la muerte por tuberculosis de la Inglaterra trágica de las Brönte, la violencia y el hambre de la Inglaterra en cambio arrollador de la Gaskell tienen por escenario preferido esas regiones de Lancashire en las que desde el siglo XVI tejedores flamencos produjeron para un mercado cuya expansión se disparó con avances tecnológicos dieciochescos y decimonónicos, y desde esos horizontes erizados de chimeneas fabriles divisaron Marx y Engels la gigantesca sombra del fantasma tan deseado y tan temido que en 1848 recorría Europa. Pero de la modernidad industrial hemos pasado a la posmodernidad posindustrial, y las fábricas, the factories –The Factory– ahora son fábricas de sueños, sueños diseñados para una masa sedienta de todo lo que no tiene –ideas, belleza, historia, sensibilidad; en una lucrativa palabra mágica: ¡música!– y que paga bien por ello. El viejo pacto mefistofélico se ha invertido: ya no se trata de vender, sino de comprar un alma al Diablo. Y como todo publicista sabe, nadie compra nada sin una marca, así que, a pesar de que algunos (pocos) saben que Manchester y Manchester no son siempre lo mismo y que el Gran Manchester es un invento reciente con fines puramente administrativos y básicamente irreal en términos históricos, culturales y lingüísticos, se hace que la masa chille “¡Manchester!”, aunque lo haga cuando no corresponde: todo buen eslogan es breve, y si hay algo que las masas no hacen bien es pensar, mientras que lo que sí hacen muy bien es gastar. Gastar dinero en música, en este caso, y en el consumo relacionado con música: los grandes ingresos de la región asociada a una movida de la cual, a título de seguidores y fans, esa masa se cree parte, vienen del turismo y la industria cultural y sobre todo musical, consumo favorecido por estas simplificaciones. Y no es un problema que, por ejemplo, Engels haya escrito en La condición de la clase obrera en Inglaterra en 1844 sobre el lugar del que “parten todos los movimientos obreros, el Lancashire meridional, con su gran centro, Manchester”, porque, como dijo Frank Zappa, tan argel, tan gracioso, tan necesario, los fans no saben leer.
LA HISTORIA QUE TE AHORRAN LAS MARCAS
La rica historia que eslóganes y marcas ahorran a la masa está impresa, sin embargo, en el arte, desde el estigma que delata el origen obrero y mancuniano del inolvidable Illidge (“–Perfectamente –dijo, con un acento que, ciertamente, no venía de ninguno de los antiguos y caros templos del saber. Venía de Lancashire”, lo lapida el narrador en cuanto sale a escena) en esa cruel, gran novela de Huxley, Contrapunto, hasta la imagen de los Smiths ante un Salford’s Lads cuyo nombre –como el de los Eight Lancashire Lads de la dura orfandad victoriana de Chaplin– recoge el plebeyo léxico de Lancashire. Gracias a la entelequia del Gran Manchester, inventada hace poco (en esos ejemplos no existía aún), hoy se simplifican la administración y el marketing para, respectivamente, los funcionarios y los “amantes de la música” –a estos últimos les sirve una sola etiqueta en todos los productos “marca Manchester” de la industria–; a fin de cuentas, ni los burócratas ni los fans se han distinguido nunca por su brillo intelectual, pero son útiles y hasta necesarios.
Ante la fachada del Salford’s Lads, los Smiths se inscriben en una tradición que, en nuestro medio (las colonias, si se quiere, desde el, históricamente tan mancuniano, punto de vista industrial y exportador) muy pocos de sus fans conocen. El consumo vacía, para los más, de sustancia la forma estética y la deja en packaging. Esto, con salvedades, ha sido siempre así de varias formas, pero en nuestra época es abrumadoramente claro. No obstante, que se la abrevie, esquematice y hasta distorsione no resta profundidad y misterio a la historia; que los juegos lingüísticos con marcas dialectales de los escritores británicos no sean traducibles no los borra de sus páginas; y que la música se venda no transmuta en mercancía lo que es arte. Lo valioso sigue allí, aunque la mayoría de los que creen valorarlo lo ignore. Cada uno recibe de las cosas lo que merece, y el gran público de muestras de fotos de la cultura de Manchester, conciertos de homenaje a grupos de Madchester, de brit-pop, etcétera, es decir, del mercado de la música, recibe algo que explica su esprit de corps (algo que el arte –por fortuna– no podría explicar): una ilusión de pertenencia a un grupo o generación (cuyo complemento lógico es el rechazo de otros, claro). Eso es lo que ellos creen una emoción estética. Es un sucedáneo. Los sucedáneos de inferior calidad de productos legítimos siempre han sido una de las más importantes ramas de la industria.
AL VESRE: LOS QUE SÍ SABEN
A diferencia del grueso de sus fans de este hemisferio, los músicos retratados por Cummins, como se ve en sus fotos, no ignoran la historia; al revés, toman el paisaje industrial, la lúgubre imagen literaria tradicional del norte de Inglaterra, la sucia y gris región de Lancashire, hacinada en insalubres casas que debieron haber demolido en tiempos de Dickens, sembrada de blocks en los setenta, con su embrutecida, alienada, infeliz e insatisfecha juventud trabajadora, y celebra todo eso. Las fotos que toma Cummins –entre otros– suponen el Lancashire de la Revolución Industrial, y a su iconografía, a la que conscientemente dan el giro que definirá la nueva estética de una nueva historia, se lo deben todo. Toda nueva historia, en cada recodo, se escribe sobre el paisaje de un complejo pasado.
Si en la novela de Huxley el hijo de un tendero de Manchester, como el mismo Illidge dice, no terminó remendando zapatos en Lancashire gracias al bacilo de la tuberculosis, también en Dickens la lengua de los ricos es el inglés estándar y la marca dialectal indica origen popular; en Tiempos difíciles (Hard Times), aunque las traducciones al español no puedan reflejarlo, Stephen tiene acento de Lancashire, acento de trabajadores sin acceso a ninguno de los que en la cita de Contrapunto Huxley llama “antiguos y caros templos del saber”. Y es con ese mismo acento, precisamente, que canta Morrisey, un hombre de Davyhulme, que histórica y lingüísticamente es parte de Lancashire. Como marca, como brand, Manchester, sin embargo, al confundir la ciudad y el área metropolitana inventada para uso administrativo (Gran Manchester) es eficaz para el márketing dirigido a fans mononeuronales; tanto, que cuando estos fans pretenden demostrar que entienden lo que ignoran, chillan “¡Manchester!” como un rebaño de verduleras posesas. Y la foto ante el Salford Lads también sienta postura: a fines del siglo XIX, y sobre todo a partir de la década de 1890, las contaminadas calles de Bradford, Saldford, Manchester y otras ciudades del condado de Lancashire se llenaron de pandillas de adolescentes de extracción obrera y conducta violenta a los que llamaban, en la zona, scuttlers y lads, términos del dialecto de Lancashire, condado histórico en el que siempre, salvo, desde los años setenta, para diversos aspectos administrativos, ha estado Salford. De ahí, justamente, que ese sea el nombre de su club.
IRONÍAS APARTE, LA MÚSICA EXISTE
Madchester vivió y vive en ese Lancashire que es la tierra de Illidge en la novela de Huxley, Salford recoge de sus aceras a esos lads que Chaplin parodió de niño en el Londres finisecular, la dulce melancolía de Morrisey toma su textura del espeso rumor de fondo de las toses sangrientas de las Brönte. Joy Division, Tony Wilson, Factory Records, The Fall, Buzzcocks escriben sobre el fondo de la historia de una región –y en especial (no exclusivamente)– de una ciudad –aquí sí, Manchester City, the city of Manchester, la ciudad de Manchester– cuyas fábricas y edificios de reuniones socialistas –como el Lesser Hall, donde tocaron los Sex Pistols– ellos volvieron hitos de la historia de la música y a los que dieron un nuevo sentido que no es ajeno al anterior –y que sin él no está completo (aunque los fans lo ignoren; en realidad, eso no importa)–. El rostro polucionado y negro del capitalismo industrial mutó en fotos de discos, y en canciones, y en el clima de toda una inolvidable y gran época de rara intensidad y belleza. The Smiths de pie en esa foto que les tomó Stephen Wright en 1985 frente al Salford Lads, club abierto a principios del siglo XX para llevar por el “buen camino” a los “chicos descarriados”, prosigue la narrativa que el grito comercial de la masa de consumidores histéricos calla. Las fotos en las que Cummins congeló algunas de las escenas más memorables de la trayectoria musical de Manchester –y otros lugares diferentes que hoy administrativamente engloba el Gran Manchester– son un documento histórico y estético alucinante, inspirador y elocuente: muchas de las imágenes que nuestra mente guarda de Joy Division, New Order, The Smiths y Morrissey, Happy Mondays, The Stone Roses, de la disco The Factory, y también de los hermanos Noel y Liam Gallagher, o de los pilares de strip tease de The Haçienda, las tomó él, que durante una década dirigió el departamento de fotografía de la revista semanal de rock más grande del mundo, la celebérrima New Musical Express, NME. Claro, quizá su trabajo primariamente no sea tanto un tributo a la música como un factor del crecimiento económico forjado sobre la escena musical de Madchester y Cool Britannia; pero ese es otro tema. Ironías aparte, la música existe. En cuanto al eterno problema de la mezcla de lo artístico y lo comercial, cito, primero, a un anónimo del bar de la Universidad de Zaragoza: “También los filósofos idealistas almuerzan; ¡y hasta los idealistas absolutos”, y, luego, al Cuarteto de Nos: “Hay que comer”. Yeyeyeyé. Finalmente, lo que con la exposición de Cummins en Buenos Aires se llama un “tributo” a la ciudad de Manchester (presentada, por cierto, como una especie de centro generador de cultura, un poco al modo de la Atenas de Pericles), es, más allá de las confusiones geográficas y de la finalidad y la naturaleza fundamentalmente comerciales del ciclo, un viaje emocionante por la vida de Joy Division, Oasis, New Order, The Smiths y Morrissey, Happy Mondays, Sex Pistols, The Stone Roses, Inspiral Carpets, Buzzcocks… Cummins estuvo ahí para documentar toda esa larga noche que, entre copas y humo, aún se resiste a desaparecer. Y que ya no lo hará nunca.
montserrat.alvarez@abc.com.py