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Charles-Edouard Jeanneret-Gris, más conocido como Le Corbusier, el hombre que pensaba que el animal humano, como una abeja, es un constructor de células geométricas, fue un innovador. No solo lo fue como arquitecto, sino también como urbanista preocupado por la unión, en un mismo lugar, de lo humano y lo práctico. Ese gran novelista e intelectual, que fuera también ministro de Cultura de De Gaulle, André Malraux, lo despidió en sus funerales con estas palabras: «Le Corbusier ha conocido grandes rivales [...] Pero ningún otro ha representado con tanta fuerza la revolución de la arquitectura, porque ninguno ha sido durante tanto tiempo y tan copiosamente insultado». Como sucede con todo adelantado, no pocos levantaron su voz en contra de sus ideas. Junto a otros grandes, como Ludwig Mies van der Rohe, Walter Gropius, Alvar Aalto o Theo van Doesburg, protagonizó el renacimiento arquitectónico internacional del siglo XX. Le Corbusier encarnó una nueva visión, y, como los antes mencionados, a cuyos nombres deberíamos sumar el de Adolf Loos, tomó el pulso de la civilización y renovó a fondo los lugares que ocupa la vida, lo cotidiano.
Le Corbusier (Suiza, 6 de octubre de 1887 - Francia, 27 de agosto de 1965) también fue pintor, escultor y diseñador de muebles, vocaciones todas en las que se mantuvo a la altura de los vanguardistas de la época. Pocos son los campos creativos que no hayan recibido la influencia y que no hayan tenido como un verdadero agitador cultural a este gran arquitecto y artista, que a los diecisiete años construyó su primera casa y que en 1919 fundó, junto con Amadée Ozenfant, esa derivación del cubismo que se llamó el purismo. Ambos, Ozenfant y Le Corbusier, crearon una revista, L’Esprit Nouveau, desde la que lanzaban sus proclamas contra la Escuela de Bellas Artes y fustigaban los dictados de una tradición anquilosada y obsoleta.
Con motivo de las actuales conmemoraciones que se celebran en Francia y en todo el mundo por los cincuenta años de su muerte, cumplidos este pasado jueves 27 de agosto, se han elevado diversas voces para mostrar una faceta poco conocida del prestigioso arquitecto: su pasado fascista. A tal punto ha llegado en los últimos meses, y sobre en estos últimos días, la candente polémica, que los franceses, siempre tan orgullosos de su arte y de sus artistas, últimamente ya no dicen: «Le Corbusier, arquitecto francés». Ahora se lo llama: «arquitecto suizo» (ese es su verdadero origen). Este desprendimiento se debe a ciertos escritos que han salido a la luz y en los cuales Le Corbusier muestra esa parte negra de su vida y su sensibilidad.
Ha saltado así, pues, a la palestra su relación con la extrema derecha francesa y su presencia en Vichy junto al general Petain, colaboracionista nazi que sería juzgado luego de la liberación. La acusación de un pasado comunista que lo perseguía otrora por haber construido un edificio en Moscú lo alejó de Vichy y de Petain, pero parece que no suprimió su proximidad con el fascismo.
Sus escritos son muy claros. Se pronuncia contra los judíos sin dudar y afirma: «El dinero y los judíos, que son en parte responsables (de la derrota) más la masonería francesa… todos recibirán el justo castigo. Estas vergonzosas fortalezas serán desmanteladas. Lo dominaban todo». Y también: «La derrota de las armas me parece la milagrosa victoria de Francia. Si hubiéramos ganado, la podredumbre habría triunfado y nada limpio habría podido subsistir». Y más terrible: «Hitler puede coronar su vida con una obra grandiosa: la reorganización de Europa».
Se podría continuar. Y esta actitud de Le Corbusier se suma a la de otros artistas, como Céline, quien, sin titubear, afirmó: «ser fascista no impide tener talento», por no mencionar a Pound, De Montherlant y otros.
Esta cara nueva de Le Corbusier ha ensombrecido la gran muestra organizada en el Centro Georges Pompidou de París para conmemorar los cincuenta años de su muerte. Aún continua la discusión, aún continúa partiendo aguas. La controversia acerca de si un artista empaña su obra con sus pensamientos y actitudes sigue viva y no tiene visos de detenerse. Y, de alguna manera, tal vez solo la duda tiene aquí razón. De un creador, que está tan próximo a lo sensible, se espera un tratamiento más humano y una mayor proximidad a pensamientos de respeto por la vida. Pero, se cumpla esto o no, no se puede negar que Le Corbusier es parte de la historia. Que su legado, tanto en obras como en textos –baste recordar Cuando las catedrales eran blancas (Quand les cathédrales étaient blanches), escrito luego de una visita a Nueva York–, está lleno de la innovación y de la poesía que marcaron, marcan y marcarán a fuego su idea de la arquitectura.
Sin duda, la búsqueda de una pureza extrema lleva a algunos a aproximarse a las derechas extremas, tan devotas de castigos ejemplares y capaces de eliminar todo aquello de lo que consideran que la humanidad debe liberarse.
¿Pesará para siempre este descubrimiento, hecho público por Xavier de Jarcy en su libro Le Corbusier, un fascismo francés (Le Corbusier, un fascisme français, París, Albin Michel, 2015)? No lo sabemos. Esta revelación hará su camino desde los debates. Pero el libro ha golpeado fuerte y ha dejado a muchos con la boca abierta ante la inesperada oscuridad de este genial artista que llegara a ser consejero de Urbanismo del Gobierno colaboracionista de Vichy. Le Corbusier, que murió el 27 de agosto de 1965, ahogado en el mar, frente a su refugio mediterráneo, que había diseñado a su medida –la cabaña de doce metros cuadrados que llamaba «su palacio» y en la que se empeñaba en pasar sus vacaciones desnudo bajo el sol–, hoy se ha vuelto a quedar desnudo. Nada indica, aún, quién estaría dispuesto a alcanzarle una prenda para taparse a quien fuera tan gran amigo de George Valois, el fundador del primer partido fascista francés en 1925.
Céline sigue siendo considerado, por su Viaje al fin de la noche (Voyage au bout de la nuit), el padre de la novela moderna. Ernest Jünger sigue en la picota, a pesar de su trabajo y de sus devotos, que no bastan para desvincularlo de su pertenencia al nazismo con un alto cargo militar y como participante de la ocupación de París. Las emisiones de radio de Ezra Pound, quien fue parte tan importante de la movida poética de la primera mitad del siglo XX –baste recordar su trabajo de lectura sobre La Tierra Baldía de Eliott, y la versión final que hoy conocemos– no han sido olvidadas. Como tampoco lo ha sido que la escritora y poeta uruguaya Blanca Luz Brum Elizalde, que atravesó durante su vida distintos movimientos de izquierda y de vanguardia artística, terminara apoyando a Pinochet y marchara a La Moneda a donar sus joyas para la dictadura.
Le Corbusier se suma a esta lista, y queda abierta la polémica. Quien recibiera un funeral en el Louvre y fuera enterrado junto a su mujer, Yvonne, aquel que tuvo una aventura con Josephine Baker en el barco que los trasladó a Argentina y Brasil, no descansa del todo en paz.
Y todo indica que seguirá sin tener paz por mucho tiempo.
* Desde Buenos Aires