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ÉRASE UNA VEZ EN EL OESTE
«Django desencadenado», el más reciente largometraje estrenado por Quentin Tarantino, es, todos lo sabemos, un homenaje al subgénero cinematográfico del llamado «spaghetti western». Pero ¿qué es un «spaghetti western»? Mal y pronto, una «película de vaqueros», una «película del salvaje (o del lejano) Oeste» muy taquillera y hecha en Italia entre 1964 y 1973, años más, años menos.
Las películas estadounidenses del «salvaje» (Wild West) o «lejano» (Far West) Oeste, las «películas de vaqueros», de «cowboys», clásicas, conformaron el «corpus» de uno de los géneros más populares y fecundos del cine de Hollywood, sobre todo entre las décadas de 1930 y 1960, periodo que fue el de su edad dorada.
Pero a partir de finales de la década de 1950, fase de transición del lugar público al privado, del cine a la pequeña pantalla doméstica del aparato familiar, hubo una clara disminución en cantidad de la producción cinematográfica de estos filmes de «cowboys», al empezar muchos de ellos a ser transmitidos por televisión, de modo que era posible verlos gratis y sin salir de casa.
No obstante, los personajes y las leyendas, los tiroteos y los romances, los indios y los caballos, los héroes y los paisajes propios de las películas del lejano Oeste ya eran parte de las fantasías globales, no solo estadounidenses, mientras que la televisión, por el contrario, aún no era parte de las realidades globales cotidianas; de hecho, aún no se encontraba, por entonces, como empezaría a encontrarse poco después, en todas las moradas europeas, de modo que la merma de la producción hollywoodense de westerns dejó un vacío. Un vacío que algunos cineastas italianos se encargaron de llenar.
Así, después de que el neorrealismo marcara con una impronta tan claramente intelectual y experimental el cine italiano de la posguerra durante la década de 1940 (se suele datar el inicio del movimiento neorrealista con «Roma, ciudad abierta», «Roma, città aperta», de Roberto Rossellini, en 1945), se sumará, a las líneas explícitamente comerciales del género «peplum» de la década de 1950 y comienzos de los sesenta, con sus hercúleos gladiadores y sus avalanchas de cartón piedra, el «spaghetti western» en los años setenta, respondiendo a las ávidas demandas del mercado.
EL HOMBRE SIN NOMBRE
El primero en lanzar un hit y meter un gol con un gran éxito de taquilla, definiendo así el modelo y las normas del subgénero, fue el director Sergio Leone (Roma, 1929-1989) con «Por un puñado de dólares» («Per un pugno di dollari»), filme de bajo presupuesto que batió todos los récords de aquel año del Señor de 1964 y que lanzó a la fama tanto al propio Leone como al protagonista, un actor de segunda fila entrado ya en la treintena que tomó la módica paga que estipulaba el contrato y que, según se dice desde entonces, antes que él otros actores mucho mejor cotizados –tal vez Henry Fonda, tal vez James Coburn, tal vez Charles Bronson– habían preferido rechazar.
Con solo la escuela primaria concluida, más cuatro años de servicio en el ejército y un nada glamoroso currículum forjado con sudor y sin gloria durante los largos y ásperos días de la Gran Depresión a fuerza de ganarse la vida como obrero metalúrgico, albañil y leñador, Clint Eastwood (San Francisco, California, 1930), que intentaba abrirse camino como actor secundario en Hollywood, no tenía demasiado que perder, así que se trepó a un avión y voló a Italia. Y se convirtió de inmediato en el primer gran astro del «spaghetti western». Luego sería muchas otras cosas más.
Eastwood siguió haciendo su papel inaugural o iniciático de «Por un puñado de dólares», el del «Hombre sin nombre», «The Man With No Name», en la segunda y la tercera partes de la que terminó siendo la canónica «Trilogía del dólar» de Sergio Leone, es decir, respectivamente, en «La muerte tenía un precio» («Per qualche dollaro in più», 1965) y «El bueno, el feo y el malo» («Il buono, il brutto, il cattivo», 1966), y este malhumorado y peor afeitado pistolero que tantas sorpresas daría después a todos demostró que los auténticos villanos siempre tienen algún decisivo secreto tan profundamente enterrado que consiguen escondérselo hasta al propio guionista.
LA EDAD DE ORO
Después del éxito de «Por un puñado de dólares», Italia empezó a fabricar westerns como una máquina de hacer pasta fabrica spaghetti, a un ritmo que en cierto momento llegó a los cien largometrajes anuales, para saciar el voraz apetito de las vastas audiencias glotonas. Fue aquel un tiempo de westerns extraños y heterodoxos con respecto al western clásico, al western tradicional de protagonista sin tacha, pero también sin misterio.
Fue aquel un tiempo de héroes antiheroicos, de protagonistas escépticos, amargos y fríos, y también, en contrapartida, de villanos insondables y complejos, vaga, morbosa y fascinantemente psicopatológicos a veces.
Surca el aire de aquellos días, desde la trilogía del primer Sergio que marcó el principio de esta «Edad de Oro», la música vibrante de Ennio Morricone (Roma, 1928), y, serpenteante e insidioso, cruza sus secas tardes desiertas el silbido de «El bueno, el malo y el feo», una de sus audacias de maestro.
El segundo gran golpe lo dio pronto otro Sergio, Sergio Corbucci (Roma, 1927 - 1990), con «Django», lóbrego personaje oscura y turbiamente interpretado por Franco Nero y sumido en una historia de violencia inaudita sin perder ni por un segundo el dominio absoluto de la escena. Con el tercer Sergio, Sergio Sollima (Roma, 1921), llegan los mexicanos y mestizos de raros ponchos, grandes sombreros y épicos tequilas de lo que algunos han llamado los «zapata westerns», con sus alusiones a un ubicuo y conflictivo «background» histórico y con sus batallas brumosa, rabiosamente políticas en la frontera entre México y Estados Unidos.
EL SOL SE PONE EN EL OESTE
La decadencia del subgénero del «spaghetti western» empezó, por paradoja, y tal como suele suceder en los individuos humanos, a ser visible en sus estrafalarios intentos de renovación, en este caso mediante alianzas con otros elementos capaces de ganar más audiencia.
Es el momento epigonal, simpático y delirante a pesar suyo de los «spaghetti western» con artes marciales, de los «spaghetti western» musicales y, por último, ya en plena y final lucidez agónica, de las parodias de los «spaghetti western».
Las parodias: el auge setentoso de la acción caótica de las películas de Trinity, con Terence Hill –es decir, con el veneciano Mario Girotti (1939), que de los tres primeros (y últimos) años de Literatura clásica que cursó en la Universidad de Roma conservó siempre la admiración por la obra del ilustre comediógrafo romano del siglo II de nuestra era Publius Terentius Afer, al que solemos llamar, sencillamente, «Terencio», y del cual tomó ese nombre– y con Bud Spencer –es decir, con el napolitano Carlo Pedersoli (1929), siete veces campeón de natación en cien metros libres, bibliotecario en sus años de migrante en Suramérica y antiguo actor de «peplum» que se rebautizó así porque le gustaban Spencer Tracy y, duele decirlo pero hay que decirlo, la cerveza Budweiser–, canto (un poco ruidoso) de cisne del subgénero que lo resucita brevemente y decreta, al mismo tiempo, su extinción definitiva.
Y SIN EMBARGO
Sin embargo, la vida post mortem del «spaghetti western» es poderosa, y esto se ve no solo, ni principalmente, en los homenajes que se le tributan –desde aquel famoso largometraje debut del director Robert Rodríguez (San Antonio, Texas, 1968), el sonado, austero y bien resuelto thriller de 1992 «El Mariachi», hasta el hoy y aquí comentado «Django Unchained», estreno del día de Navidad del 2012, pasando por muchos otros–, sino sobre todo en su legado subterráneo pero, al mismo tiempo, si se mira bien, tan marcado como inconfundible.
Hablo de los legítimos herederos, que con diversos rostros, nombres y trajes recorren las mil avenidas del cine, la literatura y sus diversos barrios y suburbios, del desencantado y lacónico antihéroe solitario que «no tiene corazón», cierto, pero que enfrenta los mayores peligros él solo y sin vacilar, y, principalmente, que siempre está en la última, o la única, trinchera que aún cabe llamar «correcta» en medio del naufragio universal, moderno o posmoderno, contemporáneo, en fin, de todos los antiguos valores y de todos los perdidos ideales: la de la libertad.
juliansorel20@gmail.com