Fuegos de Octubre

Entre febrero y octubre de 1917 (según el calendario juliano; entre marzo y noviembre, según el gregoriano) tuvo lugar la revolución que derrocó a los Románov y puso fin al régimen zarista en Rusia. La historia pronto se volvió irónica con los que lucharon entonces por un mundo sin tiranos, policía ni burócratas, pero la pureza de ese deseo sigue viva.

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«De regreso a Oktubre desde Oktubre Sin un estandarte de mi parte Te prefiero igual Internacional»

Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, «Fuegos de Oktubre» (Oktubre, 1986).

Pushkin y los decembristas

Hoy es la víspera –según el calendario gregoriano– de un nuevo aniversario de la publicación del manifiesto de octubre de 1905 con el cual el zar Nicolás II contribuyó a hacer inevitable la revolución de 1917. 

Pero antes de eso, en el siglo anterior, el XIX, un audaz movimiento antizarista cuyo proyecto iba de la abolición de la servidumbre, en lo social, a la instauración de un gobierno constitucional, en lo político, salió a la luz –no desde las clases oprimidas, sino desde las privilegiadas– cuando, al morir el zar Alejandro I, cientos de miembros de la guardia imperial, los «decembristas», se manifestaron en torno a la estatua de Pedro I en favor del gran duque Constantino el 14 de diciembre de 1825.

No había acuerdo entre los decembristas (para unos lo primero eran la república y la constitución; para otros, el federalismo y la autonomía de Lituania, Polonia y Ucrania; para otros, la liberación de los siervos) y no tenían apoyo –ni lo habían buscado– fuera de sus círculos de militares y nobles. Es imposible no simpatizar con ellos y admirar su decisión, familiarizados como estamos con su espíritu vibrante que cruza las grandes novelas de Tolstoi, pese a que muchos criticarían después sus fines confusos, su intento de cambio «desde arriba», su mundo de privilegios aristocráticos compartido con el mismo gobierno al que atacaban.

A su final –juicios sumarios, destierros en Siberia, ejecuciones, cárcel, toda una generación diezmada– lo siguió el régimen brutal de Nicolás I, bajo el cual escribió Pushkin El jinete de bronce, un relato prohibido por la censura zarista –un relato acerca del cual ha escrito Marshall Berman que habla tanto de los decembristas como de las masas que los decembristas ignoraron– y cuyo héroe fantasea a solas una noche de invierno con suma sencillez: «¿Casarme yo? ¿Por qué no habría de hacerlo? / Me resultará duro, desde luego, / pero soy joven y salud me sobra, / listo para el trabajo noche y día. / Así voy preparando poco a poco / un refugio modesto y confortable / donde Parasha y yo descansaremos…».

El héroe de Pushkin parece al comienzo ajeno a la tristeza destructiva, desintegradora que agobia a los empleados de Gogol, de Dostoievski, de Chéjov, siempre temblando al pensar que alguien –un militar, un noble, un superior, un alto funcionario, un miembro cualquiera, en suma, de la clase social que gobernó Rusia hasta 1917– se pueda reír de sus zapatos gastados, de sus gabanes raídos, de sus almas rotas.

En años venideros, esas masas ignoradas, sofocadas durante tanto tiempo bajo los pesados capotes gogolianos, hundidas durante tanto tiempo en los oscuros subsuelos dostoievskianos, alzarán por fin la voz, y el mundo entero tendrá que escucharlas.

El Domingo Sangriento 

Se habla frecuentemente del «terror rojo» desde sectores contrarios al comunismo, que no suelen hablar del terror zarista (ni del capitalista), ni de lo que también Berman ha señalado como el más duradero aporte de Nicolás I a la historia de su país, una policía política que controlaba la vida bajo un régimen que no solo sofocó más de seiscientos levantamientos campesinos sino que los mantuvo casi todos en secreto para el resto del país y que condenó a muerte a miles de personas con juicios (como el de Dostoievski, indultado medio minuto antes de la ejecución) ocultos igualmente al conjunto de la población y sin siquiera una fachada de legalidad. Se desestiman también, desde otros sectores, las críticas al curso que siguieron los hechos desde que los bolcheviques tomaron el poder, y por desgracia hay que reconocer en esto una coherencia insidiosa que se remonta al menos, como hito visible, al despreciable aplastamiento de la Rebelión de Kronstadt.

A Nicolás I lo sucedió Alejandro II, que emancipó a los siervos por edicto en 1861, pese a lo cual pronto fue evidente que muchos seguían encadenados a sus señores y con menos tierras aún que antes, al tiempo que la mano de obra liberada en el campo abastecía la industria en desarrollo y el proletariado crecía en condiciones no menos deplorables que aquellas que la reforma había pensado aparentemente reparar. El 1 de septiembre de ese año de 1861 –relata, nuevamente, Marshall Berman– un jinete cruzó a toda velocidad la Nevski Prospekt arrojando a su paso un panfleto que decía, entre otras cosas: «Queremos un hombre del país que comprenda la vida del pueblo. No un emperador consagrado, sino un dirigente electo con un salario por sus servicios». Lo que ese panfleto, en otros términos, decía era que, derogada la ley de servidumbre, imperaba aún la realidad de las castas.

Así, con nuevas condiciones de inequidad establecidas a lo largo de las siguientes décadas, el domingo 5 de diciembre de 1905, encabezados por el capellán de la Siderúrgica Putilov y organizador de la Asamblea de Obreros Fabriles de San Petersburgo, el pope Gapon, que había suplicado al zar que los escuchara, más de cien mil obreros, hombres, mujeres, niños, todos desarmados, marcharon al Palacio de Invierno con una petición escrita: jornada laboral de ocho horas, salario mínimo de un rublo diario, abolición de las horas extraordinarias obligatorias y sin pago.

No llegaron a leerla al zar, que, con su familia, había dejado apresuradamente la ciudad dejando la situación a cargo de sus oficiales. Bajo la nevada, llevando iconos, los trabajadores fueron cantando himnos religiosos en su esperanza de recibir justicia de su «padrecito el zar». Les habían tendido celadas en cada esquina, cuenta Víctor Serge; la tropa los ametralló, los cosacos cargaron sobre ellos, veinte mil hombres los rodearon y abrieron fuego. Nunca se supo el número exacto de muertos; se habló de miles, se admitieron cientos, pero hubo sobrevivientes. Uno de ellos se llamaba León Trotsky.

Cuando los gritos cambiaron 

Otro sobreviviente del Domingo Sangriento fue el propio pope Gapon, personaje ambiguo que, en un gesto, no obstante, de cierta belleza excomulgó al zar desde el exilio. Otro fue el anarquista ucraniano Néstor Majno, un opositor al centralismo estatal que, algo después de caer el telón del feliz y perfecto primer acto de la revolución de 1917, terminaría por imponerse. Trotsky fue uno de los impulsores del primer Soviet, quizá el más coherente modelo surgido en el siglo XX de lo que podría ser una democracia directa. Un consejo con un representante por cada quinientos trabajadores. Pero esta no fue, como al cabo queda claro, una historia de coherencia, pese a cuanto en sus orígenes hubo de auspicioso («la dictadura del partido –escribiría en vano a Lenin, ya en el poder, el príncipe Kropotkin sin ser escuchado– es indudablemente nefasta… La abundancia de la gente del “partido” y su cacicazgo… han destruido la influencia y la fuerza creativa de los soviets»).

Después de la masacre, ese año de 1905 millones de obreros hicieron huelgas, millones de campesinos ocuparon tierras, millones de soldados y marineros se amotinaron: fue el año del motín del acorazado Potemkin, sobre el cual Serguei Eisenstein, dos décadas después, haría una película imponente que cambió la historia del cine –que no deja de cambiarla– con su arrolladora energía visual en movimiento, con su violencia y su vértigo. 

Cuando el octubre de la gran huelga panrusa llegó, el ejército no aplastó los levantamientos en todo el país porque Nicolás II sabía incierto que los soldados pudieran reducir a cien millones de personas y dudoso que fuesen a obedecer órdenes tales. Prometió entonces el zar, en el Manifiesto de Octubre mencionado al principio, libertad de expresión, libertad de reunión, sufragio universal, una asamblea representativa en el gobierno... El tiempo que les llevó a los rusos descubrir que esas promesas eran falsas fue tiempo ganado y aprovechado para sofocar la insurrección.

Sin embargo, «hubo un cambio profundo en el pensamiento y el sentimiento», escribiría también el príncipe Kropotkin sobre ese preludio de la revolución de 1917. Campesinos, obreros, oficinistas, pequeños comerciantes «no eran tan sumisos a cualquier oficial de policía rural como antes. Nuevas ideas, deseos y esperanzas y, por sobre todo, un nuevo interés en la vida pública» habían surgido ese año de 1905.

Cuando la Primera Guerra Mundial estalló en 1914, el zarismo apeló a los «bajos instintos del nacionalismo y el patrioterismo», cuenta el anarquista Volin, para arrear a las masas «al matadero» y olvidar «los verdaderos, graves problemas», pero en 1917 la miseria era tal que faltaban carbón, ropa, carne, azúcar, pan mientras el zarismo, «a guisa de remedio, recurría, como siempre, a la represión, a la violencia», de modo que «la imposibilidad de continuar la guerra, el hambre y la estupidez del Zar hicieron estallar la revolución».

Octubre es el mes que suele asociarse a la revolución de 1917; curiosamente, fue el mes en el que tomaron el poder los bolcheviques, cuyo gobierno sustituyó el calendario juliano por el gregoriano, según el cual los hechos de octubre ocurrieron en noviembre.

La revolución comenzó antes. En febrero, prosigue Volin, hombres, mujeres y niños se lanzaron a las calles de Petrogrado (antes, San Petersburgo). «¡Pan! ¡Pan! ¡No tenemos qué comer! ¡Que nos alimenten o nos fusilen!», gritaban los manifestantes. El gobierno envió contra ellos destacamentos de policías, cosacos, tropas a caballo y a pie, pero no se amedrentaron, y cuando el zar decretó la disolución de la Duma, los gritos al fin cambiaron de alcance y de sentido: «¡Abajo el zar! ¡Abajo la guerra! ¡Viva la Revolución!» 

Magistra vitae 

El 27 de febrero de ese año de 1917 regimientos de soldados amotinados salieron armados de sus cuarteles. Mucha gente se concentró en la plaza Znamenskaya y los alrededores de la estación Nicolayevski. Fueron enviados allí dos regimientos de caballería de la Guardia Imperial y destacamentos de policías a caballo y a pie, pero cuando el oficial de policía dio la orden de cargar contra la gente, el oficial al mando de los regimientos de la Guardia levantó su sable y, en vez de secundarlo, lo que gritó fue: «¡A la carga! ¡Contra la policía!» 

Las fuerzas policiales fueron derribadas. Rodeados por la multitud, los guardias imperiales marcharon al Palacio Tauride, donde la Duma sesionaba, y se pusieron a su disposición. Se sublevaron los regimientos de la guarnición de Petrogrado y alrededores. La población era libre. Un gobierno provisorio fue aclamado. Tropas traídas desde el frente por orden del zar para someter a la capital rebelde no llegaron a su destino porque los ferroviarios se negaron a transportarlas y porque los soldados mismos, sublevados, se sumaron a la revolución. Por último, el tren en el que iba el propio zar dio marcha atrás y lo llevó a Pskov, donde lo esperaban delegados de la Duma y militares plegados a la revolución.

Nicolás II firmó su abdicación, por sí mismo y por su hijo Alexéi. El zarismo había caído. Era el final perfecto y feliz del primer acto de una obra larga y compleja que aún no ha sido escrita en detalle.

Pasaron los años y, mientras el nuevo estado traicionaba cada vez más los principios y los propósitos de lo que fuera la revuelta contra la opresión, entre el siniestro exterminio de la vieja guardia revolucionaria y el ascenso de la burocracia, sombras desesperadas –Mandelstam enterrado en vida y luego muerto por sus versos contra Stalin, enterrada la oposición en el descrédito, enterrados en el olvido los manuscritos de Víctor Serge que confiscó la censura, muertos y enterrados por los planes estatales de colectivización de la tierra millones de campesinos, enterrado Kropotkin con sus intentos vanos de que Lenin dejara de «empujar la revolución por un camino que la llevará a la ruina»…–, como en los viejos días del zarismo (cuando, bajo Nicolás I, «en nuestras casas estamos como acuartelados, en la familia somos extranjeros, en las ciudades parecemos nómadas», escribía Chaadaiev), regresaron al subsuelo.

Suele decirse que la revolución de octubre de 1917 supuso un giro político de gran parte de los intelectuales del mundo a la izquierda, y que la caída de la Unión Soviética en 1991 tuvo el efecto contrario. A cien años de la primera y más de veinte de la segunda, es claro que la idealización acrítica de ese proceso nunca fue honesta ni revolucionaria, ni puede serlo, como también es claro que resulta cuando menos superficial decir que nada hay que celebrar en él. A costa de traiciones y fracasos enseña la «magistra vitae», que diría Cicerón, cuánto futuro encierra el pasado, cómo generaciones enteras aprenden a perder el miedo a la autoridad y a medirse con sus opresores. No son cambios irrelevantes, ni dejan de ser un triunfo. Con todo lo que en esta historia se traicionó, y con todo lo que en ella habrá por siempre de imperdonable, la revuelta contra el poder nos sigue recordando una lucidez perdida, la toma de consciencia de la necesidad de apropiarse del proceso mundial de las transformaciones económicas y sociales en nombre de la humanidad, de convertir sus energías caóticas en formas nuevas de libertad, de dignidad, de belleza, de congregar lo disperso del tiempo desbocado en torno a principios puros de solidaridad y de justicia, de ser por fin sujetos, y no meros objetos, de la historia.

Obras citadas 

Marshall Berman: Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Madrid, Siglo XXI, 1988, 214 pp.

Piotr Kropotkin: The Terror in Russia. An Appeal to the British Nation, Londres, Methuen & Co., 1909, pp. 2-8.

––––Cartas a Lenin (en: Natalia Mijailevna, «Humanismo y espíritu revolucionario en Kropotkin», Revista Polémica, nº 52-53, junio de 1993).

Volin (Vsévolod Mijáilovich Eichenbaum): La revolución desconocida, México, Gato Negro, 2007, 210 pp.

Víctor Serge (Víctor Lvóvich Kibálchich): El año I de la revolución rusa, Madrid, Siglo XXI, Colección Historia, 1972, 447 pp.

Aleksandr Pushkin: El jinete de bronce, Madrid, Hiperión, 2001, 99 pp.

montserrat.alvarez@abc.com.py 

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