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TIEMPOS DE MUERTE Y ROMANCE
En nuestro país, la vida nocturna fue intensa desde el siglo XIX a pesar de la inestabilidad política constante, de la epidemia de fiebre amarilla de principios del siglo XX y de esa terrible pandemia de 1918 conocida como la «gripe española», durante la cual el párroco de la iglesia de La Recoleta tuvo que suspender el toque de dobles de los entierros porque su frecuencia aterraba a los vecinos, hubo que expandir el camposanto de La Recoleta hasta un «limón-ty» donado por su dueño, el padre Castelvi, para satisfacer las fúnebres necesidades del momento, y el lenguaje popular respondía a las preguntas por personas a las que no se veía por sus lugares habituales con un «Oime ohóma pa’i Castel quíntape» o un «Oñeñotýma limón týpe», según sus destinos en una u otra zona de la necrópolis.
Era una época de muertes violentas, como el parricidio perpetrado por Gastón Gadín, el último fusilado conforme a las letras entonces vigentes en el primer código paraguayo, de autoría del doctor Teodosio González.
Y era una época romántica, en la cual las disputas amorosas podían terminar en cruces de cuchillos, y en la cual la difusión de armas de fuego por los avatares políticos permitía el artero «guasu apî», forma de alevosía con que en la cátedra se ilustraba la distinción entre el «aguato», disimulo del ataque (nuestro caso), y el «proditorio», disimulo de la intención, como en la muerte, en el antiguo Derecho Romano, del emperador Julio Cesar, cuyos ejecutores se le acercaron entre vítores para revelar al fin los puñales ocultos bajo las togas.
MEMORIAS DE VIVOS Y MUERTOS
Las muertes trágicas siempre han fascinado a los seres humanos, y en los lugares que en vida frecuentaban las víctimas la imaginación popular veía «póra» y escuchaba gemidos de almas en pena. Unos conocidos míos de Caaguazú recordaban que, en una oscura picada que llevaba a Ajos (hoy, Coronel Oviedo) se escuchaban lamentos por las noches, y que en una ocasión un viajero fue golpeado por un ahorcado y tuvo que perseguir, hasta alcanzarlo dos leguas más allá, a su caballo, que, encabritado por el roce del cadáver, lo había derribado.
Mi familia paterna fue vecina durante mucho tiempo del cementerio de La Recoleta. Su casa salía a la entonces avenida Colombia, al lado del actual Club Centenario, y al punto de la avenida España en que hoy se alza la escuela República del Perú. En el vecindario había historias de «movimientos», como se llamaba a esos fenómenos a veces relacionados con tesoros escondidos durante la Guerra de la Triple Alianza, la «plata yvyguy».
La avenida Colombia era en aquel entonces muy oscura. Mi padre contaba el caso de un conjunto de músicos que cierta medianoche, luego de haber tocado en una boda, caminaba por dicha ruta rumbo al centro mientras templaba los instrumentos y ensayaba canciones de moda. Cerca del necrosario recoletano, los músicos entonaron una que se llamaba «Magdalena», y que decía:
–¡Ay Magdalena, anivéna che quebrantá!
Y entonces, de los alrededores de la iglesia, surgió de pronto una mujer todo de blanco, que les contestó, con voz ronca:
–¡Mba’éicha piko roquebrantá!
La estampida no se detuvo hasta el viejo Hotel Rassmussen, en la punta de una loma a cuyo lado actualmente cruza la avenida General Santos, y donde se levanta hoy el Comando en Jefe de la Fuerzas Armadas.
Y un amigo de mi padre nos contó, con lágrimas en los ojos, que en su juventud había tenido amistad con una joven estudiante de la Escuela Normal, y que la fogosidad de sus relaciones había dado lugar a un no deseado embarazo, lo que provocó un alejamiento entre ambos. Pero una noche, cuando nuestro amigo volvía a su casa, súbitamente la damita en cuestión, con su uniforme de normalista, salió de las sombras de un zaguán, y le dijo:
–¡Mucho te llamé, y no viniste…!
Él, sorprendido, intentó contestarle y le tendió la mano, pero la figura desapareció. Al día siguiente, se enteró de que la joven, en un parto complicado, había fallecido en la Cruz Roja la noche anterior.
HISTORIAS DE LA CALLE COLOMBIA
Allá por 1931, mis padres vivían en la morada en la que yo nacería, en la avenida Colombia, al lado de la conocida Casa Argentina. Un gran árbol de yvapovõ oscurecía el patio. Eran jóvenes, y tenían una rica vida social de visitas mutuas con amigos y matrimonios de su edad.
A pocas cuadras vivía una simpática pareja; la esposa destacaba por su belleza y simpatía, y por discreción, aunque ya no vivan, les daré nombres ficticios: José y Julia, amigos muy queridos de mis padres.
Una noche en que el frío y la llovizna invitaban al pronto descanso, mi madre, en la dulce espera de mi nacimiento, tuvo una pesadilla y despertó a mi padre diciéndole:
–Afuera hay un hombre que se está subiendo al yvapovó.
Mi padre la tranquilizó y le dijo que estaba soñando, pero, al insistir ella, él, munido de una linterna, abrió la puerta, iluminó el árbol y le dijo:
–¿Ves? No hay nada.
En ese instante resonaron dos cercanas detonaciones de arma de fuego, lo que les llamó la atención, pero no les pareció preocupante.
Al día siguiente, supieron, por los periódicos y las precarias radioemisoras de la época, que en casa de José y Julia, a medianoche, se había sentido un movimiento en el patio, en el que también se alzaba un árbol frondoso, en cuya copa se divisó una silueta humana a la cual don José intimó a bajar, y a la cual, viendo que no bajaba, no vaciló en dispararle dos tiros. Se había desplomado entonces un joven argentino residente en Asunción que frecuentaba la amistad del grupo.
Por discreción y cariño, mis padres nunca indagaron con sus amigos lo que pasó. Meses después, José y Julia vendieron la casa y se mudaron. Las malas lenguas dicen que habían visto fenómenos extraños en el patio y luces entre las ramas del árbol casi cada noche. Pero nuestra ciudad era pequeña, todos se conocían y el aprecio del que gozaba la pareja sumió en el olvido el trágico suceso.
SOMBRAS DE LA GUERRA GRANDE
En Puerto Rosario, un empleado nuestro un día me informó que la gente que llevaba sus vacas a pastar allí contaba que en un bosquecillo de «juasy’y» había un «entierro», como se llama popularmente al sitio donde se cree que alguien, huyendo de las fuerzas invasoras en la guerra, ha ocultado sus bienes de la rapiña del enemigo con la esperanza de volver algún día a rescatarlos.
(Hacia el fin de la «Guerra Grande», las tropas brasileñas acamparon en Villa del Rosario, donde las encontró la noticia de la muerte del Mariscal López. El Conde D’Eu, comandante de las fuerzas del Imperio, se tomó ahí una foto, que yo tenía y que inserté en la tapa de un librito que habla de las historias del lugar.)
Movido por la curiosidad, invité a nuestro empleado a ir una siesta de verano a la zona del «entierro». Allá fuimos, con dos palas, un pico y dos personales más, tan temerosos y tan curiosos como toda la gente del lugar.
En medio del montecito se alzaba un árbol cuya especie no retengo, y que podría ser el hito que marcaba el lugar de los bienes ocultos. Uno de los nuestros dio un fuerte golpe de pico al pie del árbol y los demás nos aproximamos con las palas para colaborar. Entonces los caballos, atados cerca, a unos árboles, se agitaron, y mientras uno de nosotros iba a ver qué ocurría comenzaron a resonar fuertes cloqueos de gallinas y piar de pollitos, señal, según mis acompañantes, de que se iba a desatar un maleficio, porque buscar tesoros ocultos llama a los malos espíritus. De más está decir que, intentando aplacar a los caballos, nos montamos en ellos y que, para utilizar la terminología militar rioplatense al uso en estos casos, «nos replegamos ordenadamente sobre nuestras bases».
FÚTBOL Y ESPECTROS
Sorpresivamente, cuando estas historias empezaban a diluirse en mi memoria, los medios de prensa difundieron un hecho ocurrido en el estadio de Racing Club, en el barrio de Avellaneda, en Buenos Aires. Racing disputaba un último encuentro que lo podía llevar al campeonato, pero el match no le daba muchas posibilidades y los albicelestes recurrían tanto a oraciones como a payeserías en pos de la ventaja precisa para ganar el campeonato.
El partido le estaba siendo adverso al dueño de casa cuando dentro del campo, cerca de las alambradas, apareció una figura que los hinchas más antiguos reconocieron como la sombra de un antológico jugador fallecido muchos años antes. La sombra caminó un largo de la cancha y las cosas mejoraron tanto que Racing venció en el cotejo y fue campeón.
Y hablando de fútbol, cuando empezaba a agotarse mi repertorio de hechos esotéricos, en un medio de poca tirada leí un reportaje al locuaz ex arquero de nuestra selección, José Luis Chilavert, «El Chila», que contaba que en un viaje con amigos a Ciudad del Este, al pasar San Lorenzo, acuciado por la necesidad de cumplir con lo que los españoles llaman «aguas menores», paró el auto y miccionó cerca de un pequeño nicho que indicaba que allí había ocurrido algún accidente fatal. Uno de sus amigos le dijo que una niña fallecida en ese lugar se les había aparecido, con pollera escolar y remera de las llamadas musculosas, a varias personas, con las que tenía tristes diálogos sobre el accidente. Pese a ello, respondiendo que él no veía niña alguna, Chila concluyó sus menesteres fisiológicos y volvió a su vehículo.
Pero al tratar de entrar, la puerta se cerró y le aplastó los dedos; Chila pidió auxilio y que le pusieran hielo en la mano. En el acto, todos los presentes relacionaron esto con su descortesía al evacuar el agua de su vejiga en el lugar santificado por el deceso de la niña. Chilavert, apenado, mandó hacer un nuevo nicho en el lugar del accidente.
FANTASMAS ERAN LOS DE ANTES
De muchas cosas raras me enteré en algunos puntos del país y en algún pueblo del interior de España donde habían caído o sido enterradas víctimas de la guerra civil.
En Buenos Aires, un taxista, una noche de lluvia, cerca del Cementerio de la Recoleta, vio a una joven requiriendo sus servicios. Se detuvo y la alzó; la pasajera, vestida con un piloto, por entonces moderna prenda, le dio una dirección a la cual la condujo, pagó el importe del viaje y entró en la casa. Cuando otro pasajero subió al coche, le llamó la atención ver un piloto de mujer en el asiento trasero. El honesto conductor, a la mañana siguiente, fue a la casa a la que había llevado a la señorita y tocó el timbre. Le abrió una señora que escuchó lo que contaba mientras le tendía el piloto y que, sorprendida, le pidió que describiera a la pasajera. El taxista lo hizo, y ella, entre lágrimas, le dijo:
–En verdad es nuestra hija, y reconozco su piloto, pero ella falleció hace seis meses.
O bien esto se repitió en nuestro país, o bien algunas personas de pocos escrúpulos se apoderaron del relato con ánimo de presumir de valientes.
De todos estos hechos han pasado al menos cincuenta años, y pareciera que la luz eléctrica y otros elementos modernos han desterrado a los fantasmas. Salvo quizás de la blanca «Casa de los Fantasmas», en Teniente Fariña y Parapití, que fue de don Óscar S. Netto y a cuyo lado en muchos paseos nocturnos hemos pasado con nerviosa curiosidad.
Por todo lo que he relatado pareciera que fantasmas eran los de antes, esos que sumían en otros tiempos a la gente en el terror, mientras que hoy los noctámbulos pueden caminar tranquilos por la ciudad. Pero, aun así, al pasar por cualquier lugar donde se diga que hay un tesoro escondido o una sombra sin paz, siempre será bueno recordar que las oraciones alivian el dolor de las almas en pena.
aencinamarin@hotmail.com