Evocación del compañero Félix de Guarania*

Los organizadores de la Feria del Libro de Asunción han querido que fuese yo quien le ponga inicio al homenaje del inolvidable compañero don Félix de Guarania.

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Sinceramente agradecí la impagable satisfacción que así me dispensaron, pues yo no tenía ni tengo más merecimiento que el haber sido su admirador temprano, luego compañero de mil caminos, y el haber tenido el privilegio de asistir al espectáculo de su vida majestuosa y de su magno eclipse en este
mundo.

Estuve allí, en aquel homenaje, desgranando recuerdos, ya que aquel monólogo no fue un estudio crítico, sino más bien una silueta, un perfil biográfico hecho de anécdotas, ante todo por mi resistencia a oficiar de juez de sus obras, actitud que me ha llevado a no comentar o prologar —pese a nuestra larga relación de trabajo— sus más de sesenta libros editados, salvo en uno o dos casos.

Como dije —por el amor al karai guasu que fue don Félix, por nuestra amistad de más de veinte años sin paréntesis—, estuve allí alzando la hostia de una misa laica en la comunión de su memoria, con mi único mérito pequeño de la veracidad, que es, por cierto, mi único mérito de ciudadano e intelectual.

En aquel homenaje casi no hablamos del hombre. Después de todo, ¿quién no conoce la biografía de don Félix? Desde su adolescencia, que transcurrió por Paraguarí, vino sembrando paraguayidad, cantando al sufrido pueblo, levantando el puño cerrado contra las pesadas injusticias que golpeó y sigue golpeando a los más desposeídos, en especial a los de “tierra adentro”, a los guaranihablantes, quienes no solo sufrieron la marginación, sino los severos castigos físicos y psíquicos de parte de los funcionarios de la política cultural del Estado.

Don Félix había empezado con algunas pequeñas obras de teatros testimoniales. Pero pronto, los detractores de sus obras sobraron en la vieja oligarquía contaminada por rancios valores antinacionales y la detracción se encarnó en sañudas persecuciones. Vertiginosamente, hasta sus principales amigos y colaboradores, amantes o temerosos del poder, tomaron caminos diferentes, más fáciles, pero él, como Julio Correa, Campos Cervera, Gómez Serrato, José A. Flores y tantos otros, prefirió vivir entre la cárcel, el confinamiento y el exilio, antes que claudicar.

Yo era apenas un joven soñador cuando conocí a don Félix. Fue en el exilio, en casa del poeta Gilberto Ramírez Santacruz. Ellos estaban preparando un poemario colectivo que titularon Poemas desde lejos. En aquel material, don Félix, inmerecidamente, incluyó diez poemas míos. El libro fue presentado por don Félix a mediados de 1988 en un local céntrico de la capital porteña. Terminado el acto de la presentación del libro y de bautismo de los “poetas”, nos estrechó la mano a cada uno, subió a un taxi y se marchó envuelto en un aire de humildad franciscana. Nunca fue un maestro envanecido de su logro ni de su arte.

El maestro, no obstante a su dilatada carrera laboral, su capacidad creadora, su sensibilidad y su devoción al culto de la belleza, siempre careció de postura presuntuosa; nunca adoptó actitudes intelectualistas. A la inversa, siempre actuó con una humildad enaltecedora, con esa modestia incurable que engrandece a quien lo padece. Andaba por la vida con ejemplar austeridad, sin mirar desde arriba a nadie y sin inclinar tampoco la frente para esquivar la mirada de los presuntuosos.

Él, que escribió y publicó como 70 libros, un día, sintiendo tal vez su ocaso, me pidió que le escriba su historia. Lo miré atentamente y adiviné en sus ojos que sentía que le había llegado las horas crepusculares, esos momentos en que generalmente los hombres de talento creen que ya poseen la serenidad que favorece y alienta la meditación para la versión decantada de lo vivido. “Hi’â cheve chetujama, che rete sosó paité sapy’a. Che cane’ôma”, me dijo. Está por demás decir que de preferencia solo hablábamos en guaraní.

Me negué rotundamente. Le dije que lo veía muy joven para una “confesión de vida”. Desde aquella vez —su maravillosa esposa y sus hijas son testigos—, nunca más volví a ese santuario de la cultura que era su casa. Me aterrorizó la idea de convertirme en redactor de su testamento o, peor, de sus últimas confidencias y recriminaciones al mundo por tantas miserias e insensatez.

Ahora me arrepiento. Quién sabe si ese material no hubiera tenido el mérito de contribuir a iluminar el camino y a alentar a las generaciones de escritores venideros, para que avancen con pasos seguros, sin pagar el tributo que se cobra la falta de paradigma.

¡Y qué modelo de trabajador de la cultura fue don Félix! Era el intelectual puro. Y, como hombre, fue siempre como las aguas que corren límpidas y rumorosas desde la cumbre del cerro de Paraguarí, sin que las enturbie el cenagal. Sus cuentos y poemas tienen dulzuras de antiguas y silvestres mieles y están llenas de mensajes de color humano. Cantó no solo para expresar traumas mentales, sino para liberar la cultura eglógica que vive cautiva en el alma de su pueblo. Están llenas de amorosas melodías y de innombrables nostalgias, pero no de inútiles quejas. Don Félix no vivió para el ejercicio del desaliento ni el odio, nació para sembrar emociones humanizadoras en armonioso coloquio con las Gracias.

Hoy, a un año de su partida a la inmortalidad, ¿quién no lo ve o no se imagina verlo transitando en silencio las calles de su amada Lambaré, de Paraguarí y de la Asunción? Yendo y viniendo, suavemente, como lejos del mundanal ruido. Pero no fue un recluido como muchos creen, sí se mantenía alejado del tinglado bullanguero del escenario, de las peñas literarias y de los grandes eventos que llaman a los intelectuales. Vivía en la soledad de su refugio, elaborando nuevos materiales con qué llenar el vacío que amenazaba succionar a nuestra lengua autóctona. Algún día se sabrá y se le dará el reconocimiento a tantos esfuerzos del intelecto casi inhumano que desplegó en aquella conducta.

Entonces, ese tiempo solitario de trabajo silencioso regresará hecho sol y sus rayos alegrarán profundamente el alma de sus verdaderos amigos y de su amado pueblo. Pues esa, y no mucho más que esa, es la quimera del verdadero artista popular. Y es la única inmortalidad posible para los humanos. Pues los auténticos artistas como don Félix nunca mueren, no tienen ocasos ni envejecen jamás; mientras sus poemas y personajes contacten con ciertas almas sensibles, siguen eternamente jóvenes transitando y ganando nuevas vivencias por el sendero de los sentimientos.

Sus amigos y amigas, quienes valoramos la belleza de sus creaciones y quienes reclamábamos a diario el calor de su compañía, nos sentimos desconsolados aún y no podemos menos que pedir al cielo que sea amable con él; y a él, que nos mira y nos escucha desde el mítico Ambá, decirle de todo corazón: gracias maestro por tu ejemplo de vida. Te extrañamos.

(*) Félix de Guarania nació en Paraguarí, el 20 de noviembre de 1924, y falleció el 14 de marzo de 2011. Su nombre verdadero: Félix Giménez Gómez. Docente de lengua guaraní y poeta bilingüe. A lo largo de toda su vida fundó varias instituciones promotoras y difusoras del guaraní, entre ellas, el Instituto de Lingüística Guaraní del Paraguay junto al Dr. Reinaldo Julián Decoud Larrosa. También fundó el Centro Paraguayo de Investigaciones Lingüísticas, más conocido como Cepail. Recorrió todo el Paraguay y vivió en varios países del mundo, particularmente en Europa.

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