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EL CAMBIO, EL SWITCH
Al comienzo del tráiler del nuevo Nintendo Switch, que apareció hace unos días (aunque el producto recién saldrá al mercado en marzo), hay una escena de íntima belleza: el interior de una casa en medio de la noche, con grandes ventanas abiertas a través de las cuales se divisa a lo lejos el horizonte. Adentro, un hombre juega, absorto en la luz de una pantalla. Relámpagos de un clásico, «Overworld», del compositor Koji Kondo (La Leyenda de Zelda, 1986), alternan con tintineos de piano. En el monitor, un jinete, Link, galopa y blande su espada entre enemigos a caballo. Un ladrido amenaza con interrumpir el juego, pero en ese momento el salvador logotipo rojo y blanco de Nintendo Switch llena la pantalla y la música cambia a «Ha Ha Ha Ha Yeah», de White Denim, mientras el hombre separa una parte de su control y lo conecta a la consola para llevar a su perro al parque sin tener que dejar en casa su aventura. El cambio, el switch, del interior doméstico al exterior, se da sin conflicto. No tienes que separarte de una máquina conectada al dejar el sofá: con Nintendo Switch, sacas una unidad parecida a una tablet, la pasas a un dispositivo portátil y sales a proseguir la batalla desde un banco de plaza. Ninguno de los dos grandes ámbitos de la experiencia humana excluye el placer de jugar. En la sala, el dormitorio, el avión, un parque, un coche, un quincho, una terraza, un bar, junto a una pileta, con Nintendo Switch las fronteras invisibles pero ubicuas entre fantasía y realidad, entre espacio privado y espacio público, se disuelven en un vasto continuo uniforme cuyo control puede estar en tus manos. Frente a las repetidas alarmas sobre nuestra dependencia de la tecnología y sus efectos de aislamiento social y pérdida de relaciones personales y contra esas imágenes tan denostadas por los psicólogos y los pedagogos de habitaciones llenas de gente separada pese a la proximidad física y en las que todos miran sus pantallas pero nadie mira a nadie, Nintendo apuesta con este Switch por una modalidad de juego que puede compartirse en todas partes y con todos tanto como disfrutarse a solas, según lo desees: también las fronteras que oponen tradicionalmente soledad y compañía se esfuman en el trailer.
ESTEREOTIPOS DE CLASE
¿Se dirigen estas imágenes a los verdaderos gamers? ¿Los reflejan? Como me dijo un amigo –el mismo, precisamente, que vino a casa el jueves de la semana pasada con la novedad de que hacía unas horas acababa de aparecer el tráiler de Nintendo Switch–, «Si puedo llevar mi Nintendo a todos lados, ¿para qué quiero jugar con nadie? Justamente para eso es que tengo mi Nintendo; justamente de eso se trata: “shu” contacto humano, “shu”». La vagamente santurrona, meliflua impresión de moralismo que me causó el tráiler de Nintendo Switch (lo entendí al escuchar a mi amigo decir eso), se debía en parte a toda esa exhibición de jugadores sociales y sociables que parecería un intento de «limpiar» de su clásica «mala prensa» la –por demás digna– imagen del gamer huraño presentándolo como alguien sonriente, que socializa con su Nintendo, que sale incluso de su encierro, que conoce atractivas usuarias de Nintendo Switch en los aeropuertos y que es, en suma, un «winner» del que nadie se mofa –por el contrario, todos se prenden, fascinados, como jugadores o espectadores, si saca su Nintendo Switch– porque lleve su videojuego a un bar o a una fiesta.
Otra peculiaridad del tráiler es que no aparece en él un solo niño: los videojuegos (nos dice con esta ausencia la misma voz moralista) son cosa de adultos, nadie es «infantil» por jugarlos y los puedes disfrutar, en consecuencia, sin dejar por ello de ser «maduro» y «exitoso». Por supuesto que, en efecto, los videojuegos son (también) cosa de adultos; los que se iniciaron en ellos en la década de 1980 o 1990 han crecido y hoy tienen más dinero y, con frecuencia, las mismas ganas de seguir jugando. Solo que, si no hay niños en el tráiler, no hay tampoco gamers mayores de treinta; solo aparecen adultos de veintitantos: en otros términos, los gamers de treinta, cuarenta o más años están invisibilizados. Y otra rareza: tampoco hay familias; nadie tiene hijos, por ejemplo.
Pero si no hay grupos familiares, sí abundan, en cambio, los signos de estatus: Nintendo Switch es para hipsters, nos dice a gritos este tráiler que refuerza claramente los más discriminatorios estereotipos de clase: los usuarios de Nintendo Switch son adultos responsables y moralmente decentes (cuidan a su perro), y laboralmente exitosos (viven en superdepartamentos).
Dejando aparte lo fundado de las razones de los amantes de las consolas para amarlas (y lo razonable de los motivos del usuario habitual de dispositivos móviles para encontrarlos suficientemente cómodos), ¿refleja el tráiler de Nintendo Switch un cambio social, o un cambio en las percepciones o aspiraciones sociales? La empresa busca, probablemente, capturar nuevos targets con este video de tres minutos y medio, y, en esa medida, reflejará en él, y en el resto de su publicidad, las percepciones o aspiraciones correspondientes a ellos. Pero no los de los verdaderos gamers.
EL LINAJE DEL GAMER
Las relaciones entre los cambios tecnológicos y culturales son fascinantes. Por poner un ejemplo conocido, entre el siglo XIV y el XVIII nuevas tecnologías agrícolas en Europa generaron excedentes que podían comerciarse; otras hicieron posible navegar por el mundo, buscar más recursos, explotar más mercados; un calendario fiable permitió organizar el comercio; la imprenta, con comunicaciones de más alcance, trajo la posibilidad de coordinar actividades mercantiles, y el motor de vapor, la de prescindir de corrientes y vientos y de energía humana y animal. A comienzos de la era moderna, la economía vigente –basada en el intercambio a pequeña escala, la agricultura de subsistencia y los deberes feudales– no pudo asimilar el cambio resultante de todas estas nuevas tecnologías juntas, y el sistema feudal de obligaciones empezó a ceder el paso a un mercado más abierto. Hoy, con grandes cambios tecnológicos, nosotros también vivimos tiempos de metamorfosis en todo, en el trabajo, las relaciones, los valores, la cultura, la vida en su conjunto. Y nuevas figuras históricas enriquecen el paisaje contemporáneo. Una de ellas, me permito afirmar, es la del gamer.
El linaje del gamer actual es tan antiguo como el hombre, y quizá más antiguo todavía, pues también otros animales juegan (elucidar si el juego propiamente humano es un fenómeno sustancialmente distinto del juego en otras especies, o no, sería tema de otro artículo). El gamer es una especie particular de jugador, un jugador de videojuegos: un videojugador. Lo llamaremos, no obstante, gamer en este artículo por comodidad, ya que es un término de todos conocido, y su sentido también. Como es sabido, en el universo del videojuego el gamer sigue otros valores, cumple otros deseos, vive otra vida, paralela e independiente de la sociedad y de sus normas –como escribe Roger Caillois en Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo (1958), el juego sigue una «serie de convenciones que suspenden las leyes ordinarias e instauran momentáneamente una nueva legislación, que es la única que cuenta»–. Esa independencia, esa temporal suspensión de las normas sociales, le permite expandirse más allá de las limitaciones que estas implican, e incluso –de nuevo, dice Caillois: «El sujeto olvida, disfraza pasajeramente su personalidad para fingir otra»–, de las limitaciones de su identidad corriente y pública.
LA GRANDEZA DEL JUEGO
En una de sus obras más leídas, Homo Ludens (1938) –título que alude al término introducido por Carl von Linné en 1758, Homo Sapiens, y al teorizado, si bien no inventado, por Marx de Homo Faber (y aun, si se quiere, al de John Stuart Mill de Homo Economicus)–, el gran historiador holandés Johan Huizinga piensa el juego como matriz de la cultura («la cultura humana», escribe, «brota del juego –como juego– y en él se desarrolla»). Pero jugar es también entrar a un reino hecho tanto de fantasía cuanto de disciplina, un territorio liberado y con su propio tiempo y su propio espacio, al que se puede volver cuantas veces se quiera siempre que se cumplan ciertas condiciones («En cuanto se quiebran las reglas, se deshace el mundo del juego», dice Huizinga) y de cuyo orden absoluto y soberano emana una «perfección provisional y limitada».
(La cara oscura de esa soberanía del juego, su capacidad de colonizar la vida es, dicho sea de paso, el tema de la popular película de 1997 The Game, de David Fincher, en la que el personaje de Nicholas van Orton recibe como regalo de cumpleaños de Conrad, su hermano, un juego que en realidad es una trampa hecha a su medida.)
Y todo este riguroso, alegre, implacable –trágico, en suma– universo se sostiene enteramente en el deseo. En el deseo insaciable de jugar, y de seguir jugando, de subir de nivel, de pasar otra puerta, de asumir nuevos riesgos con cada etapa superada, de dejar atrás incesantemente lo ya conocido y dominado para adentrarse en lo incógnito y aún sin domesticar. Sin deseo, nada de esto existiría; sin deseo de jugar (que es el deseo más puro, del cual las apuestas son accidentes, y no sustancia; deseo sin por qué, deseo porque sí, deseo soberano), el mundo paralelo del juego se desvanecería.
Y mientras existe el deseo, el juego puede absorberlo y consumirlo todo. Los extremos de esta pasión perfecta, absoluta, sin sentido fuera de sí misma, están descritos, bien sabido es, por el genio ludópata de Dostoievsky en El jugador (1866). El juego salva, y el juego pierde; el juego permite regresar a la vida ordinaria, o aleja de ella y enloquece. Ahí está la grandeza del juego, su amenaza. Su belleza, en rigor; su tremenda seriedad. En su peligro siempre latente, por el cual escribe Huizinga: «cualquier juego puede absorber por completo, en cualquier momento, al jugador».
Las estrategias mercadotécnicas de la industria que coinciden actualmente en presentar muchos de sus bienes y servicios, con frecuencia lúdicos, bajo el imperativo de encontrar placer, diversión y «experiencias valiosas» en todos los aspectos de la existencia (y bajo el peso de los estigmas en caso de no encontrarlos: el «fracaso», la no «realización», la «inautenticidad», etcétera, etcétera), no tienen nada que ver con esto.
Sí con el tráiler de Nintendo Switch. Un tráiler que, a su vez, nada tiene que ver con el verdadero gamer.
EL JUGADOR DE OCASIÓN
Pero ¿qué es un verdadero gamer? Comencemos por ver qué no es.
El gamer –el verdadero gamer– no es el jugador ocasional que prueba consolas o juega en reuniones o en línea sin ser realmente muy conocedor ni llegar a involucrarse demasiado con los personajes del juego ni con sus historias. No, el gamer no es ese jugador cuyo interés es pasajero y que tiende a dejarse convencer por el mercadeo de novedades y a fijarse más en los aspectos visuales, de sonido o de relato que, con perdón por el atroz neologismo, por la «jugabilidad». No, no es ese tipo de jugador, conocido por su sociabilidad en los juegos que prefiere tanto como fuera de ellos, y que no corre peligro de llevar el juego a su vida, salvo cuando lo comparte con sus amigos. No, ese no es el gamer. La descripción física y vital que Roman Gubern hace del hacker en El Eros electrónico recuerda el más denigrante y jocoso estereotipo del gamer, entendido prejuiciosamente como un neohumano biológicamente adaptado al hábitat informático; dice (absurdamente, pero no importa) Gubern: «Suelen llevar gafas, por su gran dependencia de la pantalla; son pálidos, por la falta de sol motivada por su reclusión, y obesos, por su asidua ingestión de fast food y falta de ejercicio físico». Si bien el gamer no necesariamente corresponde a esa caricatura (preferible, sin embargo –aclaremos esto–, por desfavorable que sea, a los espantosos y radiantes «ideales» humanos que nos presenta el tráiler de Nintendo Switch), ni a la similar, pero más memorable, que vimos en algún episodio de South Park (Trey Parker y Matt Stone, 1997), y ni siquiera a la amable versión de The Big Bang Theory (Chuck Lorre y Bill Prady, 2007) –una serie que ha sabido recoger, por otra parte, bastante bien (y de forma halagüeña) el lenguaje y los intereses de los verdaderos gamers–, sí dista de la frivolidad de ese jugador de ocasión.
TRUE GAMERS
El verdadero gamer no juega para relajarse y así seguir trabajando, cumplir sus funciones sociales, volver a su vida real: el verdadero gamer trabaja para comprar más juegos y más tiempo de juegos, para defender su castillo solitario y soberano, su espacio ritual y sagrado de libertad, para pagar la luz y el internet y poder seguir jugando. El verdadero gamer no vuelve más relajado y funcional a su «vida real» gracias al juego: el juego es lo real. No es un adorno, un complemento ni una distracción.
El verdadero gamer no abandona su naturaleza para disfrazarse de otro –del héroe o el monstruo que, según la interpretación usual, no puede ser en su gris, rutinaria y frustrante existencia– cuando juega: abandona su naturaleza y se disfraza de otro cuando no está jugando (ya dice, once again, Caillois que «nos disfrazamos y enmascaramos para los demás»: a solas, añado, pues, el gamer se saca la aburrida máscara pública). El héroe o el monstruo que reales que en verdad lo habitan son lo que a diario enmascara y oculta cuando se encuentra en medio de los demás, en las mil situaciones sociales de la vida normal.
Yo no soy gamer; por motivos que tal vez podrían interesar a un psiquiatra aficionado a lo truculento o a un guionista muy morboso de películas de terror, y que no vienen al caso en este artículo, he desertado vergonzantemente de esas filas luego de un par de temporales y agudos brotes de absorción extrema, pero conozco de algún modo esa experiencia y, sobre todo, conozco gamers, ellos sí, dignos de tal nombre. Mi gamer más querido no llevaría a un bar jamás un Nintendo Switch, como en el tráiler que circula desde la semana pasada; la razón me la dijo anoche, pero yo ya la sabía: «Jugar tiene sus rituales. Cuando el juego comienza, se apaga el mundo. La soledad del jugador es sagrada». Mucho antes, el primer verdadero gamer que conocí fue mi padre, un hombre cuyas responsabilidades profesionales muchos considerarían de la mayor seriedad, pero que, como toda persona realmente inteligente, se tomaba más en serio que ninguna otra cosa en este mundo sus pasiones, y que, a fuera de historiador y erudito, llegó a crear con el SimCity de Will Wright civilizaciones completas cuyo extraordinario nivel de complejidad y refinamiento hizo de ellas verdaderas obras de arte. Por supuesto, ni este músico insomne e inadaptado que me habló anoche de la sagrada soledad del jugador, ni, menos aún, mi padre, un viejo español anarquista que por capricho antiburgués gastaba boina de pueblerino en plena urbe, están reflejados (por fortuna) entre los risueños y angelicales hipsters del tráiler de Nintendo Switch. Porque el juego, señores, no es una banalidad hecha a medida para caretas trendy. El juego es una cosa seria. Es la más seria que existe.
Bibliografía
Roger Caillois: Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo. Trad. Jorge Ferreiro. México, Fondo de Cultura Económica, 1986, 331 pp.
Fedor Dostoievski: El jugador. Trad. J. López-Morillas. Madrid, Alianza Editorial, 1993, 180 pp.
Roman Gubern: El Eros electrónico. Madrid, Taurus, 2000, 225 pp.
Johan Huizinga: Homo ludens. Trad. Eugenio Imaz. Buenos Aires, Emecé Editores, 1957, 279 pp.
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