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Por extraño que esto suene, en el impulso y en el desarrollo inicial de los acontecimientos revolucionarios de 1917 no tuvieron parte los partidos revolucionarios. E. H. Carr es el que mejor ha definido, en La Revolución Bolchevique, este proceso:
«La Revolución de Febrero de 1917 que derribó a la dinastía de los Romanov fue la explosión espontánea del descontento de una multitud exasperada por las privaciones impuestas por la guerra y por la patente disparidad en la distribución de las cargas sociales. La revolución fue saludada con júbilo y aprovechada por gran parte de la burguesía y de la clase de los funcionarios estatales, que ya no creían en la bondad de la autocracia como forma de Gobierno y que, sobre todo, no tenían ningún respeto por el zar y sus consejeros; y fue de este sector de la población que salió el primer Gobierno provisional. Los partidos revolucionarios no tuvieron parte alguna en el desarrollo de la Revolución. En realidad, estos no la esperaban, y al principio les dejó un tanto perplejos».
En medio de los sucesos desatados, el general Alekseyev, jefe del Estado Mayor, pide desde Pskov a todos los comandantes del frente –que aceptan por unanimidad– su colaboración para lograr que Nicolás II abdique. El zar abdica el 2 de marzo en el zarévich, su hijo Alexei, bajo la regencia del gran duque Miguel. La resolución no podía ser menos acertada. Alexei padece hemofilia, que le impide desenvolverse normalmente. Salen de Petrogrado a entrevistarse con el zar dos delegados del Comité Provisional de la Duma. Guchkov y el monárquico Shliuguin son los encargados de recibir el acta de abdicación. Al llegar, se encuentran con la sorpresa de que el zar ha cambiado de opinión y abdicado en su hermano, el gran duque Miguel. También se enteran del decreto de nombramiento del gran duque Nicolás como comandante supremo del ejército y de la designación del príncipe Lvov como primer ministro. Con estos despachos y el acta de abdicación regresan a Petrogrado. A las 3 de la tarde del 2 de marzo las nuevas son anunciadas a la nación.
Miguel no es aceptado por la mayoría. Rodzianko y Lvov lo persuaden de que renuncie, a lo que no presenta objeciones y da, por el contrario, su parecer: que el futuro político tiene que decidirlo una asamblea constituyente: monarquía o república. Es el fin de tres centurias del imperio de la dinastía de los Romanov.
El Gobierno Provisional dura solo seis meses, de febrero (marzo) a octubre (noviembre) de 1917. Seguramente su más grave error es persistir en una guerra que es una farsa; soldados y oficiales, sin saber por quién ni por qué, mueren por miles, y las deserciones son masivas e incontrolables. Esto y los conflictos sociales impiden el ejercicio de la autoridad y llevan a un vacío de poder. No se resuelven ni el problema campesino de la pertenencia de la tierra, ni el problema obrero de las condiciones de trabajo. El hambre persiste. Se deterioran las relaciones con las numerosas minorías étnicas no rusas.
El 3 de marzo, el Gobierno Provisional, en una proclama populista, aunque sustentada en auténticos valores democráticos, establece: amnistía a los delitos políticos, incluso actos terroristas, revueltas militares y desórdenes agrarios. Libertad de expresión, de prensa, de asociación, de sindicalización y de huelga. Abolición de la discriminación por nacionalidad, religión o clase social. Sustitución de la policía por una milicia popular (un remedio peor que la enfermedad). Y lo principal: convocatoria a una asamblea constituyente sobre la base de un sufragio universal.
El 3 de abril, en un vagón sellado cedido gentilmente por el káiser en consideración a que su ocupante iba a provocar la deserción de Rusia de la guerra con Alemania, Lenin regresa a Petrogrado. Su recibimiento en la estación de Finlandia es apoteósico. Su primera visita es al Palacio Táuride, donde asombra al auditorio con una impactante arenga política. El día 7 de ese mes, en Pravda, publica las Tesis de Abril, donde declara la guerra al Gobierno provisional y proclama: «¡Todo el poder a los Soviet!»
Los bolcheviques realizan una Conferencia para elegir un nuevo Comité Central. Son nueve miembros, y el más votado es Lenin. Los demás son Zinoviev y Kamenev –junto con Lenin, los más prominentes–, Noguin, Miliutin, Sverdlov, Smilga, Feodorov y Stalin (Yugasvili). Toman una postura de abierto enfrentamiento al Gobierno. Poco a poco van conquistando la mayoría en los Soviet. A finales de mayo, la mayoría de los trabajadores de Petrogrado está a favor de los bolcheviques.
En junio, el Gobierno Provisional, con absoluta inconsciencia, ordena una agónica ofensiva en Galitzia, cuyo resultado es un inevitable fracaso y cuya consecuencia es la caída del Gobierno de Lvov, reemplazado por Kerenski, de solo treinta y seis años de edad. Brusilov, comandante del ejército, es por su parte reemplazado por el general Kornilov, un militar afín a la derecha y a las tradiciones de la vieja escuela militar.
Hay una reacción en contra de los revolucionarios más revoltosos. Durante la noche del 17 de julio es saqueada la sede del periódico Pravda. Se da orden de arresto contra Lenin, Zinoviev y Kamenev, máximos jefes bolcheviques. Los dos primeros logran escapar a Finlandia. La sede del partido es ocupada. El menchevique Trotsky es arrestado.
El 26 de agosto, Kornilov, comandante en jefe, anuncia en un ultimátum que se hará cargo del Gobierno. Se propone marchar a Petrogrado con tropas leales y poner fin al desorden imperante en la capital. A pesar del abierto apoyo de Miliukov, el resultado es una grotesca farsa. Los ferroviarios y telegrafistas sabotean los transportes y las comunicaciones, diversos agitadores convencen a los soldados de la maldad del operativo militar, los soldados se niegan a luchar y el golpe fracasa sin haber sido disparado un solo tiro.
Desde la clandestinidad, el 31 de agosto Lenin reafirma el principio de «Todo el poder a los Soviet» y ofrece su alianza a los mencheviques y a los social revolucionarios. Poco antes de esto, el que será un coloso de la Revolución de Octubre, Trotsky, se ha pasado al bando de los bolcheviques. Ese día, el Soviet de Petrogrado aprueba una Resolución promovida por los bolcheviques para poner fin a la guerra, confiscar los latifundios y establecer el control obrero en las fábricas.
Desde el 12 de septiembre, Lenin busca la insurrección armada. El 7 de octubre, en ocasión de la inauguración del Parlamento, León Trotsky vocifera: «¡Todo el poder a los Soviet! ¡Toda la tierra para el pueblo! ¡Paz inmediata, equitativa y democrática! ¡Viva la Asamblea Constituyente!», y los cincuenta y tres delegados bolcheviques se retiran del Palacio Marinsky.
El 10 de octubre se reune el Comité Central bolchevique, con la presencia de Lenin, que llega, disfrazado, del exilio, resolviendo poner en marcha el programa de la sublevación armada y el derribo del Gobierno de Kerenski. Ese día, en el Soviet de Petrogrado se crea un Comité Militar Revolucionario, en un principio de carácter defensivo pero que pronto, bajo la presidencia de Trotsky, será la fuerza incontenible que realice la insurrección armada. Es Trotsky el principal artífice de la conexión del Soviet con el partido bolchevique para una acción conjunta.
El 22 hay una masiva manifestación en las calles de Petrogrado; realmente, es un ejercicio del Comité Militar Revolucionario para un pacífico despliegue de fuerzas. El 25 de octubre (7 de noviembre) el acorazado Aurora, en el río Neva, dispara sus cañones sobre el Palacio de Invierno. Los bolcheviques copan los puntos estratégicos de Petrogrado y logran el control de la capital. Ese día se reúne el Congreso de los Soviet, con mayoría bolchevique ya, y recibe el poder de manos del Soviet de Petrogrado. En esta Revolución de Octubre no hay hazañas épicas. Episodios como el asalto al Palacio de Invierno han sido magnificados para dar vistosidad al alzamiento, que, por lo demás, no lo necesita, dada la importancia histórica de la Revolución.
Kerenski huye al extranjero y el poder soviético se extiende a toda Rusia simplemente por las líneas telegráficas, que hacen saber a la nación que impera un nuevo régimen.
En la madrugada del miércoles 17 de junio de 1918 es asesinada la familia del zar en la casona de Ipatiev, magnate de Ekaterinburgo, a manos de una banda comandada por Iurovsky, despiadado comisario bolchevique. La orden de Sverdlov, presidente del Comité Ejecutivo Central en Moscú, es cumplida cabalmente. Durante dos días, el Presidium no difunde la noticia. Lo hace el día 20, pero soslayando la masacre. El diario oficial Izvestia («noticias») asegura que la zarina y sus hijos están en lugar seguro. Por lo demás, los luctuosos acontecimientos permanecen en el misterio.
Los detalles de este magnicidio salieron a la luz en una recóndita ciudad de Suramérica, Asunción. En 1936, un inmigrante ruso radicado en Paraguay, Pavel Bulygin, terminó de escribir su obra Asesinato de los Romanov, que esclarece el múltiple homicidio cometido en Ekaterimburgo en 1918. Bulygin era asistente del fiscal Sokolov, a quien el Ejercito Blanco encomendó investigar el fusilamiento de la familia imperial. La relación de los hechos criminales está en esa obra de 1936. En ella relata como Iurovsky, poco después de la medianoche, ya el 17 de junio, despierta a la familia imperial con el pretexto de que serán trasladados a otro lugar. Primero los conducen a un salón, donde los dejan esperando. El zar Nicolás, la zarina Aleksandra (nacida princesa Álix de Hesse) y su hijo Alexei, de trece años, están sentados, y sus cuatro hijas adolescentes, Anastasia, Olga, Tatiana y María, recostadas contra la pared del fondo cuando, intempestivamente, a las cuatro menos cuarto de la madrugada, aparecen los asesinos, la mayoría letones, empuñando revólveres Nagant (de siete tiros). Iurovsky lee la sentencia de muerte. La zarina se persigna y el zar atina solo a decir:
–¿Qué?
Destellan los disparos a quemarropa. En un instante, los Romanov dejan de existir. Sus restos son trasladados a unos veinte kilómetros de distancia, disueltos en ácido sulfúrico, quemados y arrojados a un pozo de una mina abandonada. Esto es lo que describe Bulygin en Asunción, capital de Paraguay.
Poco después de publicada en Londres, en inglés, su obra, Bulygin muere. Su sepultura está en el Cementerio Ortodoxo Ruso de la Recoleta, «limón ty», en Asunción. Solo después de disuelta la Unión Soviética, en la década de 1990, se recuperan los restos mortales de la familia imperial, que actualmente reposan en la Iglesia de la Fortaleza de Pedro y Pablo, en San Petersburgo, junto con los de la mayoría de los emperadores y emperatrices de Rusia desde Pedro el Grande.
En la Revolución Rusa de febrero de 1917 (marzo, en el calendario gregoriano) no hubo un líder que la planeara y ejecutara. Quizá lo más similar sea lo recientemente ocurrido en Túnez, Libia o Egipto, donde muchedumbres anónimas han puesto fin a regímenes opresores y corruptos que llevaban décadas en el poder. Eso mismo sucedió en Petrogrado en febrero (según el calendario juliano) de 1917, cuando una muchedumbre se amotinó, rugiendo contra el zarismo. Contribuyó a ello el vacío de poder provocado por el propio zar, quien, con extrema inconsciencia, abandonó la capital para refugiarse, lejos de sus alborotos, en Moguilev. Esto fue grave porque, de algún modo, Nicolás II constituía el centro de gravedad de las diversas fuerzas políticas antagónicas. Su ausencia en Petrogrado derivó en una situación inédita, en la que un simple soldado del Regimiento Volynsky encendió la mecha de la Revolución al disparar contra un oficial que había ordenado fusilar a los manifestantes. Más aún, un simple empleado de ferrocarril desvió el tren imperial y lo envió a Pskov, donde el zar fue retenido, donde abdicó y donde se decidió el destino fatal de su familia.
El caso de la Revolución de Octubre (noviembre) es distinto: comandados por el decidido y audaz bolchevique León Trotsky, soldados y milicianos del Soviet derriban el precario gobierno democrático de Kerenski e instauran un régimen que pronto se revelará como terrorífico. Lo más parecido, pero con objetivos inversos, es el golpe militar del general Pinochet, comandante en jefe del ejército de Chile, contra el presidente Allende con el beneplácito del legislativo.
Para mantenerse en el poder, los bolcheviques imponen lo que R. J. Rummel, con el neologismo acuñado por él, llamaría un «democidio». Se instaura inmediatamente la temida Cheka, cuya misión es liquidar a todos los sospechosos y a todos los individuos potencialmente peligrosos para impedir de antemano cualquier posible acción contrarrevolucionaria.
La Cheka se ganó tan mala fama que tuvo que cambiar de nombre, pero no cambió de objetivo; esta policía secreta, primero convertida en la GPU (Dirección Política del Estado), fue institucionalizada en la era Stalin como la NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos). Su blanco preferido fueron al principio oficiales militares del Imperio, aristócratas e intelectuales. Liquidados estos, se procedió a perseguir a los agricultores remisos a la colectivización de la tierra, después a los sindicalistas y, finalmente, a los jefes bolcheviques, sobre todo a los padres de la Revolución.
La Revolución Rusa y el levantamiento bolchevique desembocarán en la constitución de uno de los imperios más vastos que jamás han existido, regido desde Moscú, extendiéndose desde el Caribe hasta el Extremo Oriente y comprendiendo toda la Europa Central y una gran fracción de África. Solo con el gobierno de Mijaíl Gorbachov, a fines del siglo XX, permitirá en forma graciable la emancipación de todos sus vasallos.
Como corolario de esta reseña de los acontecimientos que se desarrollaron en Rusia hace cien años podemos advertir a los ricos, en especial a los ostentosos; a los políticos venales enriquecidos mediante el despojo de las arcas del estado y la expoliación del pueblo; y a los jueces corruptos, asociados de hecho con expoliadores de la clase política o delincuentes comunes, que el curso de la historia es inexorable. Tarde o temprano, la furia de un pueblo saqueado, sea por la fuerza de las armas, por el poder del dinero o por el influjo de los artilugios legales, se vuelve incontenible. Así ha sucedido en la sublevación de Espartaco, en la Revolución Francesa, en la Revolución Rusa, en la China de Mao. O en la Cuba de Batista, donde toda la clase política fue exterminada, y los industriales, empresarios y terratenientes, fusilados. Esa ferocidad se desata inexorablemente en todo punto de la tierra donde la defraudación económica de los desposeídos es persistente y oprobiosa. Ocurrió en Asunción cuando la gente enardecida incendió dependencias de la sede del Congreso sin pensar en distinguir entre buenos y malos. En un levantamiento popular todos son malos. Aunque también es cierto que la deletérea acción de corruptos, ladrones y oportunistas en perjuicio de un pueblo suele prevalecer mucho tiempo sobre la probidad y la honestidad, el trágico final llega tarde o temprano. Así es el ser humano, y así lo será siempre.